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Reflejos de un viernes

Era muy temprano, todavía ni siquiera las once de esa maldita noche, y ya me encontraba jodido. Con premeditación había entrado a la confitería de la esquina, Dios sabe por qué le habían puesto "El Establo", sin un centavo en el bolsillo y con la garganta lamentablemente reseca. Antes de mi catástrofe económica acostumbraba lugares de mayor categoría y pagaba por mis bebidas, pero ahora sólo me quedaban mi departamento y pelusas en los bolsillos, por lo que me conformaba con huir como un caballo salvaje sin pagar, huir del Establo.

Me ubiqué con ingenio en una mesita baja, acogedora, un ojo en la puerta para escapar a la hora de la cuenta y el otro vigilando a los empleados, dueños, clientes y cobradores. Una sarta de sabandijas sin principios. Pedí un destornillador y me lo bebí sin respirar de un trago, en menos de cinco segundos. Evitando perder tiempo, audazmente exigí que me trajeran un gin tonic.

Me mostraba heroico tomando cocteles, uno tras otro, e intentando iniciar conversaciones eróticas o simplemente estimulantes con las mujeres del lugar. Los vasos dejaban un círculo de humedad en la baja mesa de madera, y en ese momento podían contarse seis.

Traicionado por la ambición y la ilógica seguridad que me inspiraban las bebidas, levanté la mano y grité, compadrito: "Flaco, traeme la botella de tu mejor champaña, y de paso entregale una igual a esa rubiecita que me mira y tiene cara de que le gusta."

El estruendo desmedido de mi vozarrón de galán recio fue advertido por muchos de los clientes del respetable lugar y por desgracia también por la blonda criatura que me dedicó un ademán obsceno y un insulto irreproducible.

La frase complicó mi momentáneo bienestar doblemente. Perdí a la chica y los dueños del local notaron el grosor de la cuenta que este sujeto de dudoso aspecto estaba acumulando. De inmediato mandaron a un monigote a cuidar la puerta de entrada y las camareras fueron reemplazadas por mozos que se quedaron cerca, expectantes.

Disminuí el ritmo de la bebida buscando ganar tiempo para explorar una posible salvación. Si sólo pudiera transformarme en bólido y atravesar las paredes, o crear la máquina del tiempo y volver al pasado para corregir el último e imperdonable error... No sentía miedo, sólo excitación. Quizás lograra causar algún daño memorable antes de que esos hijos de puta me cayeran como lobos y me despedazaran. Si iban a golpearme, al menos debía intentar una salida espectacular.

Demasiado borracho como para improvisar investigué en mi cerebro y rescaté un par de frases útiles, dispuesto a lo peor. Subí a la mesa y las conversaciones se transformaron en murmullos antes de cesar por completo.

Desde lo alto observé a todo el mundo, empuñando la botella verde y vociferando enloquecido.

-Señores, señoritas, maricas y forajidos, tengo el don de ver el futuro al precio de no recordar el pasado, y veo que aquí, muy pronto va a haber algo de violencia. Soy un hijo de puta despiadado y delirante, peligroso. Escuchen bien. Voy a arrasar con este agujero y el que quiera salir ileso que no se interponga en mi camino. Dios los bendiga a todos.

Había logrado distraerlos un segundo mientras digerían las palabras. Arrojé la botella vacía detrás del mostrador, contra los licores multicolores que se hicieron añicos con gran estruendo. Alguien, sollozando, acusaba haber sido cortado, que no podía ver, y una mujer histérica gritaba descontrolada.

Encontré el camino libre hacia la puerta custodiada por el orangután. Salté de la mesa y corrí en una posición curiosa, el torso a noventa grados con respecto a las piernas, dispuesto a fulminar de un cabezazo a todo el que se me cruzara, como un toro feroz queriendo arrollar al mundo. A un metro de distancia el custodio se movió con velocidad y mi hermosa cabeza fue a dar contra la puerta de salida, oyéndose un crujido de huesos, o tal vez madera.

En el piso, boca abajo y con los ojos cerrados, simulé estar muerto o por lo menos fuera de combate, sin mover un músculo. El grandote me levantó de la ropa, dispuesto a aniquilarme.

En ese momento yo, el Yupi, el hombre o Dios, disparé una mano bellísima en sus formas y le apresé los testículos disminuidos por los esteroides al rufián. Mi cara se encontraba desfigurada por la victoria y la bebida. El contrincante se retorcía y quería golpear, pero entonces mi apretón genital aumentó en fuerzas y el tipo quedó a mi merced.

-Ahora, basura, vas a repetir lo siguiente. Decí a Judas le pertenezco y soy sólo una de sus ovejas trasquiladas. ¡Decilo!

La gente comenzaba a reaccionar y la maniobra se tornó peligrosa. Era hora de largarme, pero no podía irme sin la gloria, la humillación del villano.

-A Judas le... Ayyy... Pertenezco y soy sólo una de sus ovejas trasquiladas.
-Así es. Tenés toda la razón del mundo -concordé satisfecho.

Mi mano dejó de apretar y la mole se desplomó, y encogido como un quirquincho sobre el piso mugriento se retorció, gruñó y gimió.

Ahora a escapar, a correr dejando el alma detrás.

El sudor frío me empapaba la cara y la espalda, las piernas a punto de estallar. En la esquina doblé y continué sin dejarme tentar por voltear la cabeza y echar un vistazo, habría perdido valiosos segundos. Entré jadeando por una calle oscura, sólo escuchaba mis pisadas, nadie estaba siguiéndome. Por Matías Zavalla salí a las luces de la Libertador.

A un par de cuadras de distancia se erigía La Llorona, un antro que podría servirme de escondrijo mientras se calmaban las aguas. Caminé despreocupado y tranquilo, pasando desapercibido, hasta llegar a la puerta.

El de la entrada quería dinero y se humedeció los labios con la lengua, recordándome a los melosos reptiles. Me esforcé por pronunciar bien las palabras y abrir los ojos cansados y nebulosos, por simular sobriedad.

-Buenas. Vengo de parte de Saratoga, soy un amigo íntimo asimismo del hombre del bigote y los moscovitas del intercambio -vociferé mientras arqueaba una ceja, pretendiendo una apariencia aristocrática e inteligente-. Debo estar en la lista.
-¿Lista? ¿Hombre del bigote?
-Noto desconfianza en tu voz. Vamos a hacer lo siguiente, te dejo el carnet de conducir y si no vuelvo con Saratoga en diez minutos podés destruirlo. ¿Qué te parece?
-Pasá. Cinco minutos.

Gusano crédulo. Mi automóvil había sido destrozado en ese reciente y desafortunado accidente de tránsito; ya no necesitaba ese rectangulito de plástico inservible.

Traspasé las puertas y estudié el ambiente. La gente abarrotando cada centímetro de suelo zapateaba y saltaba sin control. El aire viciado de cigarrillo y otros humores menos placenteros irritaba mis ojos achinados. Alguien se acercó por detrás y me tomó el brazo. Contraje los potentes músculos volviéndome dispuesto a atacar con todo.

-Hola. ¿Te acordás de mí?

Era Gabriela, la más linda compañera de la secundaria, el ángel de mis sueños. Sus curvas son ahora más pronunciadas y sus labios encantadores tientan, atraen.

-Claro que me acuerdo. ¿Cómo estas?
-Bien.
-Te ves bien. No. Te ves genial y dispuesta, que es aún mejor. Vamos a hablar.

No iba a costar mucho. Invitarla a tomar algo al departamento podía ser arriesgadamente directo. Lo mejor era acarrearla poco a poco, llevarla paso a paso.

Mediante artimañas y engaños conseguí sacarla del local. Caminamos tomados del brazo y no dejaba de parlotear, no fuera a ser cosa de que Gabriela entrara en cuenta hacia donde nos dirigíamos. Hábilmente le susurré halagos al oído para luego besarla apasionadamente. Ella me lanzó un golpecito de reproche al pecho, con la mano abierta y las uñas teñidas de negro.

-Sos un caradura. ¡Vos querés llevarme a la cama!
-¡¿Qué?!
-Está bien. Siempre me gustaste, desde la escuela cuando te lanzaba miraditas y vos parecías tan extraño, diferente y especial. Me alegro de habernos encontrado esta noche. Voy a ir con vos. Pero primero tomemos algo. Prolonguemos el momento.

Contuve el torrente de mentiras que pujaban por escapar de mi boca. Con ella debía ser sincero.

-No tengo dinero -confesé.
-No importa, yo invito -respondió ella sonriendo, y una película de saliva brilló sobre sus dientes perfectos.

La envolví con un gran abrazo para mantener el equilibrio y fingir amor, y en la eternidad de la noche entramos al bar con el zigzag de ensueño característico de los enamorados. El estruendo del tránsito había concluido, la temperatura descendió y una fina lluvia comenzó a lubricar la ciudad y a formar charcos lodosos en las tristes aceras.

Gritos y alaridos amortiguados interrumpieron el silencio.

Sobre la puerta de madera y a la derecha de los adornos rústicos brotaba el tenue fulgor un letrero negro, y dentro de éste, contrastando en color sangre resaltaban dos palabras: "El Establo".

Yupi, Argentina, España © 2003

yupiratta@hotmail.com

Yupi nació en Argentina, allá en el 1977. Se inició en la escritura de joven, pero muy poco de su obra ha salido a la luz. Se sabe que dedica la mayor parte de su tiempo a los estudios y a la percusión. En la actualidad tiene publicados algunos relatos en diversas páginas literarias de la red.

Lo que el autor nos contó sobre su cuento:
"Reflejos de un viernes" es un cuento a simple vista dinámico y alborotado, pero está sostenido por una rígida estructura basada en contrapuntos simétricos. Debí escribirlo y reescribirlo varias veces para lograr un resultado verdaderamente satisfactorio, y es que era una historia que constantemente me tentaba a relatarla desde diversos ángulos y los personajes rogaban por mayores detalles. Sin embargo me contuve e hice recortes donde se podía para obtener un resultado compacto, atrapante y vertiginoso hasta el final.

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