Era su trabajo diario desde hacía un par de semanas agotadoras, y lo había sido por dos generaciones, en su familia, como si se tratase de una tradición, pues todo se debía al hecho de ser personas que no tenían más recursos que su fuerza, tal cual lo era una acémila. Él quiso y debía ser diferente, ya que en su interior sentía esa mezcla de sentimientos encontrados que lo rendían a un estado de ingrata impotencia y a ese profundo dolor que significaba luchar contra las calamidades de una suerte muy parecida a la de sus ascendientes.
Dos semanas atrás había culminado su ciclo primario de educación y cumplido once años, no había tiempo ni importaba ninguna celebración ante la premura de llevar un bocado a la mesa familiar y de adaptarse a esa madurez prematura que anulaba las fantasías de su ciclo natural con el efecto de una realidad monstruosa. Aparte de su crítica situación económica sabía o reconocía que el final de esa etapa estudiantil era la única meta a la que podía aspirar y que su futuro estudiantil en las aulas de un colegio era, evidentemente, más que una dificultad, un hecho imposible. Secó las lágrimas de sus mejillas y empezó a llenar nuevamente el saco con la roca destrozada y desparramada para continuar con su labor, pues aún le quedaban doce recorridos hacia el molino para completar el número de veinte sacos.
Más adelante, hacia la derecha y junto a la ribera del rio de cauce famélico, cien metros más lejos de la rudimentaria estructura del puente metálico, en esa parte de la ladera donde la hondonada era más extensa, su padre, un hombre maduro de unos cincuenta años, discapacitado por una atrofia muscular espinal heredada, meneaba en círculos una batea, con gran dificultad, intentando apartar el contenido arcilloso para reciclar una que otra pepita del preciado metal que paliaría un poco las grandes necesidades del hogar. Ese día parecía que la suerte se había sublevado a responder positivamente a la familia.
Él sabía de la presencia de su progenitor por los largos y agudos chiflidos que éste le dirigía, de vez en cuando, y que lo acompañaban en su rutina cotidiana cuando atravesaba el puente de extremo a extremo hasta donde se encontraba el molino. Los chiflidos de su padre eran como música cariñosa para sus infantiles oídos.
El poderoso sol de mediodía ardía en la atmósfera y dilataba los poros con el ácido de sus rayos, lastimando y dorando la piel como un brasero insoportable. Tanteó la funda de la cantimplora que colgaba en su cintura y sacó el recipiente para beber dos grandes tragos del agua del río contaminado con plomo -con la que la había llenado- para saciar la sed que lo ahogaba. Luego se mojó la cabeza y estuvo listo para continuar su tarea.
Antes de seguir echó una ojeada hacía una columna de pequeños loros alborotados que pasaron casi encima de su cabeza, velozmente, emitiendo un escandaloso bullicio. Hizo como si tuviera una resortera en las manos, apuntó detenidamente en dirección de las aves hasta que se perdieron de su vista, sonrió inocentemente y bajó las manos para anudar la boca del saco.
Se agachó con tranquilidad y levantó con mucho esfuerzo y entusiasmo la pesada carga sobre sus hombros. Semanas atrás, junto a su padre, habían rogado a un capataz de cuadrilla que le permitieran trabajar en el transporte de los sacos pequeños de la roca destrozada y no iba a desaprovechar esa oportunidad a estas alturas, peor aún cuando los muchachos mayores se habían burlado de él un par de veces calificándolo de flojo.
Se encontraba a sesenta metros del molino, estaba solo: un extraño presentimiento voló por su imaginación, y sintió miedo de algo desconocido y sobrecogedor que perturbó profundamente su remozado ánimo.
Su padre debía estar en el mismo lugar, ya lo había escuchado anteriormente en siete ocasiones, debía estar allí, sí, estaba seguro de ello pero no escuchaba aún su chiflido.
El vértigo del esfuerzo desequilibró sus pasos; de pronto sintió un leve crujir de huesos en la columna, avanzó tambaleándose unos cuantos pasos hasta dar a la orilla del camino y cayó por la hondonada baja que daba al río, adolorido, junto al pesado saco de los pedazos de roca destrozada que lo iban golpeando en la rodada.
Bajaban, velozmente, saco y niño, por la inclinada ladera y, mientras se iba hundiendo en un mortal desvanecimiento, parecía escuchar un silbido largo y agudo que lo acompañaba desde lejos, muy lejos, inciertamente lejos.
Martin Clemente Zambrano Astudillo, Ecuador © 2016
martinzamb_1@hotmail.com
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