Vio las caras asustadas, escuchó las palabras, encimándose unas con otras, repitiéndole el nombre de un Manuel que no sabía que era él, tapado con una sábana, que quién sabe quién había traído, pensando que estaba muerto, hasta que llegaron otros, diciendo que no, tentándolo, gritando que respiraba, ahí, tirado sobre la humedad de la tierra mirando desde abajo aquel árbol agujerado de cielo, sacudido a ratos por lo que quedaba del viento, estirando las gotas, todavía agarradas de las hojas.
Se dejó llevar a un lugar al que entró sin fuerzas para decir algo, arrastrado por la insistencia de que ahí vivía, recibido por un escándalo de gracias a Dios y Aves Marías. Lo pusieron en la cama, lo revisaron, estaba enterito, como si no hubiera pasado nada, solamente ese olvido, esa manera de verlos a todos, mientras él pensaba, que así sería nacer, entrar de un misterio a otro misterio. Cuando le acercaron el espejo, lo único que divisó, fue a uno que lo miraba desde muy lejos.
Ahora, recostado en un catre, en la penumbra del patio, miraba la luna.
Ladraban los perros, como si rebuscaran algo entre lo oscuro. Escuchó unos pasos, las voces, ahí, a la vuelta de la esquina.
Entonces, en medio de ese silencio lleno de sonidos que era la noche, cerró los ojos.
Pensó en un río, en la barca por la que iba viendo el fondo, hasta que ya no se podía; en otros lados, en otros espejismos. Iba y venía como si repasara un libro que tenía dibujado el mundo cuando era muy bueno.
Desde la punta de un cerro, también de su imaginación, respiraba el aire de lo alto, cuando sintió que lo empujaron.
El susto de caer en el vacío lo sacudió. Tal vez por un momento se convenció: le había ganado el deseo de aventarse.
El silencio seguía velándolo, como algo vivo que latía sin dejarse ver, hasta que le preguntó:
–¿No me conoces?
La claridad la dibujaba apenas como el contorno de un milagro.
No le salieron las palabras para contestar. Por primera vez, desde hacía mucho, no se sintió cansado.
–Soy la Malú –le contó ella, saliendo de las sombras, jugando con las hebras del pelo largo y espeso, que parecían servir para esconderse.
Quiso acercarse para tentarla, pero no lo dejó el viento que comenzó a soplar muy fuerte. Sonaba a que así hablara el miedo. Mientras, a su alrededor se levantaba una neblina donde iba metida un montón de gente.
Desde ahí se desprendió el que pasó a su lado sin notarlo, luego otro que se detuvo y le preguntó casi sin ganas de preguntar:
–¿Tú también vas?
–¿A dónde? –quiso saber.
–Quién sabe –contestó, mirando la distancia, como sacando cuentas de cuánto le faltaba antes de seguir su camino, igual que los otros.
Luego no quedó nadie.
–Son los que ya se murieron y nadie se acuerda –le aclaró ella, ya desde un sillón dorado, que más era un trono. La luz de la lámpara que no colgaba de ninguna parte, multiplicaba el brillo de los muebles–. Me gusta así –agregó, como si recalcara un capricho, apuntando con la mirada el decorado.
La vio envuelta en las transparencias de su vestido, caminar hacia la ventana, acariciar el bordado de las cortinas; tan bonita, asomada para afuera, inocente del viento que golpeaba la puerta: peleaba por entrar para llevársela.
–Malú –preguntó él, casi deletreándola, con una duda que se había tardado en salir: –¿Estoy soñando?
–Sí –contestó ella, mirándolo con esos ojos, parecidos a la combinación de un secreto.
–¿Cómo sabes?
–Porque estás.
Él se quedó muy quieto, como si frente al amor el alma no supiera más que quedarse callada.
No la sintió acercarse. Cuando se dio cuenta, ya la tenía sentada en las piernas.
–Se me figura que soy –le dijo en la oreja.
–A mí, que sin ti, yo no –contestó, como si al decirlo, las palabras pasaran corriendo por una tristeza.
Entonces, lo mismo que le regresara el cuerpo, arrastrado por una urgencia, la besó, entró en una oscuridad que lo dejaba ver y, sin decir nada, le explicaba cosas que entendía sin entender.
–Quiero quedarme aquí –dijo, luego, por poco, suplicando.
–Apenas que te quedaras –le contestó ella, jugando a tapar la luna que relumbraba en la ventana, con un dedo, y agregó: “hay cosas que son como esa luna; te la regalan, pero no te la dan”.
–Se llaman promesas.
–Sí –contestó, con un tono en el que iba envuelto todo lo que le había regalado. Luego, levantándose, lo agarró del brazo.
–¿Adónde vamos?
–Los sueños no explican. Hay que quedarse nomás a ver.
Lo llevó allá afuera, donde el viento ya no era sino un aire aclarado de luciérnagas que los encerró como en un círculo de estrellas muy bajitas.
A lo lejos, se escuchó el eco de algo.
–Yo creo que ya me voy –dijo ella.
–¿Por qué?
–Porque sí.
Y desapareció.
Él miró a su alrededor. Vio los ladrillos que hacían de escalera para brincarse la barda. Se levantó de prisa. Tenía que llegar. Poco a poco, a cada paso, iba acordándose de todo.
Era la hora en que se veían, a escondidas, bajo el árbol de la esquina.
Entre más trataba de no hacer ruido, más fuerte latía su corazón. Los minutos eran la desesperación de esperarla.
La vio acercarse a pasitos.
–Casi no venía –le había dicho ella, bajo la llovizna que comenzaba a caer.
Él sabía que una vez, cuando era niña, se la quiso llevar un arroyo. Le tenía mucho miedo a las tormentas.
–Allá arriba vamos a hacer nuestra casa –le prometió, con la misma verdad de los deseos, para distraerla, enseñándole la punta de un cerro que se prendía y apagaba.
La Malú, ni siquiera volteó. No dejaba de mirar las nubes negras, los relámpagos que, cada vez más cerca, les jalaban la cobija de esa oscuridad con la que se tapaban para que nadie los viera.
–El cielo nos está acusando –dijo, entonces.
–Dios es bueno.
–Por eso.
–No estamos haciendo nada malo –aseguró él.
–Se me figura que a veces por poquito y sí.
Él la iba a abrazar, pero mejor se aguantó.
–Malú –le preguntó–. ¿Tú crees que uno se enterca en lo que no puede alcanzar?
–¿Cómo qué?
–Como todo lo que quisiera.
Ella se quedó pensando. Luego de un rato, contestó:
–Dicen que a nosotros, tener no nos queda.
Se conocían desde hacía mucho, desde que se revolcaban en la tierra para ver a quién regañaban primero. El que ganara tenía derecho a pedir un antojo. Los divertía el capricho de desear lo que no se podía, por eso encontraron la manera de dibujarlo.
A ella le daba risa el collar que no se parecía en nada al que le había pedido, y a él, el barco detenido sobre una raya de lápiz que era el mar y que no se movía ni con la imaginación.
De eso había pasado tanto...
Lo que antes era un juego, se convirtió en la ambición secreta de lo que de verdad querían.
–Dicen que a nosotros tener no nos queda –repitió la Malú, ahora más bajito, como con resignación.
Él sintió que le tiraban al suelo las esperanzas; luego las recogió para mejor ponerlas todas en el beso con el que la besó.
–¿Por qué se escondían? –una vez platicaron. Ella no le pudo confesar que era por si llegaba otro; uno que se la llevara muy lejos allá, donde se cumplen las ilusiones. Por eso nada más contestó que era más bonito así.
Él no dijo nada, porque también le gustaba.
La lluvia era una brisa que ponía borrosa la luz de la lámpara que apenas alcanzaba a alumbrar la calle.
–Malú –le preguntó el Manuel, como tratando de que no se fuera:– ¿Se puede querer, y no?
–Hay muchos que a lo mejor se imaginan que quieren –le gritó, junto con el destello que sintió que le aventaba el cielo, como un chorro de lumbre que la hizo salir corriendo.
La vio perderse por el callejón. Sus pies descalzos iban por el empedrado como por un tapete de brillos.
Ahí fue donde aquel tronido lo jaló desde adentro y lo volvió a meter en el cuerpo, donde abrió los ojos bajo el árbol agujerado de cielo.
Ahora el silencio era un rumor de rezos.
Los fue reconociendo, uno a uno, todos, como encajados en la misma noche, mirándolo, esperando a ver qué decidía Dios; y él en la cama y la Malú contemplándolo desde arriba, como asomada desde la orilla de un pozo, con esa cara que había puesto más bonita el llanto, donde se adivinaba un: “te dije”, mientras los grillos revolvían la soledad y él se agarraba con todas sus fuerzas al hilo cada vez más finito de su alma.
Entendió que el tiempo era algo que se juntaba en ese espacio lleno de sombras, algo donde las horas de una vida, cabían en la cajita de un segundo.
Antes de que, ya sin voluntad, se le cerraran los ojos, nada más quedaba ese punto de luz que era ella, como una vela que se apagaba, perfumando con su imagen lo último de la oscuridad.
–¿Estoy soñando, Malú? –quiso preguntarle, con esas palabras que no le salían, que se le amontonaban allá, muy adentro, unas alegres de acordarse, otras pidiendo perdón, hasta que se quedaron calladas, nomás escuchando ese viento, que sonaba como el miedo, mientras se levantaba la neblina.
–¿Tú también vas? –le preguntaron.
Él, sin contestar, se metió en la fila.
Rosy Paláu, México © 2021
rosy_palau@yahoo.com.mx
Ilustración de Enrique Fernández © 2021
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