Mi mujer no se cree que yo no sea un pingüino. Se limita a mirarme con sorna, se encoge de hombros y sigue a lo suyo.
–Pues ya me dirás qué eres –me dice.
–Soy una persona –le digo–. Una persona como Dios manda.
–No metas a Dios en esto, que no tiene nada qué ver. A ti lo que te pasa es que te has aburrido de mí y no sabes cómo decirlo. Anda, acércate al fiordo de la esquina y trae algo de pescado.
Yo me acuerdo de cuando era marinero y pescábamos el bacalao en los mares del norte. Un día, mientras miraba un montón de pingüinos, el barco se hundió cerca de las rocas de la costa y yo, que tengo la desgracia de saber nadar, me salvé. En el puerto ya me lo advirtió el práctico:
–Mala cosa es esa, rapaz. Mejor es irse al fondo enseguida, se ahorra uno muchos sufrimientos.
Nada más llegar a la playa tenía un frío enorme, tanto que pensé que sería mejor volverme, pero el instinto es muy traidor e igual me ponía otra vez a patalear. Yo no quería ser pingüino pero hacía un frío del carajo. Así que a fuerza de imitarlos, dando pasitos cortos, encogiéndome y dándome palmaditas en los muslos logré, poco a poco, introducirme en la manada.
–A ver qué pescado traes.
–Pues el que había, mujer.
–Mira que esta noche vienen a cenar tus primos.
–Esos se comen lo que sea.
–En eso vas a llevar razón. Anda, trae.
El grupo de pingüinos que me acogió cuando naufragué me adoptó desde el primer momento, se arremolinaron junto a mi y me dieron mucho calor y mucho gusto. Allí, con ellos, aprendí pronto el idioma y las costumbres, que en el fondo son sencillas y se parecen mucho a las nuestras, y al poco ya me consideraban como uno más. O casi.
–Este no es de los nuestros –dijo un día uno que siempre andaba dando vueltas a ver lo que se cocía–. Se ha pegado plumas al cuerpo con grasa, no nada y tiene el pico mal desarrollado.
–Bueno –respondió el de más edad–, pero cuando se pone de pie es tres veces más alto que cualquiera. Además, infunde mucho respeto entre los leones marinos y otras alimañas.
–Además –añadió uno que era muy joven y que se dejaba mucho frotar conmigo–, igual si sigues con esas te van a caer tres hostias como tres soles.
El que siempre andaba dando vueltas a ver qué se cocía dijo que no había que ponerse así por una diferencia de criterio y que si nos íbamos a liar a bofetadas por esa minucia que mejor apaga y vámonos. Se sacó un arenque de debajo del ala y nos invitó, pero no le hicimos caso.
Desde entonces nadie volvió a dudar de mi, y cuando nos atacaba un oso o intentaba acercarse un león marino, yo me limitaba a ponerme de pie y a gritar y a hacer muchos aspavientos con las alas. Tendríais que ver el susto que se pegaba el oso, o el león, y cómo frenaba en seco y reculaba. Entonces recordaba algunas de las palabras que me enseñó mi abuelo, que era muy asturiano, y gritando las repetía: ¡Vaques, Ribadesella, Probe, Gamoneo, Frixón! Y el león, o el oso, se daban la vuelta y no volvían más. Fueron tiempos de mucha armonía.
Lo malo es que ahora me ha dado por recordar lo del barco, lo de mi abuelo y lo de que soy persona. Y entonces me separo del grupo y me pongo muy triste a mirar al mar desde las rocas y los acantilados, sin importarme que venga una orca y me devore, porque las orcas no se asustan de nada, ni aunque saltes a la pata coja o les grites en francés.
–Te lo juro que soy una persona –le digo a mi mujer.
–Vamos a dejarlo, que no quiero que me des la noche –me contesta.
–Si yo no quiero darte ningún disgusto, sólo es que...
–Mira esos pingüinitos –me interrumpe señalando hacia la nieve–. ¡Ahora me vas a decir que no son tuyos! ¡Desgraciado! –y se pone a llorar.
Y a mí me da también una tristeza enorme y le doy un abrazo grande y le digo, mirando a las rocas, lo de siempre, que ya se me irá pasando.
Jesús Urceloy, España © 2012
urceloy@telefonica.net
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