Dicen, quienes saben de esas cosas, que la personalidad nunca cambia, sino que, todo lo más, madura. Por la sencilla razón de que los genes, ese elemento del cromosoma que tanto nos condiciona, tampoco se alteran. Pura ciencia. Pero, digo yo, ¿hasta qué punto puede evolucionar nuestra personalidad si es sometida a múltiples y variadas experiencias, a través de los años, a través de toda una vida? La única realidad que puedo aportar a estos asuntos es que mi personalidad, en la actualidad, es radicalmente opuesta a la que padecía –sí, la padecía– antes de conocer a Sean.
Le vi por primera vez mendigando, sentado en el suelo, ante la puerta de unos grandes almacenes. A sus pies tenía colocada una especie de pequeña escudilla o bol de plástico, en la que mantenía sólo las monedas de pequeño valor. Su cara, su único brazo y sus pies descalzos aparecían sucios y curtidos por los rigores extremos de las temperaturas de una región que, aunque la publicidad turística anuncie lo contrario, sufre un clima continental, casi tan riguroso en verano como en invierno. Tras una aparente sonrisa, escondía parte de sus rubias greñas sujetas por una goma, y mantenía la cabeza erguida y los ojos cerrados, mientras ese único brazo rodeaba sus rodillas. Era delgado, aunque de constitución sólida.
Detuve mi marcha y arrojé varias monedas en su escudilla. A pesar del ruido que causaron al caer sobre las que contenía ese bol, no abrió los ojos. Supuse que estaba medio dormido o borracho, a juzgar por aquel esbozo de sonrisa, y continué mi camino.
Al cabo de unos días, pasé por el mismo lugar y allá estaba el mendigo, en idéntica posición. Volví a soltar unas monedas desde mayor altura, con la finalidad de que el golpeteo provocara sacarle de su sueño o abstracción. Lo conseguí.
–Señora –habló, con el clásico acento anglosajón, fijando sus ojos en los míos y sonriendo sarcásticamente–, hace unos días fue usted más discreta.
Noté cómo un repentino calor en la sangre me invadía las mejillas y sólo pude disculparme asegurándole que las monedas se escaparon de la mano.
–¿Me invita a un café? –solicitó, de repente y con descaro, para mi desconcierto.
–Lo siento; voy de compras –mentí, mientras señalaba la puerta de entrada de los grandes almacenes y tan ruborizada como sorprendida.
–Acá tienen una linda cafetería...
Antes de que me hubiera recuperado de la confusión, el hombre volvió a sorprenderme: se levantó lentamente, con la escudilla en su mano. Mientras tanto, con cierto disimulo, ojeé su físico. Era muy alto, y su espalda se amplió desmesuradamente tras erguirse; dibujaba una silueta angulosa. Luego observé, esta vez no sin descaro, su indumentaria. Vestía una camiseta a rayas, verdes y blancas, y unos pantalones naranja.
–Camiseta y pantalones conforman la bandera de mi país –parecía haber leído en mis pensamientos–. Me visto así no por patriotismo, sino porque, de vez en cuando, algún irlandés disfruta proporcionando una buena limosna a un compatriota; algún inglés soberbio disfruta dejando caer unas migajas, y algunos vascos, identificados con el problema del Ulster, me consideran un hermano, un hombre que sufre idéntico problema nacionalista, una especie de héroe al que machacan a preguntas acerca de los problemas políticos que sufre mi país. Pero, bueno, esa curiosidad vale la pena, pues finalmente me recompensan con suculentas limosnas.
–Y usted se aprovecha de la caridad de sus compatriotas, de la soberbia de algún que otro inglés y de la ignorancia de algunos vascos. Es usted un hombre práctico...
–Como comprenderá, en estas circunstancias, no me queda otro remedio. En mi situación, ¿no haría usted lo mismo? –inquirió, y volvió a plasmar una amplia sonrisa en su rostro.
–La bandera de su país necesita un buen lavado –fue mi respuesta.
El hombre ojeó su indumentaria, sin abandonar la sonrisa. Se plantó ante la puerta automática de los grandes almacenes, volvió atrás su mirada y dijo, casi de manera imperativa:
–¡Vamos, señora...!
No me apetecía invitar a un desconocido, y menos a alguien con un aspecto tan desaliñado. Sin embargo, había algo en él que me atraía.
El indigente retiró una de las sillas de la mesa más cercana y me ofreció asiento. Dudé. Pero me percaté de que ya no se me ofrecía la posibilidad de rectificar.
–Usted no desea que le vean conmigo, ¿verdad?
–No, no es eso...
–En mi opinión, la persona que invita debe permanecer, consuma o no, junto al invitado. Vamos, siéntese, por favor.
Obedecí, aún más arrepentida de mi decisión.
–Hace unos años vestía trajes tan caros como incómodos; la vida de vagabundo tiene sus ventajas –dijo el hombre, mirando y estirando la camiseta entre sus dedos índice y pulgar.
–Espero que, al menos de vez en cuando, lave esas ropas…
–Por supuesto, señora; además, uso varias “banderas”. Y usted, ¿a qué se dedica? –giró, repentina y hábilmente la conversación.
–Trabajo cuando escribo.
–¡No me diga! Yo fui periodista, en Londres. Trabajé durante ocho años en una revista científica, pero de repente me vi de patitas en la calle. La excusa fue “la crisis”. Ya sabe, lo mismo que ocurre acá y allá…, en casi todo el mundo.
El hombre reposó la cabeza sobre el puño y la sacudió de un lado al otro. Una tenue sombra descubrió dos discretos surcos que destacaban sobre un rostro ligeramente cuarteado. Mordió su labio superior, luego arqueó una ceja y escrutó mi rostro. Advertí en esa mirada el deseo de continuar con su historia, pero dejó caer sus ojos, sonrió nuevamente y mantuvo el silencio.
–De repente, sin empleo. ¿Ha buscado trabajo? –inquirí, animándole a continuar.
–No es fácil encontrar empleo, y menos en mi oficio –contestó, irguiendo su rostro.
–Usted aún es joven y se maneja muy bien en español…
El camarero se acercó a la mesa. Yo pedí un café y el hombre un bocadillo de jamón y queso y una cerveza.
–Me había pedido que le invitara a un café. Es posible que no tenga dinero para abonar esta cuenta. Lo digo en serio.
–¡Oh; lo siento!
El hombre llamó la atención del camarero por medio de un sonoro grito; éste se giró y, cuando estaba dispuesto a atender la llamada, me incorporé, para hacerle una señal con ambas manos, indicando así que se trataba de un error.
–No se preocupe; le invitaré, de todas formas.
Retiré dinero de un cajero automático que se encontraba ubicado cerca de nuestra mesa y, tras volver a tomar asiento, pregunté:
–Dígame, señor, ¿cómo se llama?
–Mi nombre es Sean. Nací en Dublín. Allá crecí y allá me convertí en periodista –comenzó–. Mi padre era español, natural de Málaga, ¿sabe? Huyó del fascismo poco antes de acabar la guerra civil, junto a un inglés que luchó en el bando republicano. En Londres, trabajando en la industria textil, conoció a quien luego se convertiría en mi tío George. Él le habló de la maravillosa gente irlandesa y de las garantías que podría ofrecerle la isla ante la nueva guerra que se avecinaba. Mi padre pensó que, a pesar de que no ofrecía las posibilidades laborales de Inglaterra, estaría más seguro en una isla que a los alemanes les importaba un comino. Y a Irlanda marchó, junto a mi tío. Cuando acabó la II Guerra Mundial, se casó con mi madre, la hermana de George, y, fruto del matrimonio, nacimos mi hermana Esperanza y yo. Mi padre nos enseñó a hablar el español y nos obligaba a leerlo. Era un tipo inteligente y sabía que algún día este idioma me sería útil. No puede imaginarse cómo se lo agradezco ahora.
–Sin embargo, no debió hablarlo demasiado...
–Comencé a practicarlo nuevamente tras muchos años, cuando llegué a España, hace un par de años. No sé si le importa que hable de España aquí, en el País Vasco...
–No; en absoluto. Yo soy vasca, pero también española.
–¿Y lo va diciendo por ahí, sin miedo al fanatismo nacionalista?
–Por supuesto –afirmé, sin ambages.
Sean bebió un trago de cerveza y comenzó a comer su bocadillo.
–Yo sé que en el País Vasco hay muchas personas que se sienten españolas, pero no lo exteriorizan.
–Es cierto. Dejemos el tema, por favor. Cuénteme algo más sobre usted.
Sean sólo abrió la boca para comer y beber, y cuando lo hizo tranquilamente, mientras yo le observaba esperando una respuesta, preguntó:
–¿Qué le parece si me invita otro día y le cuento lo que usted desee? –me invitó él, a su vez, dejando asomar en su rostro una sonrisa pícara.
“¡Menuda cara dura!; el tipo quiere contarme su vida por capítulos a cambio de un desayuno diario”, pensé, mientras le sonreía, irónica. Sean continuaba sonriendo, esperando una respuesta.
–De acuerdo –acepté, sin pensarlo. Aquel hombre manco me inspiraba cierta confianza, a pesar de su indudable desfachatez–. Pero no será en esta cafetería; nos veremos mañana, a las once, en la Parte Vieja, en el bar Martínez. ¿Lo conoce?
–Por supuesto, señora. Presiento que voy a desayunar como un rey.
–Lávese y póngase otra ropa –ordené.
Comenzó a caminar hacia atrás, retirándose de mí mientras golpeaba la escudilla en su pierna, sin dejar de sonreír. Aquella sonrisa, casi constante, me confundía; sin embargo, concluí que formaba parte de un optimismo natural.
Sean me esperaba frente al bar, en mitad de la calle. A pesar de vestir un lindo traje azul marino, atisbé sus formas a primera vista: la larga melena recogida y ese cuerpo ancho y anguloso le hacían inconfundible. En el bar tomó tres o cuatro banderillas, acompañadas de cerveza. Hablamos poco; él prestaba más atención a las deliciosas tapas que a mi persona. Paseamos por los cercanos jardines de Alderdi-Eder y continuamos por el paseo de La Concha, hasta el barrio de El Antiguo. Subimos en funicular hasta las atracciones de Igueldo, el maravilloso monte desde donde se observa una de las vistas más bellas de España; paseamos por sus atracciones y luego nos dirigimos hasta un restaurante cercano.
–No he leído ninguna de tus obras, pero deduzco que sólo alguien que alcanza un gran éxito puede permitirse invitar en este restaurante… –me sonsacó Sean, mostrando nuevamente su pícara sonrisa.
–Antes de escribir ficción, fui periodista, como tú, aunque practiqué la profesión durante sólo un par de años. También yo fui víctima de la crisis –añadí, enfatizando la palabra “crisis”–. Ahora les agradezco el despido; me gusta más la narrativa, me reporta mayores dividendos y trabajo como deseo y cuando me apetece. La libertad laboral resulta impagable.
–Me da la sensación de que por ese motivo llamé tu atención; es decir, no soy más que la ácida visión de la injusticia social y de la rebelión pasiva de un hombre que lucha en el seno de una sociedad que no le necesita y, por tanto, le repudia. Pero parece ser que he conseguido, contigo y por primera vez, llegar a mostrarme como el vivo retrato de la dignidad.
Estoy segura que no fui yo la primera persona que vio en Sean un hombre digno, aunque no tanto como deseaba mostrarme mediante ese parangón del “vivo retrato” de tal virtud.
A los pocos días le invité a vivir conmigo. No necesité meditar demasiado tal decisión. “Mientras te buscamos algún trabajo”, le advertí, a sabiendas de que el motivo quedaba muy alejado de lo laboral. Mi casa padecía soledad, oscuridad y silencio desde que mi marido murió, y a mí no me importaba compartirla con un hombre que, estaba convencida, la transformaría en algo mucho más agradable, aunque no tan saludable...
–Los pocos ahorros que consigo tienen un destino: la India, el país con mayores desniveles sociales del mundo. Quiero saber en qué estrato podría encajar yo.
Aquella declaración me sorprendió ingratamente. Porque estaba convencida de que no rechazaría una oferta tan... especial como la mía. También él debió sorprenderse cuando observó mi rostro. Sin embargo, añadió:
–No rechazaré la oferta. Pero no deseo comprometerte con nadie. –Sean reflexionó unos segundos y añadió–: Digo esto porque en cuanto obtuviera el dinero suficiente, me marcharía del trabajo y dejaría tu reputación en entredicho. Por otra parte, de momento, no deseo dejar de ganarme la vida como lo he hecho hasta ahora.
Sean vino a vivir a mi casa, a dormir en mi dormitorio y a alimentarse de mi cocina. No deseaba por nada del mundo que ese hombre se esfumase de mi vida. Aunque mi situación económica me lo permitía, no le facilité el dinero para realizar su viaje, y mucho menos, traté de encontrarle una ocupación laboral. Él era consciente de todo ello, por lo que tampoco demandó de mi pequeña fortuna un solo céntimo.
–Sabes que un día, cuando tenga el dinero necesario, me marcharé. Eres una mujer extraordinaria y sé que me destrozará perderte –confesó Sean, tras una noche apasionada. Y añadió, de manera inesperada–: No guardo rencor a quienes colgaron aquella bolsa de plástico cargada con explosivos en una papelera, y me consuela saber que pudo haber sido un niño quien, en lugar del brazo, hubiese perdido la vida.
–Y tú sabes que te amo, que odio a quienes fabricaron ese explosivo y que voy a luchar con todas mis fuerzas para que te quedes conmigo, para que te enamores locamente de mí y para que te olvides de la India. Si quieres ir hasta allá, iremos, pero para volver a este hogar.
–El ser humano –analizó– tiende a buscar, como los topos, madrigueras que le ofrezcan seguridad, y no desean encontrarse con lo desconocido; nos hacemos viejos y nos morimos asidos a un clavo ardiendo y con las manos quemadas. Sin embargo, en los grandes espacios es donde podemos gozar de la oportunidad de ser medianamente libres, desligándonos de la mísera rutina que nos ofrece el hogar, coto cerrado pleno de tópicos, que arruina nuestras pocas experiencias y conocimientos. Si tanto me amas, puedes venir conmigo. Y, una vez en la India, si lo deseas, puedes quedarte o volver.
No supe qué decir. Aquellas palabras, sin embargo, me trasladaron a mi infancia, a otro mundo, a aquel en que me había criado, pleno de violencia y miedo. ¿Por qué, ahora, que un nuevo horizonte de paz se abría ante mí, el azar me proporcionaba el amor de un hombre al que no terminaba de comprender? No contesté a su proposición.
Él continuó mendigando, mientras yo trataba de concentrarme en mi trabajo, aunque sin mucho éxito. Porque mis pensamientos se centraban en Sean y en su irrevocable decisión de anudar mis neuronas y partirme el corazón.
Cenábamos todas las noches en algún restaurante de la Parte Vieja donostiarra o de esos maravillosos pueblos cercanos: Fuenterrabía, Orio, Zarauz, Guetaria, Zumaya... Y, de vuelta a casa, bajo los suaves efluvios del rioja, hacíamos el amor hasta la madrugada. Nunca fui tan feliz, y nunca me sentí tan protegida como cuando Sean me ceñía la cintura por medio de su único brazo.
Te amo profundamente; lo sabes bien. Pero necesito conocer la verdadera pobreza. Sean Gárate. Esta fue la escueta nota que encontré una mañana bajo un bolígrafo, tendida sobre mi mesita de noche.
Transcurrieron dos semanas de aquella inesperada desaparición cuando recibí la primera de las cartas de Sean. En ella me pedía que le perdonase el hecho de no haberse despedido de mí, agradecía cuanto de material había hecho por él, se disculpaba por no telefonearme, pues “todo se explica mucho mejor por escrito”, y me suplicaba que no le olvidara, que continuase amándole y que me reuniera con él allá, en la India. Finalmente, me comunicaba que había encontrado trabajo como corresponsal de un periódico londinense. De inmediato, sentí el impulso casi irrefrenable de preparar las maletas, pero después, ya algo más decidida a hacer uso de mi infalible calma reflexiva, pensé que mi futuro, mi porvenir como escritora podría sufrir graves consecuencias. Decidí no contestar, ni aunque fuese por pura cortesía. Estaba convencida de que, por mucho que le explicase mi situación, ni Sean ni ningún otro hombre sería capaz de comprender qué es lo mejor para una mujer que depende de sí misma y que adora su trabajo; estaba convencida de que los hombres sólo piensan en ellos y en amores con futuro incierto. Por otra parte, era consciente de que un nuevo contacto con Sean sería suficiente para llevarme definitivamente a la India. De manera que debía centrarme en mi profesión, en mis libros, en mi propio futuro.
Pese a no haber obtenido contestación alguna de mi parte, recibí una segunda carta, dos semanas después, y en ella insistía en que me reuniese con él. Ofrecía muchos y variados argumentos, pero hacía especial hincapié en el amor que nos unía, en que sólo la estúpida distancia nos separaba y en que debía deducir de mi silencio que no me atrevía a reunirme con él porque temía por mi futuro como escritora. “Éste es un país donde hay mucho que aprender, y aquí tu extraordinaria imaginación se expandiría como una explosión de fuegos artificiales, o como un universo de realidades, creándote uno nuevo, sólo para ti.” Este tipo de proposiciones se repetía una vez y otra, en sucesivas cartas. A pesar de no contestar a ninguna de ellas, comencé a recibir las suyas casi a diario, y su insistencia era tal que comencé a centrar mis pensamientos en él nuevamente, creándome una ya cansina y agotadora disquisición, aglomerando ideas que se expandían en mi cerebro. Podría describir mi estado de ánimo como una ondulante e irregular línea de pensamientos, como una pena que me tumbó en un vacío, aún más allá de la frustración.
Aquella enorme riada de pensamientos desembocó finalmente en un mar en calma. Ello ocurrió cuando alcancé a comprender, tras apelar cientos de veces a la racionalidad, que a un hombre como Sean no se le puede ni se le debe someter, y concluí que, cuando se ama a un ser de su naturaleza, sólo queda seguirle hasta el final u olvidarlo, y esto último –de ello era plenamente consciente– resultaría imposible. Comprendí que había cometido un grave error, por la simple razón de que me estaba comportando cobarde y egoístamente. A Sean sólo se le había abierto una oportunidad laboral en un país tan lejano como la India, aunque, en realidad ese trabajo, para él, sólo significase un medio de subsistencia. Si me comportase con la valentía necesaria, podría continuar escribiendo en aquel país, rodeada de un universo de realidades que me abrirían inmensos rosetones de luz, seguramente instalados en las dimensiones más recónditas de mi desconocimiento, desde donde podría comenzar a apreciar la vida a partir de aspectos críticos aún no experimentados por mí, y dejando así orillado el lindo aunque pequeño mundo en el que vivía instalada.
Terminé por reconocer que había puesto todo mi empeño en asirme a un tipo de vida cómodo pero carente de los argumentos suficientes para ser vivido. Todo cuanto me era necesario para ser realmente feliz se me estaba ofreciendo en bandeja por el hombre al que amaba, ¡y yo lo estaba rechazando!
Dos semanas después de alcanzar la conclusión de que mi egoísmo me llevó a cometer un grave error, y tras remendar algunos flecos laborales con la editorial, sentí el enorme placer que me produjo ser abrazada por el único brazo de mi hombre.
En la India vivimos los ocho mejores años de nuestras vidas. Fin a la monotonía, al hastío. Al igual que yo misma, la gran península es como una inmensa máquina sin engrasar, y tanto Sean como yo escogimos el oficio de engrasadores, además del de escritores. Él enviaba una crónica diaria a Londres, y yo disfruté escribiendo mis mejores seis libros en tan corto espacio de tiempo.
Pero los años no pasan en balde y llega un momento en que el cuerpo advierte: descanso o muerte. Elegimos volver a nuestra querida Donosti.
Sean se halló a sí mismo, y yo alcancé una extraordinaria experiencia y un amor que, hasta pisar aquel extraño país, me era desconocido en todas las acepciones que ofrece la palabra. Experiencia y amor, pues, conformaron el fruto de ocho años vividos con la intensidad de cien.
En la actualidad trabajamos poco y vivimos desahogadamente, aunque, cada vez más, a medida que transcurren los meses, los años, nos planteamos vender todos nuestros bienes y volver al gran país que nos ofreció esta felicidad, que nos acogió y que nos amó, aunque esta vez con la finalidad de trabajar exclusivamente como engrasadores.
Emilio Alcalá Gelices, España, Republica Dominicana © 2016
emiliocarmelo@gmail.com
Ilustración de Manuel Giron, 2015 © ProLitteris
Emilio Alcalá Gelices es licenciado en sociología y ha trabajado como periodista y como corrector de estilo en La Voz de Euskadi, de San Sebastián, en Guipúzcoa (España), diario del que fue socio fundador y en la actualidad desaparecido. Además de en el periódico donostiarra, ha escrito en revistas dedicadas al deporte, la poesía, la justicia o el flamenco.
Ha publicado dos ensayos. En el primero de ellos, Fútbol: el balón roto, publicado en 2007, realizó un estudio sociológico acerca de este deporte. En el segundo, Un solo mundo, un único gobierno, publicado en 2014, intenta convencer al lector acerca de la conveniencia de ser dirigidos por medio de un gobierno global, aunque siempre alejado de los poderes fácticos que realmente manejan el mundo a su antojo, bancos o grandes multinacionales sobre todos.
Lo que el autor nos contó sobre su cuento:
"Sean, el engrasador", surgió en la ciudad de San Sebastián (España), donde tuve la fortuna de vivir durante 25 años, y ello a pesar de que ésta fue la época en la que la banda terrorista ETA asesinó a alrededor de 1.000 personas, lesionó a muchísimas otras o extorsionó a cientos de empresarios, creando así una etapa de terror que se extendió por toda España.
Sean es un personaje creado a partir de la amistad que me unió con un irlandés en San Sebastián. En el cuento intento reflejar la visión incrédula de los extranjeros residentes en el País Vasco ante la violencia etarra y la de la mayoría de los vascos que, por miedo a ser asesinados, tuvieron que callar. El nombre de Sean es otro; sin embargo, en la vida real, convivió ocho años en la India con una mujer vasca a la que admirábamos sus buenos amigos.
Vaya este cuento dedicado como homenaje a esta excelente pareja, a la que tuvimos la desgracia de perder en un accidente ferroviario en la India, poco después de marchar hasta allá definitivamente.
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