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Raso azul

Sólo los pájaros cantaban aquella mañana. El silencio en la casa reinó a partir de aquel día. Clara había partido de madrugada. Sin despedirse de mi. En el polvoriento camino todavía podían verse con claridad las huellas de aquellos zapatos que le regalé hace algo más de un mes. Sólo los pájaros cantaban pero yo escuchaba la voz que me había despertado durante los días más felices de mi vida.

Como todos los sábados del mes de agosto fui al mercado de Villapeña. Los tenderetes en las calles le daban un aire de bazar marroquí. Las verduleras voceaban sus productos con desesperante insistencia. Paseando por entre los puestos disfrutaba de la fiesta en que se convertía aquella actividad y la repetía semanalmente más por el placer de ver a las coloradas y gordas mujeres que por comprar algo que realmente me hiciese falta. Su falta de pudor a la hora de ofrecerme el pescado o la carne me divertía enormemente y les azuzaba con malicia para animarlas a discutir.

- Esta semana lo tienes todo caro, Manuela. Esa carne la acabo de ver mejor y más barata en el puesto de Nicolasa.
- Me cago en la pena gitana, señorito - me contestó airada - mejor carne no la hay en toda la provincia y al precio no le vaya a poner pega, que la calidad se paga y sinó coma de lo que le venda esa bruja.
- No le haga caso señorito - gritó la otra - que de buena tinta sé que es el mismo cerdo que el mío pero mal capado y con sabor a cabrón.
- Para capado tu marido que al llegar se va a la taberna y te deja el trabajo a ti.

Así las dejé acercándome a los puestos de ropa. De todo se podía ver colgado de los hierros que formaban las tiendas. Una colección de sujetadores de dimensiones desproporcionadas inauguraban el paseo que formaban los vendedores de pantalones, camisas, p añuelos, gorros y demás atavíos.
Me paré en el puesto de las sandalias. De cuero y con broche metálico suponían una prenda que nunca me gustó. Me parecía ridícula la manera de andar de quien las llevaba.
Una mujer, sentada en el taburete se probaba la prenda en presencia de su marido que con la ceniza de su cigarrillo iba quemando un pañuelo del puesto de al lado. Mientras tanto el hombre charlaba distraídamente con el vendedor de aquellos horribles zapa tos.

Ya estaba lejos de las sandalias cuando escuché los airados gritos de una joven que discutía con un tipo gordo. Me acerqué por curiosidad y vi al obeso vendedor acusando a una mujer, casi una niña, de haberle intentado robar.

- Vas a tener que pagar los zapatos - decía el gordo - me has rayado la suela y eso ya no tiene venta.
- Suélteme - le decía la chica al vendedor, que la tenía asida por una mano - suélteme o llamo a la Guardia Civil.
- A la Guardia Civil voy a llamar yo si no me pagas los zapatos, ¡ladrona!
- Yo no he robado, sólo quería saber si me encajaban.

No se porqué, pero quizá por compasión decidí pagarle los zapatos a la joven.

- Bernardo - le dije al gordo vendedor, que era viejo conocido - yo te pago los zapatos y se olvida la disputa.
- Son de cuatrocientas Don Antonio, las más caras de la parada.
- Toma cuatrocientas cincuenta y deja a la zagala que no trae cuenta tan poca plata.
- Para usted no Don Antonio, pero a mí me cuestan de ganar.

Bien pagado el grasiento personaje calló en su reclamación y echó de allí a la supuesta ladrona.

La muchacha, con la cabeza gacha, murmuró un escueto "gracias" y echó a correr calle abajo sin dejarme opción a dirigirle alguna palabra.

Reaccioné si pensar y la seguí por el empinado camino.
Sólo al final, cuando ya no me quedaba resuello se paró y me gritó

- Y ahora que quiere. Ya le he dado las gracias.
- ¿Quien eres? - le dije sin saber en verdad lo que quería.
- ¿Quien es usted? - me contestó
- Soy Antonio, Antonio Cercedo.

Ella guardó silencio y volvió a agachar la cabeza.
La invité a acompañarme a mi casa pero no quiso.
- Si quiere convidarme a comer vamos a la Venta de La Virgen.
- Vamos si quieres, pero espera que me recoja mi cochero.

Ya se acercaba José, el cochero, que me había visto salir corriendo tras la muchacha.

Subimos en el coche y nos dirigimos a la Venta.

Allí me di cuenta de que clara no era una mujer normal.
Su rubia cabellera, algo desmarañada reflejaba el sol de medio día evocando la presencia de una diosa mitológica.
Los labios, ahora entretenidos en la comida, invitaban al beso con una voluptuosidad propia de una Vestal.

No probé bocado entretenido en su imagen. Pregunté por todo lo que en ese momento me parecía importante y ni una sola vez me miró al contestar.

Sólo al final, cuando le invité a quedarse conmigo, me miraron aquellos ojos azules.

- No sabe quien soy - me dijo - Ni siquiera ha preguntado mi nombre.
- ¿Como te llamas?
- Clara
- ¿Sólo Clara?
- Por ahora sí, sólo Clara.

Hizo una larga pausa, con la mirada fija en mi rostro me dijo - Quiere que me valla a vivir con usted, a su casa. ¿Y su mujer?
- No tengo
- No tiene mujer - exclamó - Pues ¿que edad tiene que no está casado?
- Treinta y cinco

Treinta y cinco años en la vida de un hombre sólo dan para aprender de los errores y en aquel momento veía la lección más interesante de mi vida.

Clara y yo charlamos, al ritmo del trote de los caballos, durante los cinco kilómetros que nos separaban de mi casa.

Mi casa es grande. Coronada en lo alto por una torre, permite ver con claridad todo el valle. Al fondo, Villapeña salpica el verde de los pinos con tonos ocres y rojizos.
La carretera de tierra que conduce hasta Retama, que así se llama mi casa, serpentea entre moreras y castaños que en otoño tapizan el polvo de hojas y frutos aplastados.
Clara sacó la cabeza por la ventanilla del carricoche al ver acercarse, como si estuviese viva, la impresionante casa.
Yo la miraba, casi embrujado, cuando volvió a dirigirse a mi con la primera sonrisa que vi en sus labios.

- ¿Tiene palomas?
- Sí. Tengo muchas.
- ¿Y perros?
- Cuatro.

José, el cochero, paró en la puerta de la casa.
Al entrar en el recibidor Clara se quejó de que sus vestidos eran viejos.
- Ven conmigo - Le dije.
Subimos las escaleras, de madera antigua que crujía bajo nuestros pies, como si se quejase al despertarla con nuestros pasos.
En la habitación de mis padres había de todo y allí quedó Clara, sola, buscando algo que ponerse para comer.

En la sala estaba rodeado de libros. Sentado en un sillón miraba las estanterías llenas de polvo. Cientos de volúmenes, con lomos de cuero, forraban las ásperas paredes de la estancia. Sólo algunos había leído. Mis veranos en Retama los había dedicado a descansar y a dejar pasar el tiempo sin más preocupación. Me gustaba sentarme en la terraza y pensar. Perdí a mi familia muy joven. Siempre sólo, rodeado de servidumbre y maestros, fui perdiendo el contacto con el mundo. Mi tía Pura, "La Casta" como le ll amaban en el pueblo, fue la encargada de proporcionarme una educación. Venía cada dos meses a Madrid para ocuparse del trato con los bancos y cuando terminaba se volvía a Benidorm, donde gozaba de tranquilidad y curaba un asma que arrastraba desde la niñ ez. Todo su cariño se reflejaba en cien duros que le daba al abogado que se encargaba de mi, para que me los administrase con prudencia. El abogado, Fermín Tahoces López, regía los negocios familiares y hasta su muerte, nuestro dinero menguó como crecía s u fortuna.
Con veintidós años me licencié en derecho por recomendación de don Fermín. Y ahora me dedico a negociar nulidades matrimoniales.
Llamaron a la puerta de la sala. Clara se había vestido con un traje blanco, casi de marfil. Nunca lo había visto puesto en nadie.
- No tengo hambre - me dijo.
- Yo tampoco. Si quieres podemos ver los perros y los palomos.
Clara rió.
Dedicamos aquella mañana a visitar, uno a uno, todos los rincones de la casa. Descubrimos juntos multitud de detalles que nunca había sido capaz de ver. Las columnas, las cortinas, los jarrones. Todo tenía interés para ella. Pero lo que más le llamó la a tención fueron unas zapatillas azules que había dentro de una caja vieja. Unas zapatillas de ballet cuyas cintas estaban atadas entre sí.

- ¿Las quieres?
- ¿Me las regalas?
- Sí, espera y te las pruebas - empecé a deshacer los lazos.
- No - gritó - déjalas unidas - estas zapatillas tienen dentro una historia y si yo me las pruebo perderán todo su pasado.

No se a quien pertenecieron las zapatillas, pero Clara las volvió a introducir, con mucho cuidado dentro de su caja.
Clara me miró y me dijo - Seguro que quien las llevó pasó sus mejores momentos dentro de ellas.
Seguimos la inspección de la casa, pero ya nada llamó la atención de Clara.

Aquella noche, después de cenar salimos a dar un paseo.
Sin darnos cuenta caminábamos muy juntos. Tanto que, al poco, nos rozábamos y andábamos torpemente. Hablábamos de simplezas; de los perros y de los palomos.
Reíamos por cualquier tontería con risa forzada. Ninguno de los dos se atrevió a trascender en la conversación.

Su habitación quedaba muy cerca de la mía. Apenas cinco metros una puerta de otra. Nos despedimos mirándonos a los ojos y cada uno entro en su dormitorio. Ella con la caja y las zapatillas y yo con la ansiedad de algo que no me atrevía a confesarme.

El techo de mi habitación me parecía aburrido después de varias horas mirándolo. La lámpara de araña parecía que se movía y al cerrar los ojos veía la luz de sus velas impresas en mi retina.
No pude esperar más y me decidí a invadir la habitación de Clara.
Me calcé unas zapatillas de felpa y abrí la puerta.
Tras ella, los ojos azules y la melena rubia de clara rompían la oscuridad del pasillo.
Hasta el alba tuve tiempo de memorizar el olor de su cuerpo. Un aroma que ahora añoro y recuerdo desesperado.

Por la mañana Clara parecía otra. Alegre y sonriente llamó a mi puerta para despertarme y tras varios intentos conseguí levantarme.

Aquel día se inició una nueva vida para mi. No sólo cambió mis costumbres sino que todos los que me rodeaban acusaron su presencia en la vieja casa.
Poco a poco me fui acostumbrando a su alegría desmedida en cualquier hora del día. Pero me intrigaba las horas que pasaba sóla, en su habitación, sin hacer ningún ruido.

Durante varias semanas no hubo más visita que las de los ambulantes que llegaban en sus carros llenos de comida y cacharros de cocina. Clara se encargaba de hacer las compras y de vez en cuando iba, acompañada de José, hasta Villapeña a comprar.
En el pueblo se murmuraba sobre la ladrona de zapatos que ahora era la concubina de Cercedo.
Esto era algo que nunca nos importó y nunca se le negó nada a Clara en Villapeña.
Aquel domingo por la tarde subimos hasta la torre. Desde allí escrutamos el paisaje punto por punto identificando cada casa o cada figura que se adivinaba como un vecino.
Por la carretera que llevaba al pueblo vimos un coche tirado por dos caballos que se acercaba a Retama.

- Alguien viene - dijo Clara.
Una nube de polvo se levantaba por la carretera que accedía a la casa. Los perros, en el corral, ladraban alarmados.
Las visitas en Retama, salvo las de los ambulantes, no eran habituales y los perros conocían el sonido y el olor de cada uno de ellos.
Un cochero polvoriento, cubierto con un gorro gris paró en la puerta a los caballos.
Una figura encorvada bajó la escalerilla. Tras ella el cura de Villapeña con su sotana negra y un sombrero decimonónico.

La figura encorvada tosía apoyada en el clérigo mientras subían las escaleras de la casa.
Bajamos Clara y yo para recibir a los recién llegados, pero ella prefirió quedarse en su dormitorio.
- Buenas tardes Antonio - escuché antes de ver quien había llegado.
- Buenas tardes Padre - contesté sin llegar todavía a verle mientras bajaba la crujiente escalera.
- Buenas tardes Antoñito - dijo una voz cazallosa.
Miré, por fin, a la cara de la encorvada figura y encontré un rostro arado de arrugas y, escondidos tras unos lentes, unos turbios ojos enrojecidos por el polvo del camino.
- Buenas tardes tía Pura.
"La Casta" y el cura me miraban inexpresivos desde abajo.
- ¿A que debo el honor?
- A tu mala cabeza hijo. - mi tía me miraba seria.
- Vamos donde podamos hablar tía, usted también padre, pasen a la biblioteca.
Apoyada en el brazo de Don Manuel "La Casta" entró en la sala y sentó su esquelético cuerpo en un sofá muy bajo. Allí embutida, casi hundida, daba la impresión de que se iba a sumergir en el mueble. Don Manuel cogió una silla y se sentó junto al ventanal que daba al patio de los perros que seguían ladrando alarmados.
El cura miró por los cristales y movió la silla hasta el tímido rayo de sol que entraba todavía por ellos.
- Me escribió Don Manuel para contarme tu licenciosa vida. ¿Dónde está esa fulana?, Antoñito.
- No es una fulana tía. Es mi invitada.
- No me repliques, Antonio. El pueblo es un clamor desde que vive esa mujer contigo. Sé, por Don Manuel, del incidente vergonzoso del robo de los zapatos; y que tú evitaste que la denunciasen por ladrona.
- ¿Dónde está esa muchacha?, Antonio - insistió el cura.
- Está arriba en su dormitorio.
- ¿En su dormitorio? - dijo mi tía - ¿Duerme en una habitación que un día fue de alguien de nuestra familia?
- Sí tía. En tu habitación.
- Que baje - dijo el clérigo.
- ¿Quién es usted para dar órdenes en esta casa?, padre
- ¡Antonio! - gritó "La Casta".
En aquel momento apareció Clara, como una diosa, en la puerta de la biblioteca. Llevaba el traje de marfil que se puso el día de su llegada. El rayo de luz que entraba por la ventana se reflejaba en su pelo y lo convertía en un halo sobrenatural.
- Buenas tardes señores.
Mi tía no se movió pero el cura palideció y su cara se tornó en una mueca de estupidez. Su cara de bizcocho, y su nariz enrojecida y aplastada resultaban cómicas mientras miraba absorto a Clara.
- ¿Esta es tu concubina? - dijo mi tía insolente.
- No es mi concubina. Es mi invitada.
- Buenas tardes - dijo el cura que todavía no había reaccionado.
Se levantó de la silla y con el sombrero inquieto entre las manos no sabía qué más decir.
Clara permanecía impasible en la puerta y no hizo más comentario.
- Nos tenemos que ir - dijo de pronto Don Manuel.
- Pero si todavía no hemos hablado de nada - le contestó mi tía.
- No recordaba que tengo una visita importante a esta hora y ya llego tarde.
Con gran esfuerzo por parte de ambos, Don Manuel ayudó a levantarse a tía Pura. Sin otra palabra que mediase se despidieron de Clara con un escueto adiós, no sin antes mirarla de nuevo el cura con esa expresión boba.
Ya en el coche mi tía volvió a toser y me dijo:
- Me hospedo en casa de Don Manuel. Ven mañana a verme. Solo. - puntualizó.

De nuevo se levantó el polvo del camino al paso de los caballos y se alejaron sin más.
Cuando subí a la biblioteca ya no estaba Clara. Ni en su habitación.
Por la ventana pude ver que jugaba con los perros en el patio y bajé corriendo las escaleras.
- No hagas ningún comentario - me dijo jugando todavía.
Aquella noche no visité su cama incapaz de encontrar alguna solución.

Al día siguiente partí con José hacia la casa del cura.
Mi tía me esperaba sentada en una mesa mientras desayunaba.
- Siéntate Antoñito. Yo se que no es culpa tuya. Esa mujer te tiene atontado y tú eres un infeliz que no te sabes defender.
- Yo no tengo nada de que defenderme, tía. Si Clara vive en mi casa es por que yo quiero y quiero casarme con ella.
- ¿Casarte? Si apenas la conoces, pues por lo que sé sólo hace dos semanas que vive en Retama.
- Es igual. Lo que conozco me basta y es mi elección.
- Don Manuel ha tenido que salir precipitadamente. Dijo que tenía una extremaunción inesperada y salió poco antes de llegar tú. Si estuviese aquí, el podría ayudarme a sacarte de tu obcecación.
La conversación siguió durante toda la mañana. A la hora de comer llegó el párroco y acertó sólo a decir un distraído - Buenos días - y siguió su camino hacia el interior de la casa.
Tía Pura se despidió de mi avisándome de su próxima visita.
- Si es para esto mismo, tía, no vengas, por favor. Mi decisión está tomada y no serás tu quien me haga cambiar de idea.
El camino de vuelta se hizo largo deseando ver a Clara. Las hojas de los árboles ya empezaban a amarillear y los paisanos recogían los frutos en cuadrillas. Los hombres saludaban sonrientes y las mujeres se limitaban a mirarme. Estaba claro que en pueblo era tema de conversación mi vida.
No salió Clara aquel día a recibirme en la puerta. Sólo los perros acudieron a mi llegada.
Subí a la habitación para cambiarme y en el pasillo vi la luz que salía por entre las rendijas de la puerta de Clara. Llamé.
Abrió la puerta pálida pero sonriente.
- Hola Antonio
- Hola Clara
Sin mediar más palabra me abrazó y besó.
- ¿Qué te pasa? - le pregunté.
- Nada, no me pasa nada.
La comida transcurrió en silencio. Ella no me preguntó y yo no quise hacer comentarios sobre mi conversación con tía Pura.
Aquella tarde la pasó en su habitación.
Nunca había podido saber qué hacía durante horas encerrada. Tampoco había querido estorbar su intimidad. Pero aquella tarde subí a espiar a su puerta. Sólo pude ver una sombra que se movía rápida y tapaba el hilo de luz que filtraban las rendijas.
Subí a la torre con la esperanza de ver desde allí el interior del dormitorio.
Entre las cortinas pude ver a Clara desnuda, bailar únicamente con las zapatillas azules que le había regalado.
Por la noche y obsesionado por la visión de su cuerpo acudí a su dormitorio como otras muchas veces. Pero aquel día la puerta estaba cerrada.
Llamé quedamente.
- Vete - me dijo.
- Clara, abre la puerta.
- Vete por favor.
No tuve más remedio que volver a mi habitación. Triste y pensativo sólo pude conciliar el sueño a última hora, cuando los rayos de sol empezaban a despuntar por encima de los pinos.
Unos golpes me despertaron.
- Abran a la Guardia Civil - escuché desde mi habitación.
Bajé medio desnudo por la escalera, mientras me ponía una bata.
- Un momento por favor.
Abrí la puerta.
- ¿Don Antonio Cerceda?
- Yo soy.
- Vive aquí una mujer llamada Clara.
- Si, aquí vive.
- Puede salir un momento.
- ¿Para qué?
- Está acusada de robar en el mercado de Villapeña.
- Eso es falso. ¿Quién a puesto la denuncia?
El guardia tocó amenazadoramente el mosquetón y contestó:
- No es cosa suya, Don Antonio. Dígale que baje.
No tuve más remedio que subir a su habitación. Llamé a su puerta pero nadie me contestó. Empuje la puerta y se abrió lentamente.
La cama deshecha y la ventana abierta.
La llamé por la casa y nadie contestó.
- No está - le dije al guardia. - ¿Dónde está entonces?
- No lo sé. No está en la casa. Suban si quieren conmigo.
Subieron los dos acompañándome. En la habitación no había nada más que el vestido blanco en una silla y debajo una caja.
Uno de los guardias buscó bajo la cama y sacó el sombrero vetusto de Don Manuel.
- ¿Y esto?
- No lo sé.
- ¿De quién es este sombrero?
- Supongo que de un cura.
- Don Manuel es el que ha puesto la denuncia.
Los guardias se miraron y salieron precipitados a por sus caballos.
Quedé sólo en la habitación. La caja de cartón estaba cerrada. La abrí y allí estaban las zapatillas azules. Los cordones estaban sueltos y una mancha de sangre enrojecía uno de ellos.
Una lágrima cayó encima del raso azul oscureciendo un círculo en el tejido.
Al lado otra mancha idéntica tocaba levemente la mía.
Miré por la ventana y sólo vi una nube de polvo y unas huellas de zapatos que se alejaban.

Un ruiseñor cantaba en un árbol.

Rafael Doménech Bertrán, España © 1996

r.domenech@alc.servicom.es

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