Yo conocí a una mujer que sabía todos los relatos. Los inventaba con la entonación de su voz, en el gesto breve de su tacto, con su mirada intensa que ocupaba todas las palabras que podían enunciarse o soñarse. La tuve aquí, cerca de mí, a dos pasos, o quizá menos, porque muchas veces podía presentir el calor de su cuerpo mientras escuchaba una de sus historias con los ojos cerrados. Aprendí a amanecerme con ella detrás de sus cuentos, del pausado ritmo con que vertía las vidas de cada uno de sus personajes en la infinita historia del hoy y del mañana.
No recuerdo la primera vez que la vi. Se me pierden las memorias en el confuso espacio de lo que aconteció y lo que quise fingir que fue nuestro origen. Quizá fue que la primera vez que nos vimos no dijo casi nada. No me debía una promesa, no me robó una urgencia ni me prodigó uno de sus secretos. Quizá por eso se me olvida el instante en que la conocí. O tal vez no...
Pero sí recuerdo su primera historia: un relato de un amor perdido en el medio de los equívocos del silencio, de los tropiezos y dobleces que a veces llamamos el cansancio de lo cotidiano. Era una historia construida a retazos, entre un día y otro, entre un devenir y otro, entre uno y otro cigarrillo. Sus dedos marcaban el límite mismo de todas esas fábulas que capturan, y su cuerpo vibraba entero, bajo el embrujo de ese destino indescifrable de quienes se saben amantes en las palabras. Creo que esa historia duró meses, y los personajes fueron cambiando y muriendo, pero al final se trataba de una sola trama forjada desde el borde de un universo: el de los afectos que se agotan pero no saben decir adiós.
En la agonía de esos amantes que habitaban sus relatos comencé a inventarla. Le conté de mis noches de pasión, de mis viajes perdidos por una ciudad que ya no me pertenecía, de mis casas incompletas llenas de cajas y pérdidas, y de mi terrible compulsión por los abismos. Le hablé de afectos perdidos al final de un pasillo, y de voces que se rescatan en el medio de una ciudad inundada de oscuridades. Vivimos del tiempo prestado de la ficción, de las páginas nunca escritas de muchas traiciones, y del amor que le robé a otros que no pudieron corresponderme a pesar de sus terribles intensidades. Porque es cierto que la última prueba de afecto es el robo... la mentira... o la clausura injusta...
Pero los tiempos prestados se acaban, y una noche dijimos todos los relatos que sabíamos para intentar detener el paso de las horas. Quizá nos arriesgamos porque era de noche, o porque sabíamos que los labios no saben hablar más que un lenguaje oculto y que todo lo demás se pierde en los simulacros de unos pactos que no se atreven a ser todos legítimos. El alba llegó a pesar de que conjuramos finales y partidas, y de que prometimos no seguirnos más allá del tránsito y del viaje.
Esa mañana le confesé que me iría. Le conté otra historia fabulosa de un camino interminable y polvoriento y de un graffiti que se llevaba en el cuerpo como una herida indeleble. Era una trama incumplida que se consignaba en la piel. O una cicatriz de tiempo que invita a la confesión ante el recorrido curioso de otras miradas ajenas. Conté con ella las horas que suman exactamente diecisiete días. Su voz fue en ese entonces mi único país.
Me escuchó con la misma fascinación con que aprendió el ritmo de mi respiración durmiendo sobre mi pecho. Los mejores narradores saben también escuchar todas esas otras historias que todavían nos restan por inventar. Consumió mis palabras sorbo a sorbo, como quien presiente el final, y me creyó hasta el borde de la angustia. Después de todo, ella conocía todos los relatos, las historias increíbles, comunes, inauditas y falsas, las ficciones fallidas y las tramas perversas que sólo se superan con el silencio que suelta amarras y destruye los puentes. Mi relato era tan sólo uno más que se perdía en esa muchedumbre de fantasmas que sólo ella entendía y recreaba.
Hoy lo que nos queda es este relato para ilusos e insomnes. Vocablos prestados en un tiempo que ya no existe. Lo que pasa es que cada cuento tiene un instante de existencia absoluta, su momento de gloria. Al final yo podía ser sólo un personaje en la historia de otro. Un relato mentiroso y disperso que se deshilvana a pulso en otra noche de reminiscencias y ecos. Quizá una de esas tramas que se lleva en el cuerpo como un testimonio viviente. ¿Y por qué no? Pues sólo a un personaje se le ocurre dejar la historia más perfecta sin escribir. Un personaje. Una alucinación. Un rastro en un espejo que nadie habita. Una huella que se lleva tatuada para siempre como una fantasía que todavía insiste en llegar a ser un poco de verdad.
Yolanda Martínez-San Miguel, Puerto Rico y US © 1998
yolanda@princeton.edu
Yolanda Martínez-San Miguel es profesora de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton, Estados Unidos. Se ha especializado en estudios de la representación de saberes americanos en la literatura colonial latinoamericana, así como en la representación cultural de las migraciones en el Caribe hispano. Disfruta del cuento como género de uso cotidiano, que ocupa un lugar preponderante en la mayoría de las conversaciones e intercambios verbales, y como estructura discursiva que forma un pacto muy intenso entre el narrador y su audiencia. El cuento es un género que promueve la fascinanción de niños y adultos, un modo de prolongar vínculos y de explicitar experiencias, ya sea por escrito, u oralmente. Su texto "País de 17 días" ilustra un tipo de narrativa poética que minimiza la trama para destacar el importante rol que desempeña el lenguaje en la creación del vínculo mágico entre el narrador y sus múltiples historias.
Comentario de la autora sobre "País de 17 días":
Este relato surgió a partir de la relectura del "Cuento de la mujer del mar" de Manuel Ramos Otero. En su colección de relatos titulada Cuentos de buena tinta, Ramos Otero explora toda una narrativa en la que la trama se disminuye para destacar un cuidadoso trabajo con el lenguaje. El relato es el lugar del tránsito, de la confesión y de la pérdida. El "Cuento de la mujer del mar" es un relato sobre otro relato, inventado por una pareja de amantes para posponer el momento doloroso de su ruptura y separación. Al igual que Sherezade, el narrador y su amante inventan la vida imaginaria de una mujer elusiva y volátil, y cada noche que pasa se añade un capítulo más a un extenso relato narrado a dos voces, en dos idiomas distintos, y recordado desde la distancia de la separación de una pareja. Al releer este cuento recordé a una mujer a la que le fascina hacer historias, y con quien experimenté también, un difícil proceso de separación. "País de 17 días" es un homenaje a ese recuerdo, y un modo de añadir un capítulo más a esa larga cadena de historias con las que muchas veces aprendimos a conocernos y a querernos a pesar de la distancia.
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