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El plazo

Hoy te has despertado más temprano que de costumbre, demasiado para tu gusto. Por fin hoy es el día; hacía meses que sólo había especulaciones sobre la fecha en que sería, los preparativos habían sido realizados.

Miras con indiferencia el traje que cuelga del perchero. Es negro y, a decir verdad, nunca te ha gustado vestir ese color; sólo la camisa es blanca. Sabías que llegaría el momento en que usarías ese traje, y como dice un refrán popular: “no hay plazo que no se venza,” o algo por el estilo.

Te has desayunado una taza de café, por supuesto no tienes hambre, te bañaste y sólo esperas… ¿Qué?, en verdad no esperas nada. La cita, por así decirlo, es a las diez en la iglesia de San Juan, nunca te ha gustado esa y en verdad ninguna otra; tus padres no pudieron inculcar ese pensamiento religioso que hubiesen querido en ti. Aún falta más de una hora.

Te quedas sentado en la cama con la intención de llamar a tu novia, decides no hacerlo, cuelgas el teléfono de nuevo, al fin y al cabo la verás en la iglesia, crees que no puede faltar; así como tú tampoco.

Hace tres años que conociste a Julia, fue en la cafetería de la universidad. Nunca, hasta ese momento, habías pensado que pudiera existir una muchacha como ella: graciosa, inteligente y en aquel instante, bella, bella como ninguna otra. Por supuesto no te importó entonces que estudiara psicología, esa ciencia inexacta, bueno, si es que se le puede llamar ciencia.

Gracias a Esperanza, amiga mutua, fue que la conociste. Desde ese momento supiste que habías encontrado a la persona que rondaba tus sueños. Hacía años que no te interesabas en ninguna joven, ponías de por medio tus estudios: primero lo primero, la diversión sería después.

¡Pero por supuesto que tu padre puso objeción respecto a esa relación! ¿Qué más podía decir? Acaso su exagerado discurso ya empolvado por años de vapulearte con él: “¿Cómo es posible que estudiando puedas andar de novio? Primero debes enfocarte en tus estudios, no andar de picaflor, debes enfocarte. ¡Y a menos de un año para titularte! ¿En qué estás pensando? Eso no te va a llevar a nada bueno.” Ahora imagínense cuando se enteró que era seguidora de Freud, tipo enajenado por el sexo. “¿Psicología, que han hecho sino entrometerse en la vida ajena? Intentando mejorar a las personas, ja, si ellos están más locos y traumados que los que suponen deben “curar”, por algo estudian eso. ¡Ay hijo! no sé cómo puedes fijarte en una persona con semejantes ideas, estúpidas a mi ver y a los de muchos”, comentaba tu padre cada vez que tenía la ocasión, muy seguidas por cierto. Aún así, no te importó, lograste conquistar a Julia, gracias a Dios casi sin esfuerzo.

Los primeros meses fueron de amor, ternura y más amor. Solo reinaba la felicidad, cómo no, hacía años que no gozabas la sensación de estar compartiendo tu tiempo con una muchacha que te hiciera sentir todo eso que se arremolinaba en tu estómago. Casi sin darse cuenta fueron cayendo en la rutina. En ocasiones con indiferencia, o por el simple hecho de cumplir, pasabas las tardes con ella. Claro que aún la querías, pero tenías otras cosas en tu cabeza.

Tu mamá miraba con buenos ojos el noviazgo; cada vez que Julia te visitaba pasaban gran tiempo platicando, lo cual aprovechabas para realizar algunos pendientes. Tu padre nada más las miraba de vez en cuando y hundía la cabeza en el periódico, nunca como en esas ocasiones le ponía tanta atención a lo que había de noticias.

Bueno, tienes que empezar a vestirte. ¡Maldito traje! ¿Quién lo escogió? Claro que hubieras preferido vestirte de mezclilla y con saco, pero no, “no se ve bien, hay que ser formal para la ocasión, ¿cómo vas a ir vestido así?, no”, decía Julia.

Para cuando le diagnosticaron cáncer a tu padre, ya tenías un año y medio de noviazgo. Tu mamá no lloró, aunque desde entonces sus ojos denotaron un brillo especial, tal vez de tristeza. Tu padre sólo atinó a decir que la vida así era, y si Dios o el diablo lo querían, pues qué se podía hacer. Por parte tuya, sentiste pesar por mamá, adelgazó mucho. No está de más mencionar que el carácter, de por sí agrio y recalcitrante de tu padre, cambió, pero para serlo aún más.

Por suerte habías conseguido trabajo en una empresa importante y cuando no estabas trabajando, te encontrabas con Julia y únicamente llegabas a casa para saludar a tu mamá, preguntar por tu padre y enclaustrarte en el cuarto hasta el siguiente día. Evitabas por completo a tu padre.

Maldito pantalón, no te gusta cómo te queda: largo y flojo, ¡y esos patolitos de mier…!

El carácter irascible de tu padre no daba pie a que te comunicaras de manera cabal con él, siempre terminaban en una discusión que no venía al caso. Por lo tanto decidiste no entablar conversación o evitarlas lo más posible. Solamente lo saludabas y preguntabas por su salud cuando no había opción, ignorando las indirectas muy directas que profería hacia ti. La que sufría todo esto era tu mamá, la veías sufrir en silencio; como lo había hecho desde que tenías uso de razón, y por supuesto no habías hecho nada para intentar cambiar la situación, cada quien con su vida y problemas. De niño jugaban, gritaban, reían y todas esas cosas que suponías los padres hacían con sus hijos. Y recordando eso, caes en la cuenta que todo ocurría cuando tu padre no estaba en casa, y qué decir de cuando, en ocasiones, le tocaba ir a un congreso fuera de la ciudad, tu casa, tu vida y tu mamá cambiaban: había otro color, más brillo, más oxigeno, más…

Sólo recuerdas tres muestras de afecto por parte de tu padre: tu graduación de secundaria, de la preparatoria y en tu titulación de universidad; “ya ves, así debe ser”, decía en cada ocasión y se limitaba a un breve abrazo y a un roce de manos, que él interpretaba, tal vez, como un estímulo gratificante para ti. En verdad nunca te importó, ni aún ahora, aunque Julia diga lo contrario; según ella o su seudo-ciencia, eso puede originar en ti algún trastorno de conducta o de ánimo, ¡babosadas!, aún no te ha pasado nada, piensas, y sabes que vives bien y sin problemas psíquicos.

¡Malditos zapatos! Odias usar este tipo de calzado, no te sientes cómodo, pero ¿qué puedes hacer? Quisieras… ¡al diablo lo que quieres! Atas los cordones de tus zapatos con furia. Te controlas por momentos; piensas en la frase “no hay plazo que no se venza”…

Pasados los dos años de noviazgo, empezaron los planes de boda. Nunca habías dado lugar a pensar en tal cosa. Aunque tenías un buen puesto y tu novia ya había logrado ubicarse en una escuela y en un centro psicológico, todavía sentías no estar preparado para tal evento. Claro que sabías que casados no permitirías que Julia trabajara, aún en su contra; la mujer debe estar en casa con los hijos; si de por si, los hijos se pueden salir por el mal camino, ahora estando la madre en otras ocupaciones que no sea su hogar, imagínate; además, se debe atender al marido. Pero con todo eso, seguiste el plan. Por qué no decirlo, tu mamá se entusiasmó cuando supo el acuerdo prenupcial. ¿Tú padre? Nada más se limitó a hacer un comentario procaz, como siempre. No te importó. Aunque muy dentro de ti compartías su punto de vista. ¿Podrías hacer vida con una mujer de semejantes ideas?

Observando tu reflejo en el espejo, parece que estás viendo a un mesero: blanco y negro, nada más te hace falta el ridículo moño. Por fortuna usarás corbata, esa sí, de tu gusto, pero por supuesto color negro.

Julia en ocasiones se ponía a filosofar con respecto a cómo debías comportarte, cómo debía ser la relación de pareja, las etapas que estaban cursando, el tipo de problemas que había en casa y todas esas locuras en las que la psicología se entromete. Sólo la escuchabas y te “encerrabas en tu mundo”, sin oír, nada más asintiendo y afirmando de vez en cuando. En verdad no te interesaba lo que te decía y explicaba. “Ya te callarás, o intentaré callarte. Ya sabrás lo que es ser esposa”, pensabas en momentos, e inmediatamente intentabas reprimir esas ideas; no eras como tu padre, ¡pero claro que no!

Por fin terminas el nudo de la corbata, te pones el saco y estás listo. Por un momento ves tu cuarto, ya no será igual, tendrás que mudarte; ya encontraste el departamento donde vivirás desde mañana y dentro de poco recibirás la casa que tu empresa te ha gestionado.

Sales a la calle, las nubes están cargadas de agua, tienen un color negro y se escuchan a lo lejos algunos estruendos de tormenta, dentro de poco empezará a llover, para adornar el día, faltaba más.

Faltan quince minutos para las diez, todos deben estar ya en la iglesia.

Tal vez Julia tenga un poco de razón respecto a tu familia, pero no porque lo diga un teórico traumado, sino por simple lógica: tus padres, al menos delante de ti, nunca se dieron una muestra de afecto, mucho menos de cariño, o tal vez así son todas las familias. Tu mamá nunca intentó cambiar, y a ti en verdad nunca te importó, vivías tu vida, tus sentimientos, tus experiencias y, muy en lo profundo, esperabas a que se cumpliera el plazo, el cual por supuesto siempre se vence.

¡Maldito traje! Ya quieres que esto termine. Sin embargo, manejas con lentitud, deseando… nada. El plazo se venció.

Llegas a la iglesia y todos están: amigos y familiares. Ves a tu novia sentada enfrente, a tu izquierda, a su lado están sus padres y su hermano. A la derecha, también frente al altar, sentado en su silla de ruedas está tu padre, con su cara severa. En medio de las bancas y por el pasillo también frente al altar, esta el féretro color azul. En silencio te sientas al lado de tu novia, toma tu mano acariciándola, al mismo tiempo que besa tu mejilla tiernamente. El padre inicia la misa.

Los médicos dieron de plazo un mes a más tardar. Tu mamá sólo tenía un mes para despedirse de éste mundo y la familia tenía un mes para despedirse de ella. La depresión que arrastraba desde hacía quién sabe cuándo, por fin logró vencer su cuerpo en manera cancerígena. La vida familiar había acabado con sus ilusiones de mujer, y de paso con sus anticuerpos para poder rechazar el mal que se aferró a su estomago como una laca. Y así fue, pasó el mes, el cual te sirvió para arreglar todo el funeral; y de paso tu futura vida lejos del hogar, si es que así puedes llamarlo, por fin lejos de tu padre y todo lo que él representa.

Ves el ataúd donde tu mamá por fin descansa y de reojo miras a tu padre; que Dios lo ayude, porque tú no.

El plazo se venció.

Afuera cae la lluvia.

José Francisco Padilla Martínez, México © 2011

spider77man@hotmail.com

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