Los álamos arrojaban sus largas sombras sobre la plaza esa mañana. Tres sesentones vociferaban recordando tiempos sicilianos sentados en un escaño, un niño entretenía a un cachorro con una pelota y el agua de una fuentecita escondía el ruido del tránsito. El café italiano más pequeño de San Francisco estaba casi vacío ese viernes porque media ciudad aprovechaba los últimos fines de semana del verano. Pietro, el dueño, secaba unos vasos en el umbral sobrevolando la placita con la mirada mientras los únicos dos clientes echaban azúcar a sus capuchinos.
János nunca había visto tan nervioso al Chito. Casi había derramado la mitad del café sobre la mesita al tomar la taza. Pero no era la primera vez que presentaba un artículo polémico en Berkeley, tenía que ser otra cosa. Conocía al Chito desde que había llegado de Sudamérica a estudiar en Los Angeles. Sus padres le arrendaban una habitación en el tercer piso, y ambos trabajaban en las vacaciones en un garage o un supermercado para costearse la universidad. A su padre le gustaba contarle de Budapest antes de la guerra y mostrarle fotografías y recortes de diarios, su madre les preparaba sopa de gulyás en las noches de invierno, y su hermana Katalin les presentaba amigas para ir al cine o a bailar. En todos esos años János nunca lo había visto así.
-Ayer recibí una carta de Italia. Creo que nunca te conté de Vittorio.
Lo había mencionado sólo una vez, en ocasión del funeral del padre de János. El Chito nunca había sido muy comunicativo, aunque al comienzo él había pensado que era porque no sabía suficiente inglés. A pesar de ser su mejor amigo, nunca habían hablado mucho del pasado. El presente, y sobre todo el futuro, siempre habían tenido prioridad.
-Lo conocí hace muchos años. En un lugar parecido a éste, se llamaba Paseo Gervasoni. Nunca más he vuelto allí.
Hizo una pausa para terminar de beber el capuchino. Las manos le temblaban menos que antes, observó János. Pero su mirada seguía perdida dentro de él.
-Vivía en una pieza en la calle Pilcomayo, sin agua caliente y con una ampolleta colgando de un alambre en medio del techo. Me contó que había llegado a Valparaíso después de la guerra, y que la pensión del gobierno italiano no le alcanzaba para arrendar algo mejor. Lo invité a almorzar un día domingo para que mi madre abandonara sus sospechas de que era un viejo depravado. Por la tarde, recuerdo que era un soleado día de septiembre, bajamos al puerto a ver los barcos. Era varios años mayor que mi padre (quien había muerto cuando yo tenía cinco años), pero mi madre terminó encariñándose con él, aunque nunca lo admitió abiertamente. Pocos meses después le dio la pieza del fondo de la casa, y él compraba la comida y corría con los otros gastos. Una vez me llevó a Santiago al zoológico y a encumbrar volantines.
El Chito dijo esto deteniéndose después de cada oración, como si buscara las palabras de la oración siguiente y las ordenara una por una antes de pronunciarlas. Miró a János brevemente a los ojos antes de continuar.
-Cuando tenía trece años me dio bronconeumonia. Tenía fiebre muy alta, recuerdo que veía animales volando por la casa. Mi madre lloraba a los pies de la cama porque creía que me iba a morir. Vittorio llegó con el médico, sacó a mi madre del cuarto y me dijo que pronto iba a estar bien. Demoré varias semanas en recuperarme, y Vittorio empezó a ir todos los días al puerto a trabajar como estibador para comprarme los medicamentos, que eran caros. Mi madre le decía que ya era muy viejo para cargar sacos de cincuenta kilos sobre la espalda, que cualquier día se iba a caer muerto. Vittorio nunca le respondió nada, excepto un día en que mi madre había sido especialmente dura con él. A través de la puerta cerrada de mi habitación escuché su voz ronca y suave decirle a mi madre ya perdí una hija porque no tenía medicamentos, no quiero perder a Cristiancito.
El Chito se calló, y János creyó saber por qué. Lynn casi se había muerto cuando perdió el bebé. En ese momento sonó su teléfono celular. El Chito le preguntó si no iba a responder, y János se limitó a negar con la cabeza.
-Nunca nos había contado mucho de Italia. Sabíamos que venía de un lugar llamado Arezzo, el cual busqué varias veces infructuosamente en el mapamundi que teníamos en la escuela. Una vez me dijo que había enviudado antes de que terminara la guerra, pero no había mencionado ninguna hija. Como parecía ser un tema doloroso para él, no le pregunté nunca nada más. Tampoco esa vez mi madre dijo nada, porque sabía que el dinero que ella ganaba no era suficiente para mis medicamentos. Me sané, pude volver a la escuela y Vittorio dejó de ir a trabajar al puerto, pero su salud se había debilitado. Había sido más de un mes levantándose a las cinco de la mañana en invierno para cargar y descargar diez o doce horas seguidas. Un domingo volví de la playa por la tarde y lo encontré en cama tosiendo. Mi madre estaba de pie mirando por la ventana cómo llegaba la primavera a los árboles de la calle, y cada cierto rato le daba un tazón de tilo caliente. Parece que me pescó una gripe, me dijo sonriendo, pero ya vas a ver qué rápido pasa.
János nunca había visto llorar a su amigo hasta entonces. La última vez que él había llorado había sido cuando Lynn lo había dejado. Recordó que nunca se había reconciliado con su padre desde que se había separado de ella, porque todos siempre estuvieron de su lado. Y él había querido a ese húngaro de malas pulgas pero bonachón que estuvo orgulloso de su hijo cuando se graduó con honores de la Escuela de Leyes. Se habían abrazado en silencio, y nunca más había hablado con él hasta que se lo llevó el accidente.
El celular volvió a sonar, y esta vez el Chito le insistió que contestara, que de todos modos él necesitaba una pausa. János le respondió a una voz de otro mundo que por la tarde pasaría por allí y conversarían sobre la venta de esos nuevos aviones. Que por favor no lo llamaran de nuevo.
La placita había cambiado con el correr de la mañana. Los sesentones se habían marchado, el niño y su perro habían cedido lugar a obesas señoras empujando coches con bebés rosados y uno que otro turista japonés registrando lo pintoresco del barrio con su cámara ineludible. La fuentecita escupía chorros intermitentes cada cierto rato para el deleite sobre todo de los bebés, que, recluidos en sus cochecitos, tenían todo el tiempo del mundo. Pietro atendía las mesas de la calle, que se habían llenado con los visitantes habituales devorando focaccia como si fuera la última vez que la probaban. Por cortesía preguntó si el Chito o János se servían algo de comer, quizás un antipasto liviano que preparaba su mujer. Por cortesía, el Chito y János aceptaron. Una joven vestida al estilo Woodstock pasaba por las mesas ofreciendo incienso y unos mustios claveles amarillos, preguntando en un difícil inglés si alguien quería donar algo para la conservación de una minúscula ave anaranjada que habita las selvas de Madagascar. Junto con el antipasto llegó un payaso que arrancaba carcajadas a los japoneses imitando a las señoras obesas, y a las señoras obesas imitando a los japoneses. De pronto, una ambulancia perturbó tanto las conversaciones como las payasadas con su incisivo ulular antes de desaparecer entre los edificios de espejos al fondo de la calle. János carraspeó.
-¿Recuerdas cuando hace cinco años fui a Italia, a la conferencia de Pisa? No fui a Arezzo. Me dije que de todas maneras los conocidos de Vittorio estarían muertos y sólo vería ruinas y pizzerías y parques. Mi madre había tratado de dar con familiares, pero sin éxito, nunca nos contestó nadie. Y ayer me llega una carta de Arezzo. Una sobrina de Vittorio, al parecer, logró dar conmigo. No me preguntes cómo, después de treinta años.
La joven del incienso y los claveles se sentó a la mesa donde estaban János y el Chito sin mirarlos y se sacó un guijarro de la sandalia. Ambos la quedaron mirando sorprendidos. Ella suspiró. Su largo cabello hacía juego con los álamos, pensó János, tenía ese indescriptible color de un amanecer de otoño.
-Ustedes no me han colaborado todavía. Piensen que, si no hacemos algo, desaparecerá del planeta una especie más.
Los miraba con la seriedad impertinente y religiosa del adolescente, y János pensó que no tendría más de veinte años. Le pidió una buena razón por la cual deberían hacer algo para proteger una de las muchas especies en peligro de extinción. Pero la joven, en lugar de enfurecerse como él esperaba, suavizó su mirada y dijo:
-Mi madre era antropóloga y murió de malaria en Africa tratando de que una compañía minera no destruyera tres aldeas para iniciar excavaciones de explotación en el área. Centenares de pobladores fueron evacuados, y muchos niños y ancianos no resistieron el cruce de la selva. Sus huesos reposan a medio camino entre la barbarie y el progreso, ¿me entienden? Un año después mi padre fue a tratar de ayudar a la población y terminó con una bala en la cabeza, hasta ahora nunca se ha aclarado cómo sucedió. Mi hermano le declaró la guerra al sistema y comenzó a colocar bombas en oficinas de multinacionales mineras (nunca estalló ninguna). Se ahorcó en la cárcel hace un año. Yo creo en la vida, ¿me entienden? Lucho por ella como puedo, pero no quiero terminar como mis padres y mi hermano, bajo tierra y con una misión truncada. No me mueve el odio sino el amor, he aprendido a perdonar.
-¿Cuántas historias como ésa tiene?
La voz del Chito irrumpió tan inesperada como cordial.
-Sólo una -respondió la joven sin inmutarse. János los miró a ambos, incrédulo.
Ella apenas parpadeaba.
-Pietro, tráenos la carta -dijo el Chito sin dejar de mirar fijamente a la joven-. Espero que acepte si la invitamos a almorzar.
János se dio cuenta de que no concocía tan bien a su amigo como pensaba. ¿Era esta joven una distracción, una manera oblicua de evitar el silencio? Una aventura así no tenía sentido, podría haber sido su hija. Y además, el Chito era feliz con su hermana Katalin, al menos eso creía hasta ahora. Y la joven se parecía tanto a su ex-esposa. ¿Por qué lo había dejado? La aventura con la secretaria no había sido el detonador real. Él había querido lo mejor para ella, una hermosa casa, un perro afgano, un velero nuevo. La vida había tomado las riendas de lo que le ocurría.
-Claro, gracias. Mi nombre es Lynn.
-Encantado. Yo me llamo Chito y éste es mi amigo János.
El improbable almuerzo terminó cuando Pietro tuvo que reclinar las sombrillas porque el sol ya había comenzado a descender hacia la izquierda de la placita. Lynn les dejó un par de claveles amarillos, y el Chito anotó un número de teléfono que ella le dijo sería válido hasta su viaje a Madagascar y en el cual János no creyó. Divisó sus sandalias de cuero alejarse por donde había desaparecido la ambulancia antes de preguntarle por qué la había invitado.
-Sabes que Katalin y yo no podemos tener hijos. Déjame sentirme medio padre por una vez siquiera.
El severo silencio del Chito le indicó que ése era el fin de la respuesta.
-Además, se parecía a esta joven.
De un sobre sacó una fotografía con el retrato de una joven morena, quizás de unos treinta años, con los cabellos desordenados por el viento y una pizzería en el segundo plano.
-La sobrina de Vittorio frente al negocio de la familia. Supongo que habría sido de utilidad ver esa pizzería si hubiera ido a Arezzo.
Soltó una risa cansada, y una mirada lejana. János se quedó largo rato contemplando la fotografía, intentando entender a su amigo, recordando el olor de la joven del incienso y los claveles. Imposible, pese a los años, borrar el recuerdo de Lynn. Siempre huyendo de lo hecho y de lo dicho, refugiándose en lo posible, en lo incierto. Por fin preguntó qué más decía la carta.
-Me cuenta que vendrá a California a visitar al otro anciano hermano de Vittorio (del cual yo no sabía nada) y que le encantaría conocerme. Me pide que la recoja en el aeropuerto en Los Angeles el mes próximo, y que en todo caso le escriba. Dice que supo de mí por las cartas que Vittorio le había escrito a su madre desde Chile. Yo nunca vi a Vittorio escribir cartas. No sé qué hacer.
János rompió el breve silencio para saber si no confiaba en la joven.
-Es en mí que no confío. No le temo al encuentro con esta sobrina desconocida sino a la huella de Vittorio. No quiero partirme en dos cuando ella regrese a Italia, ¿comprendes? A veces el ayer es demasiado intenso.
Pagaron y se fueron caminando lentamente por la vereda sombreada hacia donde habían dejado el automóvil. Grazie tante signori arrivederci era lo que resonaba en los oídos de János mientras trataba de imaginar a un hombre viejo y cansado llevando sacos sobre la espalda, hablando español con acento italiano, en un puerto del Pacífico Sur que no conocía. Las veredas semidesiertas le conferían a la ciudad una atmósfera íntima, pensó. ¿Sería Valparaíso así, o aún más íntimo? ¿Habría sido así hace treinta años? No recordaba nada de lo que habían hablado con la chica de Woodstock durante el almuerzo. El Chito había rebatido, la había provocado, había entonado una canción, ella había disertado, fruncido el ceño y reído. Él lo único que había hecho había sido callar. Pero cómo olvidar la mirada de Lynn cuando él llegó al hospital y le dijeron que se había salvado por poco, que dónde diablos había estado él cuando necesitaron dadores de sangre, y él sin poder decirles en una cabaña en las Rocallosas con mi secretaria.
Llegaron al coche, cruzaron San Francisco en silencio hasta que el sol apareció en el espejo retrovisor de János. La larga avenida que llevaba a la universidad estaba repleta de gente a pie, en patines y en bicicleta. Al bajarse el Chito del auto, János le deseó buena suerte en su presentación. Conversaron un par de minutos acerca del tema del artículo, János mandó saludos para su hermana y se alejó lentamente. Antes de que el Chito hubiera entrado al campus, el automóvil estaba a sus espaldas de nuevo con János tocándole la bocina. El Chito se devolvió para escuchar qué quería su amigo.
-Cuando esté aquí, la sobrina de Vittorio...
El Chito creyó ver que, a pesar del aire acondicionado, János sudaba.
-¿Me invitarías para conocerla? No es por ella.
-Claro.
János se alejó de vuelta por la avenida en dirección al ocaso, silbando la canción que había entonado el Chito y cuyo nombre no podía recordar. Dejó que el celular sonara un buen rato antes de contestar, y le dijo a la voz de otro mundo que iba en camino para discutir en detalle qué haría exactamente esa compañía minera con los aviones que pensaba comprar. Al colgar pensó en por qué el Chito no habría sonreído al despedirse. Los sudamericanos eran tan complicados, a veces. No le pareció triste, pero tampoco contento o aliviado. Parece como si la melancolía fuera contagiosa, se dijo.
Desconectó el aire acondicionado y abrió la ventana para sentir el viento de la tarde. Pensó que también él había aprendido a perdonar, le había perdonado a Lynn que lo hubiera dejado. Y eso era una estupidez, la estupidez más grande que se había dicho. Tomó el celular y marcó un número de Seattle. La eternidad duró unos tres segundos.
-¿Lynn? Soy yo, János. Necesito preguntarte algo. Estoy en el coche, entrando a San Francisco. Hoy estuve con el Chito y pensé en ti todo el día. Perdóname, Lynn. No quiero que vuelvas ni nada, sólo necesito tu perdón.
Una eternidad un poco más larga, esta vez, hasta escuchar algo así como un suspiro. O como un sollozo. János se contuvo, no dijo nada, evitó pensar.
-Sí, me demoré más de lo necesario. Mis padres ya no están, pero al menos tú aún estás ahí. Hoy tengo una cita de negocios, sí. ¿Mañana? ¿Seattle? Por qué no. Supongo que tengo que escuchar un par de cosas. También tengo cosas que decir. Gracias. Sí, mañana a primera hora. Adiós.
Apagó el motor del coche porque el fin del taco no se divisaba siquiera. El sol no se había puesto todavía, pero el cielo ya se había incendiado con más colores de los que recordaba haber visto nunca. Si la patraña del pajarillo de Madagascar era verdad, sería de colores parecidos a los del cielo de hoy, reflexionó János. Volverían a esa placita con la chica italiana, claro. Quizás ella, en su peregrinación, fuera después a visitar ese lugar en Valparaíso donde el Chito había conocido a Vittorio, seguro que se divisaba el mar. Se sacó los anteojos para darse un masaje en la nariz con los dedos, y descubrió que había llorado. En realidad, aún lloraba. Y reía. No sólo la melancolía era contagiosa, después de todo. También lo eran las huellas.
Fernando Zúñiga, Zurich, Suiza © 1999
fernandozuniga@hotmail.com
Fernando Zúñiga, descendiente de vascos, catalanes y quizás criollos chilenos, tiene a Suiza como patria adoptiva. Después de estudiar economía y de trabajar algunos años en reaseguros en Zurich, decidió volver a la academia, esta vez para estudiar linguística general y linguística y literatura inglesas. Tiene un M.A. en estas áreas y se dedica a la investigación y la docencia, con especial énfasis en lenguas nativas de América deI Norte y del Sur, en la Universidad de Zurich.
Por su afición al piano, y especialmente al jazz, ha participado en numerosas formaciones y tocado en múltiples lugares, acompañando también a cantantes y coros en vivo y en estudio. Su interés por la creatividad verbal nació gracias a las horas leyendo y pensando a Borges, Cortázar y García Márquez, pero también escuchando a Keith Jarrett, Pat Metheny y Bach y soñando con escritos de Eliade y libros sagrados de Oriente y Occidente. Es defensor de la legitimidad deI cuento como "género mínimo", tanto o más válido que la novela para empresas narrativas de largo aliento.
Comentario del autor sobre el cuento:
El relato "La senda y un ayer" busca proyectar sobre una pantalla tejida con la condition humaine breves intentos de fuga interiores y exteriores, explorando la nostalgia hecha presente.