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¡Qué bueno que no llovió!

Amaneció como amanecía cada día, como cada mañana, frío y con ganas de limpiarnos las lagañas mis hermanos y yo. Caímos en cuenta que así se habían pasado ya varios años y que mi hermano, el mayor, tenía veinte años; el otro hermano, el de en medio, tenía dieciséis; y yo, el más pequeño, estaba en mis catorce. Rumbo al corral íbamos los tres cuando nos habló mi apá que ya mi amá tenía prendido el comal y que las tortillas estaban gordas de vapor y listas para ser devoradas. Todos corrimos a un tiempo, pero claro, mi hermano José, el mayor, en vez de correr, voló hacia la cocinilla. Mi madre ya tenía cuatro platos servidos y en el texcal tortillas ya cobijadas por una servilleta que ella misma había bordado a mano.

—Gracias madre —dijo Efraín.
—Gracias de qué —replicó mi amá—. Apúrense que tienen que ensillar las bestias. Ya tu apá está sacando los bultos de fertilizante a la calle para cargar los animales. Hoy dijo que se iban a ir al filito donde tiene sembrado el pepino, y que mientras él cajetea las plantas de pepino, ustedes van a fertilizar el desmonte de la loma de enfrente.

Lo que no se daba cuenta mi ama es que era domingo y que nadie tenía ganas de trabajar, ni las bestias que hasta se escondían, arrinconadas en lo ancho y largo del corral.

—¿Y por qué no dejamos este trabajo para mañana, apá? —preguntó José, el mayor.

A lo cual intuyó mi apá: —no, mañana vamos a ayudarle a tu tío Federico a cambiar un ganado de la parcela del Guayabo a un potrero que acabó de rentar cerca del pueblo. Tu tío me dijo: "Ponceano, mañana voy a ocuparlos para que me ayuden a mover unas vacas, este potrero que acabo de rentar está más cerca de la casa y no tengo que lidiar con la distancia de subirme al Guayabo con mi señora a cada rato (lugar que estaba en el cerro del mismo nombre). Ayer hablé con Pancho, y me dijo que este potrero tiene bastante pasto, y que tiene un corral donde ordeñar, con carril de fierro y que está muy bien acondicionado para estas aguas. Si bien recuerdas, el año pasado que le renté la parcela a Octavio, no me salió como yo había pensado la tandeada, y en vez de ganarle algo, le salí poniendo al pinche negocio. Por asno, por jumento, si tú, Ponceano, me decías que esa tanteada no me iba a convenir y como si hubieras sido un matusalén, no me salió".

Acabamos de desayunar, yo sólo me comí cinco tortillas, la canela con el pan dulce, y no pudieron faltar unos refritos que hizo mi amá con queso. Mis hermanos también comieron bien, y mi apá ya había sacado las bestias del corral y las había enfilado para cargarlas con los bultos de fertilizante. Llevábamos cuatro bestias, una mula, un macho y dos asnos, que parecía una caravana no muy ecuánime pero divertida. Mi apá iba jalando las bestias rumbo al lugar donde íbamos a fertilizar, mientras nosotros jugábamos carreras entre las veredas. Usualmente caminábamos como una hora y media para llegar al desmonte. Eso tardó mi apá, pero nosotros tardamos la mitad de eso porque íbamos como un río desbordado en tiempo de aguas. Como era todo el tiempo, mi hermano José había llegado a la cima en primer lugar, yo en segundo y mi hermano Efraín se había quedado en tercer lugar. Esa fue la última vez que recuerdo haber llegado en segundo lugar aquel año, porque después era yo el que llegaba en primer lugar.

Lo malo de esto fue que cuando mi apá llegó al desmonte, nos dio una regañada fea que hasta ahora no se me ha olvidado.
—¡Chamacos pendejos! —nos dijo mi apá—. Por andar jugando carreras se les olvida que tienen que estar al pendiente de estos animales que ya saben que no son mansos. El jijodelachingada macho arrayán empezó a correr como alma que lleva el diablo y no lo podía alcanzar, tuve que amarrar las otras bestias para ir por él. Por puritita suerte, iba pasando Heraclio, el que vive en la casilla de la barranca, y detuvo este animal que iba desmentido por el camino. Cuando yo llegué, ya Heraclio lo tenía amancornado a su caballo, y le estaba arreglando la carga porque se le había ladeado. Lo peor de eso fue que este jijodesupinchemadre animal se arrepegó a la cerca y abujeró un costal. Gracias a Heraclio, que tenía un costal de más, y me ayudó a cambiar el polvo, que si no, qué reguza se hubiera hecho en el camino. ¡Hubiera llegado sin nada de fertilizante! ¡Pa’ ver si me dejan de jugar esos jueguitos de carreras, y se van conmigo!

Le dijimos a mi apá que no jugaríamos más, por lo menos ese día.

Nos llevamos las cuatro bestias al filito de enfrente, y mi apá se quedó a limpiar el pepinar. Cuando caminábamos a donde íbamos a fertilizar, las nubes empezaron a cambiar de color, como cuando un camaleón cambia de traje. Se obscureció como por una hora, y el clima cambió totalmente, de cálido a frío. Descargamos las bestias, tirando dos bultos a cada 20 surcos de distancia y las amarramos lejos de la milpa. No las desensillamos porque no íbamos a estar todo el día en el desmonte como otros días. Me dijo mi hermano, solo aflójales el cincho y quítales el freno. Eso fue lo que hice. Cuando llegué de regreso a donde estaban, ya habían abierto los dos bultos de fertilizante y me tenían una cubeta al ras de polvo. Así fue como empezamos a fertilizar aquel desmonte. El cielo seguía negro, y mis hermanos y yo estábamos preocupados porque, si llovía, el fertilizante se iba a deshacer, y lo peor de todo es que no traíamos nailos para tapar los bultos.

Me dijo mi hermano:
—Daniel, si ves que empieza a llover, vas a avisarle a mi apá que se venga a ayudarnos.

Yo respondí que eso haría. Una hora pasó, y nada de lluvia, y yo en mi interioridad del pensamiento pensaba en aquel cuento de Cervantes, “El coloquio de los perros”, mientras fertilizaba. Y este cuento se me había venido al arca del pensamiento porque escuché ladrar unos chuchos en la barranca, y me preguntaba qué tan buenos eran esos perros y si de verdad estaban ladrando o estaban gritándose uno al otro. Porque según lo que decía Cervantes, los perros en su cuento podían hablar y decirse el uno al otro de los males y bienes de sus amos. Yo estaba en ese pensar tan alucinado, que no me di cuenta a qué horas habíamos terminado de tirar seis bultos de fertilizante. Y como siempre nos la pasábamos jugando carreras, mi hermano Efraín dijo:
—Daniel, José, ¡el que termine al último, compra las cocas y los panes en la tarde!

Me tuve que despertar de esa alucinación y moverle a tirar el fertilizante más rápidamente. Al cabo de cuarenta minutos, ya habíamos terminado de fertilizar el desmonte y nos había quedado casi medio bulto. Yo terminé en primer lugar, y mis hermanos me dijeron que era tramposo. Que había quedado en primer lugar porque mi cubeta estaba más chica, pero yo les dije que yo no había escogido nada, que cuando había regresado de amarrar las bestias, esa cubeta me habían dejado. Mi hermano José se quedó con el segundo lugar, y el que había hecho la apuesta compraría los panes y las cocas por la tarde, una vez que estuviéramos de regreso en la casa.

—José, ¿por qué no te adelantas con Daniel y te llevas ese fertilizante que sobró mientras yo voy por las bestias? —dijo Efraín.
—Está bien —respondió José, y nos fuimos al pepinar él y yo. Ahí estaba mi apá con el azadón a dale y dale, sacaba su paño y se limpiaba el sudor de su frente. Cuando miré a mi apá, recordé a Batiste, el protagonista de La Barraca, de Vicente Blasco Ibáñez, porque, al igual que este personaje, mi apá era trabajador y de buen legado. Se me vino en mente como Batiste trabajó día y noche en aquellas tierras que dejó el tío Barret a su muerte, y su llegada a ellas fue muy próspera. Fue solo eso lo que recordé al ver a mi padre sudoroso y lleno de transpiración.
—¿Cómo les fue? —preguntó mi apá.
—Bien, acabamos de fertilizar el filito del puerto, y hasta sobró casi medio bulto de fertilizante —dijo José.
—Y Efraín, ¿dónde está?

Yo le dije a mi apá que se había ido por las bestias pero que ya no tardaría en llegar.
—¿Y qué hacemos con el polvillo, apá? —dijo José.
—Empiecen a fertilizar las matillas de pepino mientras llega Efraín, ya es hora de irnos a comer, ya se está metiendo el sol —ese sol que se cobijaba y se descobijaba con las nubes que parecían algodón de pochote.

José y yo empezamos a echarle el polvo que sobró a las matillas de pepino, mientras mi apá acababa de escardarlas. Era una melga de más de doscientas plantas, y el fertilizante no iba a ser suficiente, así que mi apá nos dijo que le echáramos hasta que se acabara. Apenas estaba floreando, y se miraba que dentro de una o dos semanas habría pepinos a morir, claro, si la plaga no les llegaba primero. Pero no creo que sucediese eso porque mi apá estaba muy al cuidado de ellos y hacia una semana que había rociado líquido para todo tipo de maleza y plaga. Yo me estaba imaginando que dentro de muy poco tendríamos pepinos no solo para vender, sino que también para hacer un buen pico de gallo en la casa con toda la familia. De tan solo pensarlo, se me había hecho agua la boca y es que la última vez que sembramos pepinos mi hermana, Jacinta, partió como veinte pepinos, cinco jícamas de agua (que nos habíamos llevado sin pedir de las tierras de don Juan Melgoza) y como diez naranjas (también robadas de la casa de Chimina). El punto fue que Jacinta había hecho una salsa de chile verde (jalapeño, ajo, limón, sal y unos cominos, todos molidos), muy picosa, y nos habíamos dado una enchilada todos los de la casa, hasta mi apá que sólo se comió la pura naranja porque no podía morder nada. Mi apá se estaba quedando chimuelo, jugueteaba con un solo diente en la parte inferior de la encía. Lo afilaba todos los días como cuando uno afila un azadón. Eso estaba pensando cuando vimos a Efraín llegando con las mulas y una víbora de cascabel.
—¿Y eso? —le preguntó mi apá.
—Una culebra, jefe. Ahí me la encontré en el parejillo que se hace al cruzar el falsete, iba saliendo del guarda ganao. Le di un balazo en la mera moica.
—Ya te dije que no andes cargando esa arma, mejor traite el rifle de diablos, ese, el gobierno no te lo quita —le dijo mi apá a Efraín.
—Ya aquí la traigo apá, ni modos. Si no la saco acá pa’l cerro, no la voy a sacar cuando vaya a la plaza a dar la vuelta. Aquí es dónde se ocupan estas armas apá, allá en la casa se enmohecen, no sirven. Ya ve que la otra vez se nos fue ese venado que quería matar a pedradas, y si me hubiera traído el revolver, ya hubiéramos comido carne de venado, pero es necio usted.
—Tienes razón —dijo mi apá—. Las armas son para traerlas acá y ver qué se nos atraviesa. Vámonos que ya hace hambre.
—¿Y la víbora? —pregunté yo.
—Métela a un costal —me dijeron los tres en una voz unísona.

Cuando bajamos ya casi al pueblo, el cielo estaba claro otra vez, y a pesar de que estábamos cansados, arriba de las bestias no sentíamos el cansancio. Íbamos contentos, chiflando y cantando los cuatro. Me acuerdo de los versos de esa canción que iban más o menos así:

Rancheros de corazón
Nacidos en las barrancas,
A veces perdidos en razón
Como potros brincamos trancas,
Y es que, si nos llega la pasión,
Nos morimos por unas enancas.

Rancheros de corazón,
Rancheros y muy honrados,
A la vida le bailamos cualquier son
A pie o a caballo montados,
Y es que si nos llega la pasión
Del juicio estamos cegados.

Rancheros, rancheros,
Rancheros de trabajo,
Rancheros, rancheros,
A ningún patán me le rajo.

Con esos versos nos fuimos cantando rumbo a la casa, mientras yo en mi cabeza decía: "¡Qué bueno que no llovió! ¡Qué bueno que no llovió! ¡Qué bueno que no llovió!"

Luis Miguel Herrera Bejines, México © 2023

uismiguel@yahoo.com.mx
lherrer@uwo.ca

Luis Miguel Herrera Bejines es oriundo de Aguililla, Michoacán, México, y actualmente reside en London, Ontario, Canadá, donde estudia un doctorado en Estudios Hispánicos y Migración y Relaciones Étnicas (Migrantion and Ethnic Relations) en la Universidad de Western Ontario. Su tesis se desarrolla en torno a la migración en la literatura de Guinea Ecuatorial, específicamente en la obra novelística del escritor Donato Ndongo-Bidyogo. Como poeta y escritor, ha sido influido por Rulfo, Arguedas, Cervantes, Borges, José Rubén Romero, Gracián y un centenar de escritores, poetas y artistas de toda índole. Le interesa el cuento, la poesía, los haikus y la novela. Actualmente está editando un puñado de cuentos para su posible publicación en una casa editorial en Uruapan, Michoacán. Ha publicado cuentos y poemas en Estados Unidos, México y Canadá.

Lo que el autor nos contó sobre el cuento:
“Qué bueno que no llovió” tiene como locus la zona rural de México, lugar donde tres adolescentes le ayudan a su padre con las labores del campo, mientras compiten entre ellos sobre quién es el mejor. Si algo cabe resaltar sobre el cuento es el contacto con la naturaleza, es decir, con la flora y fauna del lugar. Este cuento es una manera de acercarse a la memoria como generador de posibles mundos, así como del ayer de manera nostálgica y peregrina. En cierta manera puede decirse que este cuento es autobiográfico y, si no lo es, por lo menos se acerca a este género. Su narración, entre primera y segunda persona, hace que el cuento sea más íntimo y personal. Podemos decir por último que “Qué bueno que no llovió” retrata un cronotopo de un tiempo y un espacio inamovible, que solo se puede llegar a él a través de la memoria.

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