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Saludaremos en el atrio[FOTO]

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A mí la facultad me parecía un panal lleno de abejas solitarias. Éramos muchos estudiantes y, sin embargo, los dos estábamos siempre como solos. Claro que no era la soledad persistente y angustiosa de los años posteriores; aquello era como una intimidad en medio de la gente, como quien está unido a otro por un delito o un pecado, y me gustaba. La gente no ve, por lo general, el lado positivo de la soledad.

Me bastaba presentirla en el salón para verla, buscándome entre todos. Transitábamos corredores de conversaciones para salir a un claro de silencios, y a caminar juntos hasta el centro. Caminar era, por esos tiempos, la grata consecuencia de la pobreza.

Nunca fui conversador y creo que la palabra más difícil de una frase es la primera. Por eso me desesperaba que nos peleáramos. Me parecía tenerlo todo perdido desde el principio. Pero siempre volvíamos a reconciliarnos sin hablar, casi. Conmigo tenía eso: entenderse con las mínimas palabras. Esa era, creo, toda mi ventaja sobre los demás.

Me gustaba saber que ella estaba allí, que compartíamos algo. Por eso, aunque cada año que pasaba la carrera se me hacía más interminable, seguía estudiando. Hasta que la idea del matrimonio empezó a cobrar ventaja sobre la posibilidad de una década, casi segura, de estudios impidiéndonos vivir juntos. Al final del tercer año abandoné y me puse a trabajar.

Claro que esto no ocurrió así, de la noche a la mañana. Primero fue una suplencia de sereno, y seguí estudiando durante el día. Si bien es cierto que a veces me dormía en clase, tener que mantenerme despierto por las noches me obligaba a estudiar. Después se presentó lo del quiosco y ya no tuve que pensarlo mucho. Mi padre me giró lo que me faltaba para la entrega y, tengo que reconocerlo, ella me alentó mucho. Después que se recibiera, planeábamos, venderíamos el quiosco y yo podría continuar estudiando.

Al principio lo que más extrañaba eran esas silenciosas caminatas. Llegué a pensar, me acuerdo, que la vida parecía injusta con nosotros, privándonos del tiempo de estar juntos justo cuando yo comenzaba a ganar algo de dinero. Después comprendí, mirando alrededor, que éramos casi afortunados.

Al final, el quiosco me gustó. No digo que sea del todo interesante, pero tiene sus ventajas: no hay patrones, deja tiempo para leer y, salvo cuando llueve, es un trabajo limpio y sano. Lo malo es que nos veíamos poco. Ahora que lo pienso, puede haber sido eso. En menos de dos años, trabajando incluso los domingos, conseguí alquilar un localcito bien ubicado. Busqué por mucho tiempo algo donde se pudiera trabajar aún en invierno, porque la esquina a la intemperie es muy sacrificada.

Entonces apareció, una mañana, y me lo dijo. Yo no lo podía creer y ella tampoco, dijo, y se fue. Hubiese querido correr hasta alcanzarla y. . . no sé, gritarle, reprocharle. Pero me quedé duro en el banquito, como si nada. Como encandilado de un riesgo nunca antes pensado. Como buscando, el cuerpo, al autor de una herida atroz, con la náusea que se siente al olor de la sangre. Se me hizo todo de una gelatina de recuerdos, por muchos meses. Los días eran copias de la misma, idéntica, pesadilla. Y eso que nunca trabajé tanto, ni con tantas ganas, ni con tanta suerte. De noche volvía a la pensión y le escribía una carta. Todas las noches una diferente, tratando de entender. Todavía las tengo, guardadas con las fotos en una caja de zapatos, encima del ropero. Las releí dos veces: cuando me mudé a esta casa, hace ya de esto unos quince años, y el mes pasado, cuando nos reencontramos.

La feria estaba abarrotada de gente, cada uno en lo suyo y, sin embargo, yo sentí como que alguien me miraba. Era una sensación casi olvidada. Me di vuelta y la encontré, disimulando en ajustarse la bufanda. Caminamos el resto de la tarde y nunca, que yo recuerde, hablamos tanto. Al final no se había casado. Ya lo había oído pero al contármelo ella, sentí como alegría. Como yo, no se había recibido. La fui a buscar a su oficina a la semana, y caminamos casi en silencio como antes, varias cuadras. Después, nos vimos todos los días.

Yo no soy conformista, pero sé verle el lado positivo a las cosas. Y sé que ahora no será una pasión como era antes, pero al fin y al cabo, somos nosotros, por más que haya pasado el tiempo. Además, es tan difícil encontrar a alguien con quien entenderse casi sin palabras. Decidimos que cuando nos casemos viviremos aquí, en esta casa. Los dos queremos que sea lo antes posible, aunque nos hubiese gustado encontrar a alguien que se hiciera cargo del quiosco, para irnos de luna de miel. De todos modos cerraremos para Navidad y como no hacemos fiesta -saludaremos en el atrio, hay que acordarse de poner en la tarjeta --con lo que ahorramos tal vez vayamos una semana a Buenos Aires. No se puede tenerlo todo, tampoco.

Rubén Fernández, Uruguay, Australia © 1997

zacate@hotkey.net.au

Rubén Evaristo Fernández nació en Montevideo en marzo de 1954. Cursó, sin completar, estudios de Medicina, trabajó como docente de Enseñanza Secundaria y en 1978 emigró para radicarse en Sydney, Australia.
Actualmente es Director de la Unidad de Español de Radio SBS, emisora de la cadena de radio y televisión multicultural estatal, y corresponsal de varios medios extranjeros.
Sus trabajos literarios han aparecido en varias publicaciones australianas editadas en idioma español. Entre 1986 y 1997 ha obtenido diez premios literarios en Australia y Uruguay, bien por poemas o por cuentos cortos. En 1988 ganó el Premio Nacional Walter Schaüble por Excelencia en Radiodifusión por un documental sobre la situación de los aborígenes australianos.
En 1993 Editorial Cervantes de Sydney publicó su primer libro, una colección de 18 cuentos cortos titulada: "Querido Juan Dos Puntos".
Durante 1996 residió en Costa Rica becado por el Departamento de Literatura del Consejo de las Artes de Australia, escribiendo una novela relacionada con la comunidad hispana de Sydney en la que actualmente sigue trabajando.

COMENTARIO DEL AUTOR SOBRE SU CUENTO:

Si bien fue escrito de un tirón, en uno de esos raptos felices que nos esperan en la esquina de una noche cualquiera con la nostalgia del país que se añora, este cuento sufrió muchas modificaciones a lo largo de su elaboración. Pero más ha cambiado, tal vez, mi visión de él en el mismo proceso.
Convencido de que la intención de las cosas que uno escribe se hace aparente, aún al autor, sólo después de escritas, a la mañana siguiente entendí que podía bien tratarse de una representación del terco espíritu de sobreviviente de los uruguayos ante un país que se deteriora.
Después de conversarlo con amigos, quedé convencido de que era nada más que una evocación generacional de quienes tuvimos que conformarnos con ser jóvenes en el mediocre entremedio de época donde ni se perdió la batalla idealista ni se revitalizó nuevamente el egoísmo como doctrina.
Pero otra vez solo, revisándolo meses más tarde, encontré que era otra historia del abandono, una moneda de dos caras iguales que cae con el mismo peso en el bolsillo de quien lo inflige y de quien lo sufre. Entonces se me hizo que estaba hablando del abandono que inflige al país y sufre a la vez el emigrante, y su posterior conformidad con cualquier cosa que encuentra.
Y ahora que lo veo bien claro, me doy cuenta de que no era ninguna de estas cosas, sino más bien lo que tú decidas. Porque lo único de valor que se puede encontrar en la esquina de la noche y la nostalgia es el espejo donde el lector refleja, con su propio talento, las cosas que lleva dentro. Suerte.

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