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Recuerdos del mestizaje

...como si viera de pronto en una sola imagen
toda la trágica indescifrable historia de la especie.

Tomás Segovia, Besos

Ya hacía algún tiempo se había roto la oscuridad. Detrás de las montañas, del otro lado del valle, se percibía el resplandor rosado del amanecer. De repente, en la parte más baja de los cerros, se vio un punto de fuego y en seguida la primera luz del día se extendió como un incendio por el filo de la cordillera. El ciclo de descanso y vigilia se repetía por enésima vez. El viernes pasado había partido de la finca rumbo a San Félix donde dejé el carro. De allí seguí por un camino de herradura y después de cabalgar la mayor parte del día llegué, justo a tiempo para levantar la tolda con las últimas luces del atardecer. Hato Culantro; así se llaman tanto la región como el poblado. El lugar está casi a mil metros de altura, en el corazón de la reserva de los indios Guaymíes. Santiago Macre, alcalde de San Félix, me había dicho que en el sitio habían reportado apariciones de brujas. Había mandado un telegrama a la finca donde pedía que lo ayudara. "Problemas de brujas en Hato Culantro. Cinco niños muertos. Cor re el pánico. Urge tu presencia." Yo, que había esperado esta oportunidad durante toda una vida, tomé el carro y me disparé hacia allá. De Boquete a San Félix habrá como tres horas de camino; a mí me tomó menos de dos, descontando el tiempo que estuve par ado mientras un policía de tránsito me ponía una boleta por exceso de velocidad.

- ¡Coño! Casi llegas antes de recibir el telegrama -me dijo Santiago cuando llegué a su casa que servía también como despacho de la municipalidad.

- Nunca antes se había presentado la oportunidad de estudiar hechos de brujas en caliente, siempre habían sido cosas que habían pasado meses atrás - le contesté, mientras la señora de Macre nos traía una bandeja con café recién colado y frituras de maíz nuevo.

- ¡Esto no es relajo, mujer! Déjese de estar festejando al señor, que tengo algo muy serio que contarle-. Doña Sobedia de Macre hizo caso omiso de los gritos de su marido y prosiguió sirviendo el café. Al terminar se despidió de mí y se volteó hacia Santi ago.

- ¡Mientras más viejo más gritón! Aprende a mantener la sangre tranquila y a no alterarte con esos cuentos de brujas.

- ¡Ya puede irse, mujer!

- Me voy, pero sos muy bobo creyendo en aparecidos, ya los muertos no son como antes que salían por la noche y les jalaban la pata a los chiquillos; ahora le tienen miedo a los curas y se quedan encerrados en sus tumbas -después de hablar dio media vuelta y salió del cuarto dejándonos solos.

- Algo terrible pasa en Hato Culantro -me dijo Santiago, mientras le pasaba picaporte a la puerta.

- No me cuentes que a tu edad has comenzado a creer en brujas - le contesté.

- ¡No lo sé, cojones, no lo sé! Pero definitivamente esto tiene que ver con las leyendas que te has dedicado a investigar. Específicamente con la de la Tulivieja, o La Llorona o como carajo sea que le llamen a esa abusión.

-Te agradezco que me hayas avisado. Estoy escribiendo un ensayo sobre la leyenda de La Llorona y necesito todo el material que pueda conseguir.

- Han reportado la muerte de varios niños y el pánico ha comenzado a esparcirse por la región.

- ¿Si tan grave es el asunto por qué no has mandado a la gente del Ministerio de Salud a investigar?

- Es que los niños no han muerto de nada que parezca enfermedad o muerte natural. Todos han sido encontrados sin vida, flotando en la poza del río.

-¿Por qué no has ido tú a investigar?

-Nadie se atreve a acompañarme y con la fuerza pública no puedo ir.

Se trata de una reserva indígena con supuesta autonomía para arreglar sus propios asuntos y cazar sus propias brujas.

- ¿Por qué no vas solo?

- ¡Porque no estoy loco!

- Entonces necesitas de un loco como yo, que se atreva a ir solo.

- Lo que dices es verdad. En efecto, necesito de una persona que se atreva a ir sola. Pero más importante, necesito de alguien que sea conocido por los indígenas. De alguien que logre que le cuenten lo que está pasando por allí.

- La cosa es más seria de lo que me imaginé, quizá deba partir en seguida.

- Por favor investiga todo lo que quieras para tu libro de mitología panameña, pero dame un reporte que pueda pasar al gobierno central, pues están muy preocupados con el asunto.

- Es tan sólo un estudio comparativo entre las tradiciones de la Tulivieja Panameña y las Loki de Noruega.

- ¿Y las qué? No, mejor no me expliques y parte hacia Hato Culantro de una vez.

Santiago había mandado a buscar un potro alazano, mezcla de paso fino peruano con cuarto de milla. Lo tenían ensillado y listo para partir, con una mochila de provisiones y una pequeña tolda de campaña. El caballo, como todo animal fino, era dócil y disp uesto a trabajar. Rápidamente tomó un paso suave y me sentí tan cómodo como en el sillón de mi casa. Eso fue hace un día apenas, pero en otro mundo, en una civilización distinta de la que se abría bajo mis ojos.

El caserío Guaymí está a la orilla de un río, en el fondo de un pequeño valle enclavado en las montañas de la cordillera central. Hasta allá arriba se habían ido los indios abandonando la fértil planicie a mediados del siglo XVIII. Presionados por los col onos españoles y sus ganaderías en la vertiente del Pacífico y por el azote de los indios Misquitos, armados por los ingleses, en la costa del Caribe. Había estado allí el verano pasado para presenciar la Balsería: una interesante ceremonia mezcla de danz a y juegos de guerra, donde los solteros más fuertes se disputan a las mujeres casaderas. Quedé muy impresionado con la riqueza del lugar. Tenían un potrero comunal con ganado vacuno y equino. En casi todas las casas engordaban cerdos y aves de corral.

Las mujeres, vestidas en sus camisolas de popelín con aplicaciones geométricas en brillantes colores, se sentaban a la puerta de las chozas trabajando la cestería y los collares de chaquira. Los hombres habían regresado de recoger la cosecha en los cafeta les de Boquete y se hacían halagos de la buena paga recibida. Algunos, preparándose para las fiestas, se habían pintado el rostro con colores y se adornaban el cabello con plumas de guacamaya. Los niños correteaban alegres y se bañaban desnudos en la poza del río.

Ahora se notaba un empobrecimiento general. No vi un solo animal, excepción hecha de unos perros famélicos sin fuerzas siquiera para ladrar. No quedaba nada del ganado, ni de los cerdos, ni de las aves de corral. No se notaba trabajo de ninguna clase, los hombres no habían ido este año a recoger el café. No había nadie en los portales de las casas: permanecían adentro de las chozas, a puertas cerradas, como avergonzados de la apariencia del poblado.

Llegué a la choza de Agustín Buglere, el "sukia" del lugar. Fuimos amigos y tendría que recibirme.

- Ya he dejado de ser el jefe; los jóvenes han elegido a uno de ellos, uno que fue alcanzado por un rayo pero sobrevivió - me dijo a la puerta de su choza, con la cabeza baja y sin mirarme a los ojos.

- Eso no es razón para estar triste, lo malo hubiera sido que nadie hubiese podido reemplazarte y hubieras tenido que vivir para siempre.

- Contesté con una sonrisa.

- Es en deshonra que la nueva generación ha arrebatado el poder a la antigua, y no en el curso normal de las cosas.

- El poder siempre se entrega en deshonra. La evolución lo ha dispuesto así para asegurar que las viejas generaciones no lo entreguen antes de tiempo. Lo que sí es razón para estar triste, Agustín, es el estado de dejadez en que se encuentra el poblado. < P> -Está así porque todos se han tirado al abandono; decidieron no enviar a nadie del caserío a trabajar en la cosecha del café. En vez de eso se fueron, a un día de camino, al lugar donde un relámpago cayó sobre una palmera y sostuvieron una Claría.

- ¿Y tú, fuiste?

- No, nos quedamos nosotros los viejos cuidando a las mujeres y a los niños.

- ¿Que es una Claría? - pregunté.

- Es una vieja ceremonia que tenemos los Guaymíes, donde invocamos a Mama Chi y a los siete nombres del trueno; Male gweri, Tete gweri, Krun gweri, Dote gweri...

- Explícame un poco más de la Claría.

- Aún personas como tú, que escriben sobre nuestras costumbres, no la han oído mencionar. La celebran los hombres y durante toda la noche se bebe chicha fermentada y vino de palma. No se permite la presencia de hombres blancos ni de mujeres. Allí se le re za a los antiguos Dioses, los que velaban por nosotros cuando aún recibían culto. Los mismos que después ordenaron que se perdieran las cosechas por haberlos olvidado.

- ¡Tú no crees en esas pendejadas!

- Ya no sé qué creer -me contestó.

- A veces creo que le he fallado a mi pueblo. Por un momento pensé irme con los jóvenes y pedirles que me "chucearan" la oreja como hicieron ellos para borrar su bautismo.

- Si has fallado en algo, es en no pedir ayuda a tiempo y lograr que mandaran técnicos de la ciudad que vinieran a fumigar contra lo que sea que acabó con las cosechas.

- Lo que ha pasado aquí no es de este mundo, como tampoco es de este mundo esa bruja que se recorre los ríos de por aquí.

- Ya veremos -le contesté -. Ya veremos.

Todo el día lo pasamos recorriendo las tierras. Donde antes crecían la yuca y el maíz, hoy solo crecían las yerbas malas. A primera vista el problema parecía ser una infección de nematodos. No era de extrañarse que hubiera sucedido. Desde hacía varios año s se habían estado introduciendo variedades de plantas de más alta producción. De Méjico habían traído una semilla de maíz rica en aminoácidos esenciales. De Colombia había llegado una variedad de yuca que incrementaba la cosecha en más del veinte por cie nto. Semillas de más alta producción, si, pero desafortunadamente más vulnerables a las plagas de la región... Ya los indios lo habían predicho. "Esta tierra no verá con buenos ojos a estas plantas extranjeras." Nadie les hizo caso, porque hay que ser muy tonto para escuchar a los indios hablar de fitopatología.

El problema, por supuesto, sería resuelto por los técnicos del gobierno una vez Santiago Macre reportara desde San Félix lo que pasaba. A mí no me importaba mucho la causa del problema, era el efecto el que me interesaba.

- Nos hemos comido a todos los animales, sobrevivimos gracias a la fruta del pixbae, pero si esto sigue así nos tendremos que comer a los perros-. En la distancia, en perfecta sincronía, uno ladró.

Al ponerse el sol, los habitantes salieron de las chozas y comenzaron a congregarse en el rancho comunal. Agustín había pedido una reunión para hablar de los problemas. Unos se sentaron en el piso de tierra, otros se recostaron en las pocas hamacas, la m ayoría trajo taburetes de sus casas y prendieron la luz de las guarichas.

La gente recordaba mi visita anterior y no habían perdido la cordialidad que los caracteriza. Los jóvenes, sin embargo, se notaban formales y retraídos; todos se habían "chuceado" la oreja derecha y mostraban con orgullo la cicatriz. Fuimos poco a poco re lajándonos con el frescor de la tarde y casi sin notarlo, nos adentramos en el ritmo de la noche, que se presta para relatos y confidencias. Agustín, que había sido representante de la fe, pidió iniciar la reunión con unos rezos para ponernos al resguardo de la Tulivieja.

-Nun run ñantoro María, Gwaire ni ja etabare- comenzó el rezo en lengua Suliare. Los jóvenes no rezaban, pero tampoco impedían que los viejos y las mujeres lo hicieran. Habían optado por distanciarse del nuevo Dios, pero no se habían comprometido aún por entero con los antiguos. Estaban solos, sin resguardo en la Tierra, y por ende temerosos. Al final de los rezos cambiaron al idioma español. Algunos prendieron pipas de fumar, yo aproveché para encender un buen tabaco cubano y me eché hacia atrás confundi éndome con las sombras, tratando de intervenir lo menos posible, para que mantuvieran ellos el ritmo de la conversación.

- Ya tiene como dos meses de estarnos rondando La Tulivieja - comentaron.

- Es una mujer como de mediana edad y se la pasa caminando a la orilla de los ríos. Lo primero que se oye es un llanto largo y profundo, porque la Tulivieja siempre está llorando.

- Tiene el pelo largo, como a la altura de los pechos que apenas si se los cubre.

- Uno de ellos es de leche para atraer a los niños y el otro es de veneno para matarlos después.

Una vez más escuché la leyenda de la mujer india, que queda embarazada del amor prohibido con un hombre blanco, que aborta en las aguas del río, que enloquece por la culpa y se convierte en bruja que vaga por el mundo en busca de niños sin bautizar.

- Para espantarla tenemos que salir sonando las pailas, para que crea que son las campanas de la iglesia, y se vaya.

- Tenemos que hacer mucho ruido y rezar en voz alta nuestras oraciones y se pone furiosa y hace un ruido como el rugido de un gran viento y nos contesta al revés las oraciones.

- Le rezamos "Nun run ñantoro María" y ella contesta "María ñantoro run nun," rompiendo el resguardo y se nos echa encima y los perros comienzan a aullar.

- Las mujeres se esconden en sus casas y encierran a los niños porque tienen miedo que La Tulivieja se los lleve para ahogarlos.

- Porque cuando quiere se transforma en una mujer bellísima. Con el cuerpo de mujer joven como si nunca hubiera parido y los niños la confunden con un ángel y la siguen hacia el río.

- Ya son cinco los niños que ha matado y aparecen al día siguiente, ahogados en la poza a la salida del pueblo. Sólo queda una niña con vida, la hija de Eneida y Paco Ngobe. Eneida apretó la niña contra el pecho y comenzó a rezar "Nun run ñantoro María" m ientras grandes lágrimas le rodaban por las mejillas. Era una mujer joven, de cuerpo fornido, espaldas anchas, nariz chata, labios gruesos y piel morena; hasta aquí sus rasgos eran comunes a la raza Guaymí; sin embargo era alta, los pómulos no tan marcado s y los ojos verdes. El mestizaje era notable, no como en el resto del caserío, donde estaba más oculta la presencia ibérica y tomaba más trabajo notar un rasgo diferente aquí, un color mas claro allá. Inmediatamente quise saber quiénes fueron sus padres.

- No conocí a mi padre, ni tampoco a mi madre, que murió el día en que nací. La gente del caserío me cuenta que fue a trabajar a Panamá un verano y cuando regresó estaba encinta de mí. Era demasiado joven para tener hijos y no aguantó los rigores del part o.

- ¿Cuantos años tienes? -le pregunté, pues comenzaba a sospechar algo.

- Diez y siete años cumplidos, nací el veintisiete de mayo del setenta y cuatro, cuando comenzaba a crecer el maíz en los campos.

En ese momento me di cuenta que Eneida era, sin lugar a dudas, hija de mi amigo Ricardo Miranda. Ricardo era hijo de una antigua familia chiricana, se había mudado a la capital cuando inició la escuela secundaria. Fuimos vecinos y compañeros de escuela. Era un muchacho inteligente, pero triste, obsesionado con la poesía y la metafísica. Nuestra amistad duró toda la juventud, íbamos a las mismas fiestas y nos gustaban las mismas muchachas, que nos disputábamos. Fuimos inseparables hasta que el partió a l a universidad en California y yo me quedé estudiando en la Nacional. Obsesionado con la poesía y la metafísica, y sobre todo con el tema de la muerte a la que se aficionó con la lectura de los poetas románticos. Se negaba a manejar el asunto como la mayor ía de nosotros, que lo considerábamos un asunto desagradable al que tendríamos que enfrentarnos en un futuro lejano, y sobre el cual mientras menos se hablara era mejor. El insistía en leer y discutir el tema. Había llegado a la conclusión de que la natur aleza nos había jugado una mala pasada al recurrir a la renovación de la especie por medio del ciclo de sexo, nacimiento y muerte.

- Mejor nos hubiéramos quedado como los animales unicelulares, que se dividen en dos y nunca mueren -le gustaba decir.

- Sólo los seres que se reproducen sexualmente mueren. Sensualidad es, eventualmente, mortalidad - proseguía, dando a entender que habíamos pagado caro por el sexo. Le llamábamos el "cholo" Miranda, pues por sus venas corría el torrente de los indios Dora ce. Ahora tenía por delante a esta mujer y a esta niña que a todas luces, debían ser su hija y su nieta.

La sangre regresa a su vaso, pensé yo. Los hechos habían ocurrido en julio del setenta y tres, ya bien entrado el invierno. Hace de eso diez y nueve años, un embarazo y una aventura. Quizá deba contarlo: La muchacha era nueva. Ese día comenzaba a trabajar en la casa. Venía de las montañas pasado el pueblo de San Félix. Llegó con una tamuga de ropa, un cartucho de ciruelas y el pelo negro azabache trenzado con una cinta de seda roja. No había cumplido aún los quince años.

Esa noche fuimos a una fiesta. Ricardo fue de los últimos en despedirse. Regresó tarde a casa y al llegar, se dio cuenta que se le había olvidado la llave. Tocó el timbre y le abrió ella. Estaba descalza y bajo la delgada bata también desnuda. La tomó en los brazos y la besó en su boca de ciruelas. Ella se soltó la trenza y la salvaje cabellera negra le llegó a la altura de los pechos. Él hundió su cara entre el cabello y olió el humo de los fogones de leña y el olor de la lluvia en la montaña. Ella se so ltó la bata que fue deslizándose hasta quedar a sus pies como un pedestal y permaneció bañada en luz de luna que se filtraba a través de los cristales: piel morena, senos diminutos, pezones prominentes de color púrpura duros y erectos, vello suave y delga do bajo los brazos y entre las piernas. Él acercó la mano suavemente con humildad, como quien toca un signo consagrado, y acarició la tersa piel donde sintió la palpitante juventud.

Recordó los versos de Alí Chumacero:
. . .o cierta madrugada, cuando el insomnio era
escándalo antes y después, y el alma
en sordo interrogar de prisionero
urdía entre la sombra la varonil espera
de la perduración.

La miró en los ojos -negros, grandes, tristes y redondos; como los de un animal nocturno- donde vio su imagen duplicada y a nivel instintivo comprendió que esa noche, con el sexo, encontraría alivio al miedo loco a la muerte que lo acechaba desde la niñez .

- Mi vida - le dijo, dándole una connotación especial a la palabra vida. Ella le contestó algo en lengua Suliare que él no comprendió y tomándolo de la mano lo llevó a su cuarto, en la parte trasera de los patios. Abrieron las ventanas de la habitación de jando entrar el frescor de la noche. A través de ellas observaron el cielo estrellado y detrás del cielo sintieron la presencia del infinito, con el que hace contacto todo hombre en el momento de la pasión. Esa noche hicieron el amor, ambos por primera ve z. Y estuvo en ella, en la flor de fuego de su sexo, donde sintió las vibraciones del planeta Tierra, que aún resuena con las convulsiones del nacimiento del cosmos.

Por un momento largo se perdió. Se sintió como una molécula de clorofila captando la energía solar. Se sintió como un jaguar que agazapado espera el paso de los monos. Se sintió como el Dios en la mañana de la creación. Gritó o quizá fue ella quien lo hiz o. En el momento de la consumación sintió el sabor a sangre entre los labios. Le pareció apropiada la sensación. No recordaba haber dormido esa noche. Diariamente regresó a ella, al ritual nocturno de su cuerpo. Comprendió la forma como sexo, nacimiento y muerte se engarzan el uno con el otro como las cuentas de un collar. Le escribió versos obscenos, que después le declamaba. Practicaron actos prohibidos que aún hoy la gente no discute en alta voz. Compró una cámara Polaroid y desnuda le tomó retratos qu e después nos mostraría. Ella supo que jamás harían vida en común, y aún así le amó con loca pasión, desesperadamente, como sólo se puede amar a esa edad. Tuvo el valor de aceptar que eventualmente lo perdería y al final, sintiéndose ya vulnerada, le hací a el amor llorando mientras se abría hacia él como el fértil surco en los llanos de Coclé. Después del amor, mientras esperaban que el sueño los venciera, le contaba secretos de su raza como para que algo de ella le quedara.

El sexo, con el tiempo perdió la novedad y se tornó monótono. Un día Ricardo dejó de visitarla y volvió a las noches de parranda en busca de emociones nuevas. Se alegró al finalizar las vacaciones cuando tomó el avión de regreso a la universidad.

Dos meses más tarde recibimos la noticia de que se había matado en un accidente de automóvil. Había estado tomando toda la noche y al amanecer, él y un amigo decidieron partir rumbo a Los Ángeles. Ricardo, que había prometido a su madre no manejar, se hab ía sentado al lado del conductor. En el asiento de atrás tenían una caja de cerveza. No pararon de beber durante todo el trayecto. Habían tomado la autopista y viajaban a gran velocidad. En las inmediaciones de Los Ángeles se había producido un tranque y los carros se apiñaban guardafangos con guardafangos.

Delante de ellos viajaba un camión de plataforma cargado con materiales de construcción. No lograron frenar a tiempo y chocaron. Una de las varillas de acero que llevaba el camión perforó el parabrisas y se le incrustó en el cráneo. Dicen que aún estaba c onsciente cuatro horas después del accidente, pero no podían sacarlo del carro pues la varilla que lo atravesaba lo mantenía prisionero. Llegó con vida al hospital donde hicieron lo imposible por salvarlo. Cuatro días duró en morirse.

La muchacha le había escrito mucho antes y así supo que perduraba su semilla. El saber que de esa manera lograba repudiar a la muerte le hizo más llevadera la agonía.

Ahora, mientras escribo, con la perspectiva que sólo el tiempo puede brindar, pienso que Ricardo sabía que la muchacha saldría en cinta y me pregunto si no lo habrá buscado a propósito, como quien compra una póliza de vida, para tener la certeza de que en caso de cualquier eventualidad, algo de él perduraría. La muchacha comenzaba a mostrar el embarazo cuando supimos la noticia. Dejó el empleo y regresó a su pueblo. Nunca dijo quién la había embarazado. Yo, que sí lo sabía, guardé silencio. No la volví a ver. Nadie supo nada de ella y al cabo de un par de meses, nadie la recordaba tampoco.

La familia quedó devastada con la muerte de Ricardo. Era hijo único y nunca pudieron recuperarse del golpe. El padre se tiró al piso cuando recibió la noticia y prometió que de allí no se levantaría jamás. Al día siguiente los ruegos de la familia hiciero n que se levantara, el cuerpo lo hizo, pero el espíritu permaneció en el suelo. A los seis meses moría de cáncer en el páncreas.

Se habló mucho de la relación entre la muerte del hijo y la subsiguiente del padre. Los doctores hablaron de una depresión en el sistema inmunosupresivo, de una disminución en los niveles sanguíneos de la gammaglobulina, citaron a un investigador de comie nzos de siglo que había explicado la relación entre el sufrimiento y la propensión a las enfermedades. La cocinera de la casa, que nunca había pisado una escuela, rápidamente explicó el fenómeno. "Murió de tristeza."

La madre lo sobrevive y aún mantiene abierta la vieja casa. Para luchar contra la soledad, recibe a estudiantes del interior que vienen a seguir sus estudios en la capital. Aún viste de luto y va a la misa de la aurora todos los días. Unos dicen que es un a santa, otros que es una loca.

Hoy tenía yo por delante a la hija de mi amigo, y ella en los brazos sostenía a esta indiecita, su nieta. Quizá fue la imaginación pero hubiera jurado que la niña me miraba con los ojos de Ricardo. En ese momento le prometí al recuerdo del amigo que haría lo imposible por proteger su descendencia.

-Nun run ñantoro María-, comenzó a repetir Eneida en voz baja como en un sueño, mientras mecía su cuerpo sentada en el piso de tierra a un lado de mi taburete, apretando a la niña contra el pecho.

- Y todos sabemos que una de estas noches se la va a llevar La Tulivieja a la orilla del río -dijo el nuevo jefe del caserío, mirando a la niña.

- Ya falta poco, ya falta poco - repitieron todos en coro.

La niña me volvió a mirar con sus grandes ojos verdes, inmediatamente buscó amarre con los míos, como para impedir que mirara hacia otra parte. A todo esto con su manita buscaba la mía, mientras con la otra, se llevaba a la boca las cuentas de un collar d e chaquiras que guindaba del pecho de su madre. Se notaba la desnutrición en su rostro y en su vientre.

- ¿Ya han bautizado a la niña? -pregunté.

- No, estamos esperando que sean las fiestas de San Félix para bautizarla.

- Me gustaría ser el padrino - dije yo casi sin darme cuenta.

- Si la niña está entre los vivos para ese tiempo usted lo será- me dijo la madre entre llantos y sollozos.

- Estará viva se lo prometo.

- Ya falta poco, ya falta poco -repitieron todos en coro.

Uno a uno nos fuimos retirando; los moradores a sus chozas, y yo a la tolda de campaña que había levantado a la entrada del pueblo. Verifiqué las baterías de la linterna portátil y el funcionamiento del revólver. Puse el reloj despertador para las doce de la noche, lo coloqué bajo la almohada para que me despertase a mí solo y me acosté a dormir. En dirección del poblado, la brisa traía un aullido triste. Alguien tocaba la Quena, la flauta indígena que se toca con el extremo introducido en una calabaza. La que hiciera que Cortés, cuando la oyera en México por primera vez, dijera: "Es el verdadero sonido de los sepulcros." La música era triste: reflejaba la eterna lucha entre el bien y el mal, entre el orden y el caos, eran Ormuz y Ahrimán en la planicie de Armageddon. La melodía fluctuaba con los resultados de la batalla, hasta irse apagando poco a poco, como si el mal hubiera logrado triunfar finalmente sobre el bien. Con el tiempo el cansancio me hizo dormir.

El despertador soltó su grito sordo bajo la almohada, me sacudí el sueño del rostro haciendo el menor ruido posible y fui caminando hacia la poza del río. Llevaba conmigo el revólver, la linterna no la había prendido para no delatar mi presencia. La luna nueva daba muy poca luz y se hacía difícil avanzar por la orilla.

A medida que me acercaba a la poza, comencé a distinguir el llanto. Era un lamento desgarrador, una queja seca y fría, que te hace parar y pensar dos veces antes de seguir adelante. Saqué el arma de la cartuchera y monté el gatillo. Con la otra mano tomé la linterna y me preparé para encenderla en el instante preciso. Caminé unos pasos más y llegué a la charca. El gemido era cada vez más fuerte y desconsolado. En el borde del agua, unos metros delante de mi, se notaba un bulto negro que llevaba algo en la s manos y lo hundía en las aguas del río. El llanto, sin embargo, no provenía de la figura central, sino de otra sombra negra que parecía estar echada en el suelo como queriendo sujetar a la primera.

La luz de la linterna iluminó el dantesco espectáculo, que mostraba en una sola imagen toda la trágica indescifrable historia de la especie: A la orilla del río un padre con una criatura que sumerge bajo las aguas y a sus pies una madre que llora.

Según Darwin, el infanticidio ha sido el mayor freno aplicado por la humanidad al crecimiento de la población. Todos los pueblos tienen leyendas similares a las nuestras. Cuando los hombres no pueden enfrentar sus acciones, utilizan símbolos para manipula r la insoportable realidad. Toda leyenda es cierta. El significado está encubierto por el relato; es el mensaje oculto, el que apenas se puede percibir, el que es cierto.

- ¡Suelte a la niña inmediatamente! Grité mientras levantaba el revolver al pecho de Paco. Eneida se paró y se abalanzó sobre mí. El golpe me hizo perder el equilibrio y se escapó un disparo en la oscuridad de la noche. La niña mojada, comenzó a llorar. En el caserío se encendieron las guarichas, los perros ladraron y las mujeres comenzaron a sonar las pailas.

"Nun run ñantoro María, gwaire ni ja etabare." Se oía el murmullo de los rezos a medida que la gente del pueblo se acercaba temerosa. Los más valientes llegaron a la ribera iluminando el río con la luz de las candelas.

- Es la Tulivieja que se ha ido huyendo río abajo -dijo Paco.

- Llevaba la niña en sus brazos, cuando la salvó mi marido - gritó entre llantos Eneida.

- Tenía el pelo largo a la altura de los pechos, que eran hermosísimos como el llamado de la muerte - dije yo-, y mejor sería que me llevara la niña a la capital para evitar que vuelva a buscarla.

- Sí, mejor que se la lleve - asintió Paco sin atreverse a mirarme a los ojos.

- Llévesela por un tiempo - dijo Eneida.

- Se la voy a dar en cuido a una señora de apellido Miranda. Es vecina de la casa de mis padres en Panamá - dije yo en alta voz.

Paco me miró de frente y, entregándome a su hija, me dijo:
-Protéjala por favor.

- Se va conmigo - les dije a todos. La sangre regresa a su vaso, me dije a mi mismo.Y a Santiago Macre no le dije nada. El tampoco me hubiera escuchado. Hay que ser muy tonto para escuchar a la gente que escribe sobre brujas.

"A. Paredes", Panamá © 1997

aparedes@pananet.com

Antonio Paredes nació en Panamá. Realizó estudios superiores en los Estados Unidos (Texas A&M) donde obtuvo el titulo de Ingeniero Eléctrico; se ganó una beca a nivel centroamericano para estudios de postgrado en la Universidade do Brazil en Río de Janeiro, con miras a establecer modificaciones relativísticas a la teoría de potenciales de Leonard Becher. Al llegar a Río optó por dedicar su tiempo a cosas mas valiosas como: prahia, garotas, cachaza, samba...
Regresó a Panamá donde practica la Ingeniería y escribe en su tiempo libre. Acaba de terminar su primera novela. Esta casado con Claudia Ferrer -regalo inmerecido para su inmensa soledad oceánica-. Forma parte del grupo cibernético El loop.

Según su autor, este cuento nace de un deseo de penetrar en el mito de la llorona, el cual con pequeñas modificaciones parece estar presente en casi todas las mitologías regionales. Al ir escribiéndolo se fue infiltrando como tema secundario la relación apasionante que hay entre el sexo y la muerte (Eros y Thanatos), las dos ruedas sobres las que avanza la evolución. Fue escrito de un solo tiro y no ha sufrido ninguna modificación.

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