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El pleito de doña Irma

-¡Doña Felisa! -gritó doña Irma por la ventana de la cocina hacia el cuarto de servicio-, ¿eso que se oye es el tinaco?
-¡Doña Felisa! -insistió-.
-¡Sí! -se escuchó una voz somnolenta que provenía de una boca desdentada.
-Sí, qué.
-Sí, es el tinaco.

"Las tres de la mañana. Bonita hora para que se llene el tinaco -pensó en voz alta doña Irma arrastrando por el mosaico los pies enfundados en calcetones de lana, pues creía que la muerte llega siempre por los pies-; además, antes de acostarme escuché que se estaba llenando, cómo es posible que dure tantas horas. Así estará el chorrito." Aprovechó la estancia en la cocina para lavar una taza con residuos de leche. "Ah, que doña Felisa -pensó- ya está muy vieja la pobre, le he dicho que lave los trastes antes de irse a dormir para evitar que nos invadan las hormigas". Y escuchando la monótona cascada en el tinaco, recordó su primera alba solitaria, cuando despertó y se dio cuenta de que Felipe la había abandonado definitivamente por Clarita, la contadora que le llevaba los negocios. Treinta y dos años transcurrieron desde entonces y cada día se le aguzaba más el coraje. Se hizo la promesa, aquella misma mañana, de subsistir sin hombres en la casa e incluso detestaba a los niños y adoraba a las niñas. "Ellos -presagiaba en las conversaciones crepusculares de banqueta con las vecinas- son el futuro sufrimiento de las mujeres". Y la cara se le endurecía durante un largo suspiro.

Dejó la taza en el escurridor y alzó el lado derecho de la cabeza, para buscar el sonido. "Mañana debo hablar a la Comisión de Agua Potable. Qué es eso de mandar agua a ratos. Además el ruidito está muy raro, parece como si lloviera en el tinaco". El agua repiqueteaba como diálogo de campanas dispuestas a despertar sordos y restar solemnidad a la noche. En algún lugar del patio, quizá junto a la banca de cemento que su marido construyó con sus propias manos, chirriaron unos dientes y el brillo de dos lunares dieron un salto. Doña Irma lo interpretó como un gato callejero atormentado por el hambre. El chirrido murió como si comprendiera que la mujer le dedicaba atención extraordinaria.

Una ráfaga de aire sacudió las cortinas de la sala y doña Irma se apuró a cerrar las ventanas. "Segurito que el agua estará cochina, como siempre. Debo estar pendiente de que Felisa le ponga cloro, porque con eso de que ya todo se le olvida..." Entró al cuarto de baño para ajustar las llaves del lavabo, la regadera y el excusado. En su recámara, tuvo dudas sobre si dejar o no prendida la luz del pasillo y optó por no apagarlas. "A ver si así dejan de molestarme", recordó sintiendo el coraje en el estómago, pues tenía cuando menos seis años de estar haciendo berrinches y pregonando que algún niño del barrio había adquirido la sucia y retorcida idea de ensuciarle las sábanas recién lavadas. Los sábados, pues lavaba la ropa en viernes, amanecían colgadas en el tendedero, pero con las huellas lodosas de zapatos o pies, como si las desplegaran en el suelo, las usaran de tapete y las volvieran a tender.

Doña Irma llegó al extremo de montar guardia toda una noche en espera del bromista, pero nunca lo vio. De ahí que empezó a sospechar que los hombres, además de malvados, poseían artilugios para incomodar a las mujeres, incluso a aquellas que evitaban tenerlos cerca. La principal sospecha recaía sobre Daniel, el hijo de la vecina. Doña Irma aseguraba que Daniel tenía algo en la mirada, demasiado limpia quizá, que no correspondía a un adolescente.

Sentada en la orilla de la cama, recorrió con los dedos el borde legañoso de los ojos y se miró unos segundos los grumos verdes. Tomó del buró un pañuelo desechable y se limpió la punta de los dedos, miró a través de la ventana hacia el tendedero que cruzaba el patio y lanzó el arrugado papel contra el cristal. La barba inició un ligero temblor que se hizo más y más rápido, hasta que la mujer se derrumbó sobre las almohadas, sintiendo que las lágrimas navegaban por las hondonadas del rostro. Las imaginó como una gotera pausada, que fluía después de tantos años de no tener alguien a quien dar las buenas noches y un beso en la frente. Luego imaginó que la gotera originaba un lago pacífico mecido por el viento, y se durmió pensando cómo era posible que el tinaco tardara tanto en llenarse.

Sin embargo, apenas el sol la cobijó con su brazo matutino de seda, doña Irma se puso de pie, se enfundó en la amarilla bata acolchada y salió a la acera armada de la escoba y con el cabello envuelto en una pañoleta roja. Se sentía orgullosa de ser siempre la primera en barrer la calle, y en esta ocasión, desvelada por culpa de los inútiles a cargo del servicio de agua potable -pensó-, aún más. La distrajo un ruido en el solar baldío ubicado casi frente a su casa, como si una culebra se hubiese arrastrado entre los matorrales. Recordó que tenía semanas de llamar a la presidencia municipal para que limpiaran ese muladar "nido de ratas y enfermedades, guarida de maleantes". Pero el solar seguía igual y la yerba y los matorrales alcanzaban ya los dos metros de altura y el par de mezquites crecían sin freno, amenazando a los transeúntes con las espinas. Doña Irma terminó de barrer y, mientras cerraba la reja, decidió que ahora exigiría hablar directamente con el presidente municipal. Se preparó una limonada en la cocina -decía que gracias al hábito de tomar limón en ayunas desconocía las molestias de la gripa- y la bebió lentamente, mientras observaba al sol que poco a poco invadía el piso y las paredes. Pronto ardería el suelo y los restos de humedad nocturna serían sopor impreso a los cuerpos. A doña Irma no le gustó el sabor de la limonada. Revisó entre los desperdicios por si hubiera usado un limón podrido, pero el color verde claro y el olor agrio no denunciaban corrupción. Por la ventana, la mujer concentró la vista en el tinaco, ubicado sobre el cuarto de servicio, al tiempo que escuchaba a Felisa trajinar en el lavadero, con la pequeña radio azul portátil a todo volumen y la dolorida voz de Javier Solís pregonando "sólo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor". Y doña Irma se arrepintió por enésima vez de haberle obsequiado la radio a Felisa, la Navidad de hacía tres años, con el fin de que la pobre vieja se entretuviera.

-Felisa -habló fuerte doña Irma, con las cejas fruncidas y sintiendo el cosquilleo de la ira-, no se le habrá olvidado poner el cloro en el agua.

Felisa bajó el volumen de la radio, secó las manos en el delantal y salió del lavadero. Tenía recogido el pelo en un chongo apretado, donde las canas formaban un dibujo de anguilas enlatadas. Entrecerró los ojos, enfocando a la patrona y respondió:
-No, señora, le vacié lo que quedaba en el frasco. Si no me cree, se lo enseño. Está vacío. Nomás que ya quedaban apenas unas gotitas. Acuérdese que hace días le dije que ya se iba a acabar.

Doña Irma sintió coraje al recapacitar en ello y verificar que estaba en lo cierto, que el agua no tenía cloro, pero se había equivocado de causante; era por su propio olvido. Intentó tomar la delantera:
-Pues no sé que le pasa al agua que sabe a mijayote. ¿No te habrás equivocado de frasco?

Y sin esperar respuesta se introdujo de nuevo en la cocina. Miró el reloj de pulsera y pensó: "Válgame Dios, si ya pasan de las siete y todavía no me baño". Mientras entraba en la recámara a escoger la ropa que habría de ponerse, pensó que el día se anunciaba agresivo, día de verano con sol amarillo y polvo tranquilo esparcido en el piso ardiente y el sudor tenaz provocando olores acres.

Desnuda, el pelo oculto en la gorra de baño, se estremeció con la sensualidad del agua fría recorriendo ciegamente la piel de yerba desolada. Doña Irma le permitió a la memoria un instante de esparcimiento: se sintió abrazada por el mismo remolino placentero que cada día le costaba más trabajo reprimir. Las manos recorrieron la cintura, el vientre, los senos; abrió la boca para aspirar profundo, pero el agua la irrigó y el sabor a herrumbre la trajo de vuelta a la realidad. Estuvo a punto de maldecir. Escupió asqueada en el resumidero y salió de la regadera. Al secarse, se repitió el propósito de elevar una queja. Y si no le hacían caso, tomaría las medidas necesarias para acabar con este problema que no la dejaba vivir en paz.

Envuelta en la bata, fue a la cocina y puso agua a hervir en un olla. Esperó quince impacientes minutos. Sacó el agua en una taza y volvió al cuarto de baño a lavarse los dientes. Cada buche de agua le revolvía el rencor en el pecho.

Bebió un vaso de leche retrasando cada trago; pensaba cómo la ciudad era cada año un poco menos propia. Jamás imaginó que el agua de la cual siempre estuvieron tan orgullosos ante los forasteros, se convertiría en un asco. Si al menos hubiera servicio de agua embotellada, como en la ciudad de México -reflexionaba-, no sufriría tanto y Felisa no anduviera corriendo riesgos todas la mañanas al subir por la escalera de mano para purificar el agua.

Y como aún era temprano para que los funcionarios llegaran a sus oficinas, doña Irma buscó diluir el tiempo dejando algunos rastros de angustia con el plumero en los jarrones, y otra poca reacomodando las fotografías sobre el trinchador, y aún más distribuyendo ropa en el ropero. Cuando tuvo la certeza de que ya no podía esperar, tomó el teléfono y llamó al presidente municipal. El secretario particular hizo vanos intentos para evitar que la llamada pasara a su jefe, pues la insistencia casi histérica y la amenaza de doña Irma de ir en persona lo persuadieron de comunicarla con el Señor Presidente.

Y doña Irma narró detalladamente cómo un solar frente a su casa se había convertido en cueva de ladrones y depravados que por las noches molestaban a mujeres indefensas. Aprovechó la ocasión para quejarse del crecimiento de la ciudad y la oscuridad de las calles y reseñó las burlas y malos oficios de algún jovenzuelo que las noches de todos los viernes la asediaba. Y el presidente municipal musitaba: "Ajá, qué barbaridad, estoy tomando nota", y cuando pudo la interrumpió asegurándole que a partir de ese día una patrulla vigilaría el sector. Pero como el solar era propiedad privada, el municipio no podía cargar con los gastos de su limpieza, por lo cual enviaría un citatorio al propietario para que lo hiciera. "No se preocupe -reiteró-, estamos para servirla". Y le ofreció su teléfono particular para que lo llamara siempre que tuviera problemas. Le dijo adiós y colgó.

Doña Irma vio el reloj de pulsera y se dijo en voz alta:
-Qué cosas, una hora en el teléfono. Pobre hombre, a ver si no le quité mucho tiempo. Bueno, al cabo que para eso están en esos puestos. Que se frieguen, por su culpa estamos batallando con tantos problemas.

Y doña Irma levantó de nuevo el auricular para llamar a la Comisión de Agua Potable. Exigió hablar con el director y éste, que no era la primera llamada que recibía de la mujer, contestó de inmediato.
-A ver, doña Irma -habló seguro y recio-, qué nos pasa ahora.
-Mire, licenciado, ya sé que no me lo va a creer, pero...
-Le creo todo lo que usted me diga -atajó la catarata verbal con un dique-, pero dígamelo rápido porque tengo como diez personas haciendo antesala que solicitan hablar conmigo.
-De seguro esas personas se van a quejar del agua, como yo, -asestó- y eso me da de antemano la razón.
Doña Irma dijo que el gotero de agua que recibía apestaba a caballeriza, sabía a fierro oxidado, llegaba a ratos y sólo por las noches. Amenazó con que si no remediaban pronto ese innoble e insano sabor, llamaría a los periódicos para denunciar el pésimo servicio.

El director, cuya voz llegaba enérgica y galana, ofreció que inmediatamente mandaría a los técnicos a revisar la instalación de las tuberías y la calidad del agua.

La mujer alcanzó a escuchar, antes de que se cortara la comunicación, que el funcionario daba órdenes para que fueran a la casa de la señora a cumplir la promesa. Y ella pensó que ése si era un buen funcionario, aunque claro, faltaba ver si cumplía.

Acostumbrada a quejarse de la mala voluntad de los funcionarios, especialmente si eran hombres, se asombró de ver llegar dos a su casa, vestidos de overol, que se identificaron como técnicos de la Comisión de Agua Potable. Doña Irma se vio precisada a suspender la preparación de la comida para supervisar la actividad de los sujetos, no sólo para que hicieran bien su trabajo, sino para impedir algún abuso de confianza, hombres al fin. Observó cómo recogían muestras de agua del tinaco en tubos de ensayo y revisaban las tuberías que iban del tinaco a la toma de agua en la banqueta de la calle. Se sintió satisfecha al despedirlos y regresó a la cocina a continuar guisando.

La señora Irma Vanoye intentó dormir la siesta mientras el verano recalcaba que la tarde era la erupción de un calentador que sumergía a la ciudad en una gran piscina con casas y vehículos y edificios y gente aturdida nadando en luz solar ardiente, cuyas olas se introducían en los músculos de piernas y brazos, nublaban los ojos, reprimían el pecho y embotaban el oído. Del pavimento surgía el vaho tembloroso que escaldaba los pies. El silencio era la queja de hombres y mujeres; el sueño, la fuga temporal, recostados ante ventiladores cuyas aspas empujaban aire caliginoso. Y la señora Vanoye soportaba como todos, destilando sudor y sueños febriles.

Y en cuanto el sol perdía pequeñas dosis de su fuerza, acercándose a la sierra, los rostros ciudadanos asomaban a la calle, y entre ellos doña Irma, dispuesta a disputar el territorio al clima, regando la banqueta, lo cual le significaba la oportunidad de conversar con las vecinas, que por ahora se sumaban a los comentarios sobre el mundial de fútbol que todo el mundo celebraba en la ciudad de México y que había servido de pretexto para introducir la televisión en Ciudad Victoria.

Pero doña Irma no perdía su objetivo. Y se quejó con doña Lidia Navarro de las argucias de algún niño del barrio que desde hacía tiempo la atribulaba con bromas pesadas. La reja de la casa de la señora Navarro chirrió y su hijo, Daniel, salió empujando una bicicleta. Doña Irma lo vio y, levantando la voz, amenazó:
-¡Pero esto se acabó! Ya di aviso a la policía y yo misma estaré pendiente con la escopeta, que por cierto es de las pocas cosas que no se llevó el desgraciado de mi marido, para disparar al bromista que me tiene agarrada de su puerquito.

Lidia levantó una ceja y preguntó a su hijo:
-Daniel, alguien ha estado molestando a doña Irma. ¿Sabes quién?

El aludido montó en la bicicleta, mostrando una sonrisa ingenua.
-No -dejó caer el peso del cuerpo en el pedal y avanzó-, a lo mejor es un duende-. Y se alejó.

A doña Irma le dieron ganas de lanzarle una piedra al muchacho, pero se limitó a decir que "los jóvenes de hoy están cada vez peor de maleducados". Y la señora Navarro sonrió avergonzada.

Después de merendar, doña Irma prendió la radio, pero el teléfono sonó. Era el director de la Comisión de Agua Potable.
-¿La señora Vanoye? -preguntó-. Habla el licenciado Reséndez.
-Qué tal licenciado, dígame qué novedades me tiene -dijo doña Irma. La voz del hombre sonaba fría:
-Señora, me da mucha pena lo que voy a decirle. Créame que he dudado en llamarla, pero preferí que repitieran una pruebas de laboratorio para estar seguro. Se trata del agua de su tinaco. Encontramos ahí el problema.
"No me lo endulces"- pensó la mujer.
Y reclamó:
-Lo escucho.
-Mire, señora, creo que alguien se burló de usted. Según nuestros químicos, el agua de su tinaco contiene al menos un veinte por ciento de orines.

A doña Irma, la idea le llegó lenta y espesa como escurre la miel que empieza a cristalizar. Luego sufrió la sensación infantil de bajar rauda y sin frenos en una canastilla de la rueda de la fortuna. El mareo duró un momento, se repuso y exclamó iracunda:
-¡Pero si es el agua que ustedes me envían!
-No, señora -la voz del director de Agua Potable sonó irónica-, considere que el agua se manda a toda la ciudad. No tenemos capacidad para surtirla con el veinte por ciento de orines. Alguien los puso en su tinaco.

La furia de la señora Vanoye traspuso la educación y colgó violentamente. Se sentía poseída por la ira y la urgencia de justicia y venganza; juró que no le repetirían la injuria y trepó al ropero para bajar la escopeta. La cargó y la puso al lado de la cama. Sólo entonces notó que estaba empapada en sudor, lo cual acrecentó el odio, pues supo que no podía bañarse, que debía tirar el agua del tinaco y lavarlo antes de poder disfrutar de la regadera, del único refugio diario para la tristeza.

Más tarde, cuando la ciudad bostezó gracias al reloj de la catedral que anunciaba la penúltima hora del día, doña Irma se sentó en una almohada, recostada en la jamba de la puerta de la cocina, con la escopeta entre las piernas y la mirada absorta en el tinaco. Le pareció que el patio estaba mudo, concentrado en el bálsamo de la oscuridad, como si durante el día hubiesen enfundado la tierra en un manto de plástico, asfixiándola, y ella protestara su sed con silencio vaporoso. Y doña Irma, convencida de que había llegado la hora de terminar las agresiones, se quedó dormida, con el sueño del inquieto pájaro recién cautivo.

No supo si la despertó el tenaz crujido de las mandíbulas de hormigas triturando las hojas tiernas del durazno o el golpe seco en la tapa del tinaco. Doña Irma levantó la escopeta, pero el encogimiento de la duda en el estómago la obligó a elevar la voz:
-¿Quién anda ahí! -gritó sintiendo que el temblor en la voz la delataba. Una risita serpenteó hasta ella.
-Por Dios, Daniel, si eres tú, asómate, porque te juro que voy a disparar.
La risita subió un tono en la escala de la ironía.
-No me hagas esto, niño, no quiero hacerte daño.

La risita le llegó al oído como una carcajada sarcástica, aguda y atronadora.

Doña Irma levantó el arma y la acomodó al hombro. La duda quedó rota al escuchar el sonido del chorrito chapoteando en el agua.

El estampido despertó a los pájaros, hizo cantar a un gallo y los perros del barrio ladraron asustados. Se escuchó el rumor de pies sobre grava y de un cuerpo desposeído de vida cayendo en el precipicio. Inanimado, el cuerpo quedó en el piso. A la distancia, doña Irma lo contempló unos momentos, sentada en el quicio de la cocina, con la escopeta acurrucada como bebé entre los brazos. Apareció la luz en el cuarto de servicio y Felisa salió diciendo "Válgame Dios" y llegó hasta doña Irma para abrazarla y confortarla. Pero doña Irma estaba convencida de que sus males habían terminado, así que entre los brazos de la sirvienta cerró los ojos y se desvaneció con la pesadez del muerto que por nada del mundo cambiaría su posición en el féretro; se durmió cuando el viento empezó su labor nocturna y con frescura le abría la bata y hacía aletear arbitrariamente el pelo.

La despertó una parvada de luces rojas y ámbar que parpadeaban en el patio. Alguien daba explicaciones:
-El Comandante nos ordenó que patrulláramos el sector. Parece como si supiera que algo iba a ocurrir.

Doña Irma sintió que se había despojado de una costra. Salió a la calle para enfrentar a los policías y, más aún, a los vecinos con cara de espanto y sueño reunidos. La señora Vanoye, recompuesta y cerrada la bata, explicaba los hechos, cuando se detuvo sorprendida de ver entre los presentes a Daniel. Mientras el oficial entraba al patio a buscar el cuerpo, ella se preguntaba a quién habría matado.

El oficial regresó cargando un cuerpo no mayor al de un niño de cinco años. Se esparció entre la gente un murmullo de desaprobación. Pero cuando el cuerpo quedó expuesto sobre el suelo y el policía lo iluminó con la lámpara sorda, se convirtió en exclamación. Doña Lidia se recargó en su hijo para poder decir:
-Pero si es un enano.
Y alguien junto a ella completó la frase:
-Un enano azul.

Se soltaron las conjeturas y unos minutos después de que doña Irma se había ido con los policías a dar explicaciones, doña Lidia se dio cuenta de que su hijo lloraba sentado en la banqueta. Al preguntarle la causa, él se limitó a decir: -Mamá, ¿no crees que parecía un duende?

Cd. Victoria, Tamaulipas, 1956

Guillermo Lavín, México © 1998

guillermolavin@hotmail.com

Guillermo Lavín es un prolífico autor:
En 1994 el Fondo Editorial Tierra Adentro publicó su libro Final de Cuento; el mismo año la editorial Roca publicó Frontera de espejos rotos, volumen colectivo que incluye uno de sus cuentos. Es coautor de Tamaulipas, Tierra del Bernal, Cd. Victoria, Tam., 1986. En 1997 publicó el ensayo En el lomo del libro, editado por el CECAT, colección Letras en el borde. En breve aparecerá el libro de Cuentos El Final de una Larga Época.
Obtuvo menciones en el Concurso Nacional de Ciencia Ficción Puebla 1992 y en 1993, el segundo lugar en el Premio Nacional Kalpa de Ciencia Ficción 1992, y cuarto lugar en 1993. Ha sido finalista con tres cuentos en el Premio Más Allá de Ciencia Ficción y Fantasía, que otorga el Círculo de Ciencia Ficción y Fantasía de Argentina.
Su trabajo ha sido considerado en diversas antologías mexicanas, entre ellas: Más allá de lo Imaginado (Federico Schaffler, comp.), ed. Tierra Adentro, México 1991; Primer Foro de Cultura de la Frontera Norte de México, ed SEP, 1987(ensayo sobre la literatura tamaulipeca de 1880 a 1985); Entre el Pánuco y el Bravo, Orlando Ortiz, Consejo para la Cultura y las Artes de Tamaulipas, 1995; Tamaulipas: una literatura a contrapelo, en la colección Letras de la República; es coautor de Tamaulipas, Tierra del Bernal, con un ensayo sobre la literatura tamaulipeca, editado por el Gobierno de Tamaulipas en 1987.
Es editor y fundador de la revista literaria A Quien Corresponda, la cual obtuvo el Premio Tierra Adentro para revistas culturales independientes en 1992-1993 y en 1993-1994, y el Premio Edmundo Valadés 1996 y 98. Ha producido radio. Ha publicado cuentos en diversas revistas nacionales y regionales; entre otras: Cuento, revista de Imaginación; Ciencia y Desarrollo; Punto; Mar Abierta; Tamaulipas en la Cultura; A Duras Páginas; Umbrales; EstaCosa (revista de libre especulación); OtraCosa (para leerse en computadora);Blanco Móvil; Axxón (de Argentina); Revista Virtual AdAstra (España, Mayo de 1998) y en el suplemento de Siempre!.

Comentario del autor sobre el cuento:
Hace algunos años, quizá diez, un colega y amigo escritor se quejaba de que no podía escribir. "Es que no me sale nada", decía. Le repliqué afirmando que uno puede escribir de lo que sea y a partir de la nada. "Para muestra -le dije-, que te parece si imaginamos algo. Imagina que ahora mismo aparece ante nosotros un fulano de medio metro o menos de altura, de color verde o morado -mejor aún- y pasa frente a nosotros. Nos saluda, quitándose el sombrero, y sube caminando por la pared hasta desaparecer en el techo". Esta imagen perduró en mí y poco a poco se convirtió en cuento (Elmo: el significado del verano), pero, inconforme, pues la idea seguía viva, continué escribiendo cuentos hasta que se conformó un volumen de trece cuentos eslabonados, que narran una historia general.

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