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El secuestro inmóvil

Aunque me esfuerzo en olvidar, aún después de tantos años persiste en mí la duda y el espanto sobre ese horrible hecho. Fue una noche de noviembre. El doctor Ara, como de costumbre, acababa de examinarme y despedirse hacía poco rato en la sala 63, donde yo me encontraba. No sé por qué algo no permitía que pudiera cerrar los ojos. De pronto, oí el sonido de unos pasos subiendo la escalera principal. Intenté levantarme; sin embargo, el pánico me dejó completamente inmóvil. Alguien abrió la puerta y entonces pude ver a un grupo de hombres rodeando la cama. Quise defenderme, pero era como si el terror se hubiese apoderado de cada uno de mis músculos. Mientras me subían a un camión estacionado justo frente al recinto pude ver a lo lejos la figura diminuta del doctor que en vano trataba de impedir mi secuestro.

Una vez asegurado que cualquier intento de escaparme era imposible, detuvieron el motor del automóvil, pasando ahí el resto de la noche. Me habían cubierto el rostro y atado con una soga fuertemente a una especie de camilla. Creo que estuvimos dando vueltas más de dos días por las calles de la ciudad, deteniéndonos solo a ratos. Las discusiones entre mis secuestradores eran frecuentes. Uno de ellos llegó incluso a decir que lo mejor era hacer desaparecer pronto el cuerpo. Comprendí que el plan inicial no había resultado como lo previsto y que estaban decididos a matarme. Es extraño, pero ahora que lo pienso no sentí miedo sino al contrario, una profunda e inexplicable tristeza. La voz de Juan y el recuerdo de sus manos sosteniéndome llenaron cada espacio de mi mente.

Después de ese episodio perdí la noción del tiempo y mis recuerdos se tornan un poco difusos. Algo ocurrió, pero mis capturadores desistieron ante la idea de asesinarme. Constantemente nos cambiábamos de lugar. Moviéndonos casi todos los días de un sitio a otro. En su mayoría alejadas bodegas y depósitos abandonados. Se notaba a medida que pasaba el tiempo cierta desesperación en sus actos y en el modo en que se comportaban. Lo anterior, sumado a mi certeza de que cualquier petición respecto a mi rescate sería aceptada, alimentó en mi interior la falsa esperanza de una futura y temprana liberación.

De acuerdo a mis cálculos este continuo desplazamiento debió prolongarse por casi un mes. Hasta que optaron por recluirme, según las palabras de quien deduje era el jefe de la operación “en un lugar más seguro” Este sitio se diferenciaba notoriamente del resto. Para llegar a él, tuvieron que esperar a que amaneciera, reduciendo de este modo al mínimo las posibilidades de ser vistos o descubiertos.

Amarrada y cubierta comenzaron a moverme. Por un instante, mientras inclinaban la camilla hasta situarla de forma completamente vertical, la tela que tapaba mi cara se desprendió levemente. Si bien no identifiqué a ninguno de ellos supe que su deseo era hacerme entrar al ascensor de un edificio. Concluido el traslado los hombres me dejaron abandonada y se marcharon. El pequeño campo visual del que disponía mi ojo izquierdo reveló que se trataba de un departamento, un piso residencial muy elegante y lujoso. Cualquier respuesta estaba fuera de mi alcance. Toda esta situación me resultaba ilógica y sin sentido.

Durante el día siguiente la inercia y un calor insoportable parecían extender el tiempo a su antojo. De repente percibí desde el cuarto donde me habían encerrado el eco de una voces que discutían. Se trataba al parecer de un hombre y una mujer, aunque no podría afirmarlo con total seguridad. Por la tarde, al percatarse que la puerta estaba entreabierta, uno de estos se apresuró a cerrarla. Fue solo ahí que logré ver su rostro. Sí, era un hombre algo mayor vistiendo uniforme y que por alguna razón su cara me resultó familiar y conocida.

Cuando ya era de noche y mientras imaginaba que los nuevos encargados de mi secuestro dormían, algo terrible pasó. Uno de ellos se acercó a la habitación y abrió muy despacio la puerta como temiendo que el otro despertara. Titubeó un poco y luego se aproximó en silencio. No se atrevió a seguir caminando y desde la mitad de la sala me observó por unos segundos; en ningún momento se animó a tocarme. Entre las sombras distinguí la silueta de una mujer a quien nunca antes había visto. Creí que, conmovida al verme en este estado, se había arrepentido y su intención era ahora la de dejarme escapar. Pero no hizo nada, limitándose a retroceder cuidadosamente para no hacer ruido. El lugar estaba completamente oscuro. Se quedó apoyada sobre la muralla, en el borde de la puerta. Alcanzó a susurrar algo así como “Todavía eres tan hermosa” antes que el hombre se acercara de improviso y le disparara dos veces cayendo de inmediato muerta sobre el piso. Agonizó retorciéndose en espasmos por un rato. Después un silencio frío fue atravesado por unos horribles gritos.

Hasta la madrugada todo el lugar se transformó en un ir y venir de militares. De versiones y preparación de comunicados de prensa. De un sin fin de planes y órdenes secretas a ejecutar. Pero sin que nadie reparara en mí ni por un instante. Y sin que yo lograra entender nada acerca del siniestro espectáculo que se desarrollaba a mí alrededor.

Al tercer día del brutal crimen de aquella mujer y en medio de una maniobra que tenía por objeto bajarme del camión y colocarme en el interior de una estrecha caja, una de las cuerdas que me mantenía sujeta se cortó azotándose violentamente mi cuerpo y mi cabeza contra el suelo. Parte de mi vestido se descosió dejando al descubierto un hombro. Noté entonces que mi piel había cambiado, adquiriendo una tonalidad verdosa, repulsiva, casi inhumana. No tuve demasiado tiempo para estremecerme sobre este hallazgo puesto que otro aún más perturbador se adueñó por completo de mi pensamiento, el titular en la portada mojada y sucia de un periódico con una noticia que hasta hoy después de tanto tiempo no deja de aterrarme:

La Maldición de Eva cobra su primera víctima

17 de Julio, 1956. El mayor Arandia, temiendo que alguna pista sobre el paradero oculto del cadáver embalsamado de Evita, pudiera llevar a los Peronistas hasta su casa, dormía con una pistola bajo la almohada. Cuando la puerta se abrió, disparó dos veces contra la sombra que había aparecido. Era su esposa embarazada, la que caía muerta sobre la alfombra del dormitorio. Al ser interrogado declaró: "Cuando maté a mi mujer yo no disparé contra ella, sino contra un fantasma que tenía el rostro de Eva Perón".

Oscar Orellana Sanhueza, Chile © 2004

oscarorellanas@entelchile.net

Oscar Orellana Sanhueza es un Periodista Desencantado, de Concepción, 26 años. Su sitio preferido en la red es celebritymorgue.com donde espera aparecer algún día aunque presiente que no será pronto. Dice ser Fármaco Leccionista, guardando y coleccionando distintos tipos de píldoras. Autoproclamado Narciso pero no del tipo que la psiquiatría define como maligno. Iconoclasta, Nihilista, Libertino, Pornógrafo Compulsivo, Exhibicionista, Decadentista, Oscurantista, y casi todo lo terminado en ista, excepto: Moralista.

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