En ese rugido ancestral está mi fuerza. Violentos terrores asaltan mis sueños. La fiebre hace que delire. Es el infierno. El sol ardiente. El Cusco. Los barrotes de la ventana dejan pasar la luz tamizada por una capa de polvo. El viento sibilante arrastra el sonido de un retumbe de tambores para recordarme aquel solsticio de invierno incaico que me condenó a esta celda en un país lejano.
Lamento no ser un hombre de familia. A miles de kilómetros de mi ciudad natal, estoy a disposición de un juez quien me acusa de un crimen. Ningún alma amiga se ha interesado por mi tragedia. La historia que voy a contar ocurrió en mi viaje al Cusco, hace hoy exactamente un año. Soy antropólogo, un aventurero por naturaleza. Conozco el desierto patagónico y las ruinas de Copán. No lo dudé dos veces cuando tuve la oportunidad de visitar Perú, en una mezcla de investigación y vacaciones, en mi año sabático de la universidad.
Mi vuelo partió de Caracas sin retraso. Al abordar el avión me encontré con una mujer joven que desde la espera en el aeropuerto se mostró simpática. Sus rasgos eran indígenas, con una belleza exótica que me sedujo. Llevaba una atrayente pulsera de piel de puma, y en su cabeza una diadema que, aunque simple, parecía de oro; algo que me recordó el prominente papel de las mujeres en la cultura inca.
Ella no viajaba sola. Sentado a su lado iba un hombre entrado en años. Por su forma de hablar parecía extranjero, aunque no pude dilucidar su origen. Había cierta semejanza entre nosotros: ambos teníamos los ojos verdes, y la barbilla partida, hecho que hacía resaltar el mismo fenotipo europeo. Al verlo me llamó la atención la forma en que estaba vestido: sombrero de ala ancha, y bastón con empuñadura de marfil; un traje de gabardina con chaqueta de solapas cruzadas como los que estaban de moda en los años 30. Sobre todo, me fijé que en el dedo anular exhibía un anillo tetragramaton de plata con piedras engarzadas.
Aún no me explico cómo no malicié cuando ambos personajes resultaron ser mis compañeros de asiento en el avión. Al sentarme alcancé a oír un resto de conversación: «La civilización es un disfraz. La verdadera realidad está en la naturaleza. Hay que aprender de la naturaleza porque ella es una asesina implacable e inocente». Dijo el hombre de manera sentenciosa, mirándome de frente, como si me conociera. No pude evitar inmiscuirme en ese diálogo, que de allí en adelante continuó de manera fluida entre los tres.
Luego supe que era un afamado arqueólogo y catedrático de la universidad de San Marcos. La mujer le daba un trato distinguido. Era el doctor Vernet, famoso por sus descubrimientos sobre los misterios yacentes bajo la Lima subterránea. La conversación fluyó espontánea, y hasta hicimos una cita para tomar una copa cuando llegáramos al Cusco, donde ellos también se dirigían a presentar un libro. En un momento en que Vernet se disculpó para ir al baño, la mujer me dijo: «Ya tendremos tiempo para nosotros». Sacó una botellita de plata llena de pisco y sirvió dos tragos. Al beber, una gran paz distendió mi cuerpo hasta fundirme con las nubes que se agolpaban frente a la ventanilla.
A ella la perdí de vista en el aeropuerto del Cusco. No obstante, mientras esperábamos el equipaje, noté que la mirada de Vernet estuvo todo el tiempo sobre mí, al acecho. Volví a reconocer que el parecido entre ambos era notable. De no ser por la marcada diferencia de edad, yo estaba en mis treinta y él debía pasar los setenta, juraría que era mi doble. A pesar de sus años, Vernet era ágil y se movió con destreza para sacar su equipaje del carrusel. Después que tuve mi maleta en las manos, tomé un taxi que me llevaría al hotel ubicado en el centro histórico.
Quería recorrer la ciudad por mi cuenta, libre de neófitos y extraños. El recepcionista del hotel sugirió que no saliera solo, quería recomendarme a un acompañante. Horas después lamentaría haber desatendido esta advertencia.
Las edificaciones centenarias del Cusco tenían algo lúgubre. El coloniaje no pudo modificar el plano de la ciudad que conserva hasta hoy sus calles más antiguas. Pasé horas embelesado, con la euforia del turista que no mide el tiempo. Cuando miré el reloj, era cerca de la medianoche. Hasta mí llegaba la algarabía de una fiesta ritual en una plaza cercana. Hombres y mujeres bailaban y cantaban alrededor de un puma de piedra.
Comencé a caminar con dificultad por las calles empedradas de regreso al hotel. Sentí las piernas temblorosas y de manera abrupta perdí el sentido de la orientación, desconociendo donde estaba. Mis pulmones estaban a punto de explotar.
A cada paso, tenía que detenerme a tomar aire. Estuve un rato recostado sobre un muro, en una intercepción de varias calles en penumbra. Entonces noté que si cruzaba a mi derecha llegaría a la calle del convento de Santo Domingo. Con las fuerzas cada vez más disminuidas, caminé hacia un cobertizo, en las afueras del convento. Sentí mucho sueño. Entrecerré los ojos ¿fue un instante apenas o toda la vida?
Sin saber cómo, me encontré en un cuarto iluminado con antorchas. Adosadas a las paredes, cabezas de puma mostraban largos dientes. De allí brotó una vaharada apestosa, un olor a fieras en cautiverio repugnó mis sentidos.
Sin apenas fuerzas para mantenerme en pie, alcancé un taburete debajo de una ventana con barrotes. Acudió una mujer con un traje ritual semejante al de una princesa inca. Llevaba una lámpara de aceite en su mano y tras el movimiento vi que su sonrisa se iluminaba al verme; luego hizo una inclinación de cabeza invitándome a entrar. «Necesito ayuda», dije desfallecido. Ella trajo un cuenco de barro con un agua oscura.
–Beba. Esto hace bien para el soroche.
Con el bebedizo, una gran vitalidad recorrió mis venas. En lugar del cansancio inicial, irrumpió en mí una ira terrible. Tenía sed. Era como si un animal viviese dentro de mí y luchara tenazmente por liberarse.
Vislumbré un altar, semejante a los que había visto en tantas fotografías de libros arqueológicos. Había armas punzantes dispuestas a un costado. Un escalofrío precedió al miedo. Comprendí que estaba inmerso en un ritual pagano. Tenía que salir de ese lugar inmundo antes de que fuera demasiado tarde.
–¿Preparo las dagas para el sacrificio? –preguntó uno de los indios, acercándose con sigilo.
Era como si otra entidad respondiera a través de mí, aunque reconocí mi propia voz:
–Afílelas todas –dije con autoridad.
Miré a un costado del recinto. Dos pumas estaban atados con cadenas a la muralla de la mazmorra. Quedé ensimismado con la lujuriosa sensualidad y suntuoso pelaje de los grandes felinos. La argolla blandía de la pared de piedra a punto de romperse y las fieras rugían excitadas por el olor de la sangre que ya intuían cerca. Sobre la piedra estaba atada una joven desnuda. Un sacerdote ordenó acercarme hasta el altar. Colocó un cuchillo entre mis manos. ¿Acaso creían que tendría el valor para herir a esta pobre víctima?
–No puedo, Dios mío –dije intentando inútilmente escapar. Varios indios bloqueaban la puerta con sus cuerpos. El cuchillo cayó al piso. Oí una voz lejana que me llamaba por mi nombre. Reconocí la voz cavernosa de Vernet.
–¡Simón, lleva adelante el sacrificio, cobarde!
La joven gritaba horrorizada ante la inminencia de la muerte segura. Aun así, una fuerza imperiosa acabó con el último resto de mi humanidad. De un tajo le abrí el pecho y ofrecí el corazón aún palpitante al ídolo bañado en oro. Los demás descuartizaron el cuerpo y arrojaron partes por el aire a las fauces de los pumas.
Después de este horror tan solo hay fogonazos de conciencia. Las antorchas comenzaron a apagarse. Al pasar por el zaguán de la salida, la furia disminuyó poco a poco y mi antiguo coraje desapareció, recobrando mi cordura. Mis recuerdos llegan hasta allí. No alcanzo a recordar cómo regresé al hotel, sólo sé que dormí veinticuatro horas seguidas.
Desperté con mis miembros entumecidos. Sediento, bebí agua de la jarra y, con el cuerpo afiebrado, intenté revivir el sueño. Esa terrible visión ante el altar de piedra seguía allí. Respiré aliviado al volver de esa ominosa pesadilla y recordé con dificultad el motivo de mi viaje al Cusco. Entonces, llamaron a la puerta con violencia.
–Señor Simón, abra la puerta en nombre de la ley.
Dos policías querían interrogarme sobre un crimen. Mostraron una foto con el rostro de una mujer joven que me recordó a la muchacha encadenada del sueño. Omití cualquier comentario.
–En el Cusco, durante el Cápac Raymi, se celebran muchos rituales –dije en voz baja, a lo que uno de ellos contestó:
–Eso se lo vas a tener que contar al juez, Caperucita. Aquí los lobos como tú van presos.
–¿Dónde encontró ese anillo? –preguntó el otro policía.
Con asombro reconocí en el dedo anular de mi mano al emblemático anillo de Vernet.
Ha pasado un año y ya nadie se acuerda de mí. Fui condenado a veinte años, por un crimen que cometí en un sueño. Los periódicos han dejado de nombrarme. Hoy es el solsticio de invierno, el día que se celebra el Cápac Raymi. Hay algo premonitorio en el ambiente, como el lamento de la tierra que precede a un terremoto.
Escucho el sonido acompasado de tambores. A pesar de estar inmerso en un sueño profundo, oigo el chirriar del cerrojo. Entra el guardia acompañado por otra persona. Reconozco a la mujer que conocí en el avión. La sigo por un camino de bóvedas y enrevesados pasadizos subterráneos, hasta dar con una puerta brumosa por donde entramos a un recinto que descubro familiar.
Al entrar, escucho rugidos de pumas hambrientos, el olor de la sangre y el fuego de las antorchas, los mismos acólitos de los sacerdotes acuclillados en la oscuridad. Las mismas dagas de obsidiana y ónix a un costado del altar de sacrificios. Frente a mí, el cónclave en pleno espera el sacrificio.
La mujer trae un cuenco de barro con agua oscura. Recordé el sabor amargo del ajenjo.
–Hay que desalojar el alma y llamar a los espíritus.
Una laxitud de muerte cierra mis ojos. Dos indios tienden mi cuerpo sobre la piedra. Sujetan brazos y piernas a unas cadenas, cubriéndome con una piel de puma con fauces abiertas, donde destacan sus colmillos afilados. Ahora, Vernet toma el lugar del oficiante sacrificial. Grito sin que puedan oírme, inmerso en la bruma de un sueño. Oigo la voz de Vernet susurrar en mi oído: «Eres libre. Recupera tu voracidad asesina en la montaña». En un último destello de humanidad, me viene la fugaz imagen de un Vernet rejuvenecido, disfrutando de la lozanía y vigor de mi antiguo cuerpo.
Cierro los ojos. Me entrego con deleite a los ruidos de la naturaleza. Por primera vez mi cerebro se calma y me embarga cierta felicidad. Ya está sobre mí un puma enorme insuflándome su fiereza. Siento su aliento caliente en mi cara. Me someto bajo la poderosa fuerza de sus ondulantes músculos. Contemplo extasiado el juego de luces y sombras de su precioso manto. Ahora puedo desplegar mi feroz naturaleza. En medio de la oscuridad brillan mis colmillos desafiantes. Doy un salto ágil. Salvaje. Afianzo mis cuatro patas sobre la tierra húmeda y escalo la montaña a grandes saltos, siguiendo el rastro de la sangre. Ahí está el arco iris de fondo, sobre manantiales y arroyos, mientras las guaruras, las flautas y los tambores renuevan el sagrado regreso del solsticio del puma.
María Teresa Ogliastri, Venezuela © 2022
mtogliastri@gmail.com
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