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El rastro de la hormiga

Sintió que la vida se le iba por el chorrillo que le manaba junto al ombligo. Quiso mover las manos, pero no pudo. De primer intento, parecía que alguien se las ataba junto al cuerpo tendido en el suelo. O que la tierra se lo estaba tragando. Aquel peso en el pecho no se le quitaba. Miró arriba con desesperación, y sólo vio el hueco en el centro despoblado de las ramas de los higuerones. Por el hueco pasó una nube, y después un pájaro, y otra nube. A pesar del dolor y del cansancio, miró con atención, como si alguien desde arriba lo mirara. O era que era un espejo y su cuerpo estaba abajo y arriba a la vez. Cerró y abrió los ojos, pero todo siguió igual.

Había subido la cuesta sin preocuparse. El sargento siempre lo decía, con su manera vieja de mover el dedo en la cara de uno, "nadie sabe qué le espera en el camino, y al que se agüeva, mira..." - y se pasaba el dedo sucio, con la uña renegrida, por el gaznate. No había manera que él aprendiera nada del sargento, que llevaba tantos y tantos años de revolufias y levantamientos de políticos güevones. Sería por eso que el propio sargento se había levantado la mejor hembra del Guacalito delante de los ojos asombrados de todos los sitieros. El sargento, que de la caja del cuerpo para abajo era como un sapo hinchado, y terminado en dos piernas flacuchas y unos zapatones color de mierda de mono. Dicen que en el platanal que comienza detrás del trapiche de Leoncio, ahí se zafó el cinto, se abrió la bragueta, se bajó los pantalones propiedad del Tercio Táctico de Ocotal , y se la enseñó de golpe a la mejor hembra del Guacalito, que se encantó de aquella cosa medio muerta que él bamboleaba en la mano como cuando se coge la bandera de la patria en lo alto de la colina tomada a los rebeldes, y se ondea de un lado para otro, para que la vean de lejos los hijoeputas del otro lado, que juegan a las revoluciones sin saber limpiarse todavía los mocos, y piden treguas los domingos para que los tatas les traigan jabones de hiel de vaca y cuchillas alemanas para hacerse la barba. Si que se la llevó el sargento Suárez, con aquellas nalgas sandungueras moviéndose de un lado al otro de los ojos envidiosos de los soldados de fila, y por eso el nos miró hacia atrás, antes de meterla de una vez en su ranchito, nos dijo que al que le jodiera esa hembra lo iba a clavar contra un poste de almácigo y embarrado en miel para que se lo fueran comiendo las hormigas poco a poco. Y la primera vino por el brazo derecho, subiendo, sin que el pudiera hacer siquiera una contracción y tumbarla de esa carretera improvisada que ella seguía a lo largo de una vena que sólo pudo ver de refilón, moviendo un poco la cabeza. Volvió a enderezar la mirada hacia lo alto, y por el claro pasaron más nubes, y comenzó el resplandor del sol que buscaba posesionarse del centro, llegado el mediodia. Cerró los ojos, pero siguió sintiendo el chorrillo que manaba del hueco del tiro, y que se dejaba ir por encima de la cadera para empozarse la sangre debajo de sus nalgas.

El sargento les había dicho con un susurro que se desplegaran, pero allá en el tope de la cuesta no debía haber nadie, como que iba a ser el mediodia y todos los rebeldes se juntaban a esa hora debajo del mangar a dispararse un pernil de chancho , o una iguana, cualquier cosa que hubieran matado en la mañana con sus correrías por entre los sembrados que los sitieros asustados habían dejado a su arbitrio. Nunca había estado en la capital, pero no se le olvidaba la foto del periódico donde estaba el líder de los alzados, muy chaineado y con su chaleco y a su lado aquella mujercita machita de rizos claros y los labios entreabiertos dejando ver aquella hilera de dientes blancos. Sería como el sargento dijo, que había que mandar un explorador por detrás de la cañada, muy pegado a las piedras, para que no vieran del otro costado del cerro, y entonces, si no había nadie, de allá hacía un ruido como de un coyote, aunque no había un cabrón coyote por todas aquellas tierras. Pero no lo creímos al sargento, no hacía falta mandar a nadie porque a esa hora los rebeldes no pelean, sino comen y comen, y beben y luego duermen la siesta, y llegamos nosotros, pam!, pam! , caen como conejos asustados; unos huyen arrastrándose con un tiro en la rabadilla, los otros quedan incrustados en la tierra con los sesos manándoles por el juraco de un tiro a boca 'e jarro. No señor, el sargento nunca lo perdonaría, ni perdonó al soldadito de la Guaria, con su bigotito fino y su manera de llevar la guerrera como chulo, porque por fin le levantó a la Ondina y se la llevó para el cuenco de la cañada a lamerla toda chinga debajo del algarrobo donde estábamos encaramados, y ella nos veía con ese desespero de las que sueñan y se retuercen por esa lluvia blanca y almidonada que se les viene encima. Y el soldadito pagó en la primera refriega que nos vino, porque dijo el sargento lamentando que un soldado no debe atravesar la línea de fuego de sus superiores, no señor. Ni subir esta cuesta sin percatarse de que no haya un jodido tirador entre esas piedras, esperando a que suba el primero de la escuadra.

Primero vino el padre, a asomarse curioso por entre las ramas de los higuerones. Lo miró con azoro, y después con lástima, y tan sólo le deseó muy quedito que "mañana estés mejor". Y pasó la madre, llorando por él. Las lágrimas cayeron desde el hueco hasta su pecho, y resbalaron por el bolsillo lleno de papeles de autorización de franco para los domingos en el próximo pueblo que llegaran, y mojaron la tarjetita blanca con su número de lista y el grupo sanguíneo. Sintió que el papel mojado se incrustaba en su tetilla. El sargento se había llamado Apolonio Suárez, sin segundo apellido, y su cuerpo inerte podia verlo a tres pasos, delante del suyo, si giraba un poco la cabeza a la izquierda, pero no pudo. El rostro de Dios estaba hecho de nubes y le reclamaba tantas y otras cuantas cosas, pero el no oía, y Dios seguía perorándole con aquella voz de tormenta que viene, llenando el hueco de la fronda con unas nubes gordas y espesas que comenzaron a golpearle en todo el cuerpo y a mezclarse con el chorrillo que seguía manando menudo de aquel orificio como un segundo ombligo. Ya por entonces la hormiga había llegado a su antebrazo y seguía breteando por arrastrar un pedacito de hoja hasta el cuenco de su mano. Eso era el tiempo que quedaba, lo que el sintiera de aquella hormiga arrastrándose por encima de su piel, pero una gota la reventó de a viaje y sólo sintió cómo el insecto se iba por el contorno de su brazo, arrastrada por un río con hoja y todo.

Con los ojos entrecerrados, para que las gotas no le dieran en el globo de los ojos, miró de reojos al centro claro entre las ramas, de donde manaba ahora un torrente de agua y silbaba la voz del diablo un susurro que no entendía, pero que algo tenía que ver conque él le hubiera robado a su propio sargento el reloj de oro expropiado al estudiantico que mató a la orilla de la vega de un sólo tiro dentro de la oreja. Porque su sargento, entre las mil cosas que siempre dijo de cómo debe ser un soldado así y asado, dijo que a los ladrones hay que matarlos en el acto; pero su sargento estaba también bocarriba, con aquella enorme panza desinflada, y los ojos pasmados por la muerte que le atravesó el cráneo. El agua amainó, y el último en aparecer en el hueco de las ramas fue el propio Apolonio Suárez, sin segundo apellido, que le dijo muy claro, "AquíestántodosBenítez", y le hizo el saludo militar y en seguida que vio la puerta entre las nubes sintió la ligereza de su cuerpo, sin ese peso en el pecho ni las piernas engarrotadas. Su cuerpo era ágil ahora, como la hormiga que subía de nuevo por la rama de un higuerón llevando a cuestas su pedacito de hoja verde, y que al mirar hacia abajo veía aquel bulto incomprensible pegado a la tierra, pero que de alguna manera, llegando casi hasta el borde del hueco entre las ramas, donde se abría la puerta del cielo o del infierno, sabía que era el soldado raso Antolín Benítez, que tuvo la mala idea de cruzarse en la línea de fuego de su inmediato superior.

Adrián Meshad, Costa Rica, Cuba © 1999

ameshad@mixmail.com

Adrián Meshad, de nacionalidad costarricense, nació en La Habana, Cuba, en 1944. Ha publicado Quince y Medio (novela, 1976); Recordando tus vidas pasadas (ensayo, 1989); Llévense a ésos que cantan en La Esmeralda (cuentos, 1994). Este último libro recibió el premio único, por decisión unánime, del certamen EDUCA 1993. Historiador del Arte, especializado en Arquitectura, su vida ha transcurrido entre la radio, la televisión y la publicidad. Ha sido libretista de cine y televisión, director de noticias en radioemisoras de Miami, en los Estados Unidos, donde también fue director creativo de una empresa publicitaria. En Costa Rica ha sido gerente de un canal de televisión, diseñador gráfico de sitios internet, y Astrólogo profesional. Actualmente edita publicaciones electrónicas en Internet, como la revista COHERE, dedicada a Arquitectura y Diseño. Mantiene inéditas dos novelas, Esperando al Encubierto y La Piel del Tigre; y un libro de ensayo, El Minuto Poderoso. Servicios de Inteligencia y Publicidad en la Industria Cultural de la Sociedad de Consumo. Actualmente reside en San José, Costa Rica, con su familia y sus dos gatos, Jeckyll y Mr. Hyde.
El cuento "El rastro de la hormiga", fue publicado en el libro Llévense a esos que cantan en La Esmeralda, que fue premiado en el certamen de narrativa del Concejo de Universidades Centroamericanas, EDUCA, en 1993.

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