Juan vivía una soledad perniciosa. Fue así su adolescencia preñada de interrogaciones, su juventud de potro solitario llegando a ser, a los cuarentaicinco años, un hombre callado, introvertido y temeroso en su relación con los demás.
Tal vez por ser hijo único, huérfano de madre desde los ocho años y de padre desde los catorce, fueran estas las razones por las cuales se alejó sentimentalmente de todas las amistades, pero eso sí, sin dejar un sólo día por medio de asistir al concierto de aromas que la tierra de su conuco le regalaba cuando le abría el vientre con aquel arado de acero, herencia familiar. Ni los días de aguacero se perdía Juan la fantástica fragancia del cafeto en flor o los delicados verdes del maizal, con sus espigas abiertas como un desafío a la lluvia.
Esa soledad, unida a la terrible abulia e infinita desazón que la gente veía en Juan, más la falta de una compañera en el bohío, eran un acicate para que en el pueblo la gente le dijera:
–¡Cásate Juan, cásate, deja las manos quietas que eso hace daño!
Pero él, con aquella insipidez en el alma, alimentada quizás por los tantos años mustios, no sabía cómo contestar y, con un gesto amigable, dejaba a todos con las palabras prendidas en los labios y en los ojos bailándole un brillo tan jodedor como cómplice. Juan optaba en irse por ahí esas tardes de domingo a imaginar viajes, ciudades y mujeres que le llegaban como viajeras de un resplandor desconocido, extasiado en esa soledad que le daba el privilegio de conocer o descubrir nuevas sensaciones o comer mangos, guayabas y chirimoyas, tirado a todo lo largo de sus seis pies, a la sombra de los árboles, aprovechando su ocio para darse un chapuzón dominguero y refrescante.
Así siempre, hasta que en su imaginación, conoció a Martha.
Martha vino a ser, desde entonces, la mujer de sus sueños, con la que compartía cada noche esos deseos prohibidos, aquellos desesperos por la hembra ausente, que menguaba salvajemente a golpe de mano sobre su atormentado sexo.
Esa tarde el bar de Fermín estaba agitado, los pobladores celebraban el día de "no se qué", oportunidad que tenían los hombres para escaparse de sus casas, echarse al gaznate cuatro o cinco tragos de ron "peleón", cantar a sotto voce tres o cuatro rancheras a coro con Pedro Infante o Miguel Aceves Mejía y retirarse a sus casas dando tumbos, creyéndose los machos de la situación.
El caso es que, en esa algarabía, Juan vio a Martha, de cuerpo presente y sola, allá en la penumbra del último rincón del bar; era hermosa a los ojos asombrados del hombre cuyo corazón latía aceleradamente y con violencia.
Algunos parroquianos que vieron a Juan lo saludaron y, como siempre, después de algunas bromas, siguieron en lo suyo.
Otros lo vieron dirigirse hacia aquella mesa vacía, con los ojos desencajados por la sorpresa pero, acostumbrados a verlo así, como los demás, pronto lo olvidaron.
Martha, resplandecía sentada a la mesa, con su blusa medio abierta y aquella sonrisa que ya Juan conocía en su soledad.
–Hola, Marta -dijo Juan con el ensortijado pelo todo revuelto y su sombrero de yarey estrujado entre las manos, poniendo en su voz toda la firmeza de que sería capaz.
–Hola, Juan, aquí estoy –le respondió Martha con una sonrisa especial, sospechosamente infantil y única para él.
Juan presintió la llama de la sangre en aquel cuerpo limpio y moreno como la tierra que él trabajaba de sol a sol; en la negrura de aquellos ojos que halaban de sí, dejándolo más blandito que la clara de huevo; los senos que pugnaban por saltar de la opresión de aquella tela que los delataba, morenos y turgentes.
Rememoró una cuarteta inédita que a veces cantaba allá, en la soledad del conuco, pensando en esta muchacha que tenía frente a sí, la Martha de su imaginación:
Y se relamía gustoso ante la imagen de esta mujer increíblemente hermosa sin sospechar que algún día la tendría delante, real, tangible.
Vio que Martha prolongaba la risa, alisándose el cabello con ambas manos y, sabiéndose codiciado por aquel trozo de hembra, se dejó llevar por la brumosa concentración de la cerveza y el ron; las palabras, la música, el holgorio acallaron en medio de la tarde y fue a ella, la levantó suavemente de la silla, luego la abrazó y sintió que su lengua rastreaba, de manera impúdica, buscando, entrelazándose con aquella otra lengua húmeda, sumiéndolo en un dolor dulce, angustioso, en unos deseos inmensos de caer enfermo de gravedad. El vestido de la muchacha estaba ya en el suelo, la miseria de su vestuario interior esparcido.
Los senos, las nalgas, la espalda de la muchacha fueron acariciados como los primeros retoños surgidos de la tierra fértil; el pubis fue succionado con aquella paciencia acostumbrada en sus noches de satisfacción solitaria.
Por su entrepiernas sintió correr la tibia vida que le calcinaba su fantástica realidad; se sintió parte violenta de una vorágine que lo enviaba al paraíso o al infierno. Quedó adormecido en el silencio pastoso, neutral y cómplice de aquel ritual orgásmico.
Al llegar la bullanga nuevamente, Juan todavía estaba allí, en la penumbra de aquel rincón, sentado a la breve mesa del bar, solo, con aquella pesadez en los párpados, aquella infelicidad que le desbordaba la vida entera, aquel corazón cabalgando furiosamente en su pecho, porque Martha seguía allí, donde siempre ha estado, sólo en su cerebro, mustia como una flor de papel, pero sólo... en su cerebro.
Ernesto R. del Valle, Cuba, Estados Unidos © 2015
revistaguatini@gmail.com
Ernesto R. del Valle es un poeta y escritor cubano, y trabaja como Profesor de Literatura, Español y Educación Artística. Tiene en su haber varios poemarios publicados y un libro de relatos cortos. Aparece en varias Antologías de la Poesía Iberoamericana, entre ellas Antología de poetas del s. XXI, seleccionada por el poeta español Fernando Sabido. Es miembro de la Asociación Latinoamericana de Poetas-España. Su obra ha sido publicada en Australia, Cuba, República Dominicana, Estados Unidos, Italia y Polonia. Es editor de la Revista Literaria virtual Guatiní. Reside en los Estados Unidos.
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar