No le pedí que se callara los primeros cinco minutos como todo un caballero, pero luego de media hora de monólogo continuo, ¿cómo decirle que por favor me dejara escuchar tranquilo un poco de la música ambiental del transporte?. Tomé una pinza de mi valija y con un movimiento rápido le extraje la lengua de un solo tirón, con la esperanza que eso la ayudara a calmar sus ansias de conversación. Ella me sonrió y, comprendiendo la indirecta, se volteó graciosamente hacia la ventanilla, a través de la cual admiramos las pilas de cuerpos desmembrados, sangrantes, muertos y moribundos, ordenados según un impecable criterio estético. La lengua, húmeda y viscosa, fue a parar al cesto de los desperdicios, como cabe esperar de un ciudadano respetuoso de las Leyes como yo.
Permanecimos largos minutos admirando desde la altura mínima del micro las graciosas figuras que los técnicos del Departamento Estatal de Ordenamiento de Cuerpos habían diseñado especialmente para el Trigésimocuarto Aniversario de la Fundación Pro Ayuda al Pueblo Desesperado. Bien cerca, ahí nomás sobre la vereda, un conjunto de manos, piernas, brazos y torsos, unidos entre sí con invisibles tornillos y alambres, representaban una hermosa cesta de picnic. Bellísimas cabezas rapadas y pintadas reproducían admirablemente unas apetitosas naranjas. La máxima expresión del arte al alcance de todos.
Otras esculturas se alternaron hasta que el bondi salió del casco edificado de la ciudad, atravesando la llanura, dirigiéndose rápidamente a la Colina Dorada. Los afortunados que viajaban del lado del sol se broncearon la mitad izquierda de su cuerpo y algunos pudieron disfrutar de quemaduras de hasta segundo grado. Mi compañera y yo nos conformamos con el frío gélido del lado de la sombra.
Tres kilómetros mas allá, los que aún teníamos ojos los abrimos sorprendidos al divisar a los lejos, sobre la Colina Dorada, lo que debía ser el extremo de una enorme trompa de elefante, animal símbolo del Gobierno Central del Pueblo Unido. A pesar que nos acercábamos a gran velocidad, el tamaño monstruoso de la mole nos permitió ver recién luego de varios minutos la cabeza completa del elefante, que miraba al cielo, la arrogante trompa en alto.
Tardamos media hora mas en ver la figura completa del elefante, durante el transcurso de la cual nadie en el micro sufrió amputaciones, quemaduras, golpes, cortaduras o mutilaciones por mala conducta, dada la atracción irresistible de aquél colosal elefante, cuyos colores variaban del rosado de la piel infantil hasta el morado intenso casi negro de la carne podrida de años. La mezcla de tonos, colocados estratégicamente en puntos clave de la estructura, lograba realzar el efecto de realismo de la escultura. El elefante, parado en sus patas traseras, elevaba su cuerpo con la agilidad y la gracia de un caballo, aunque debo reconocer que se veía infinitamente mas bello.
Bajamos al llegar al pie de su pata trasera izquierda, de un tamaño tal que ninguno de los seis microc de la caravana colocados a su alrededor, podían verse entre sí. Caminé unos metros sin rumbo hasta que el guía turístico nos agrupó, dándonos una charla explicativa del origen del Gran Elefante (una arenga política, bah) mientras docenas de operarios retiraban de los volquetes, colocados en la parte posterior de cada micro, cantidades industriales de miembros humanos sangrantes. Les envidié la manipulación de esas piezas, recubiertas con esa viscosidad tan agradable que da la sangre secándose sobre la piel muerta.
Los pocos gemidos de quienes aún vivos eran entregados al Gran Elefante, se ahogaban rápidamente bien por asfixia, bien por sus propios vómitos, bien por la terrible presión de alguna fuertísima atadura que los unía al todo de la escultura.
El guía nos dio los últimos cinco minutos libres, durante los cuales los operarios realizaron el sorteo de rigor para reemplazar a los cuerpos vivos que forman parte de la Corona Llameante del Gran Elefante, que había perdido movilidad merced a las muertes de las últimas horas. Diez sorteados de mi bondi subían a la cima dificultosamente cuando la caravana nos llevó de vuelta a la ciudad.
Media hora después, la Corona Llameante del Gran Elefante se movía ardientemente, merced a los afortunados que, moviendo fervientemente sus brazos, entregaban sus vidas al único motivo valedero para morir en este miserable mundo.
Pablo Franchi, Argentina © 2003
pablofranchi@hotmail.com
Pablo Franchi, argentino, es arquitecto por la Universidad Nacional de Buenos Aires, Argentina. Tal vez fue una circunstancia inherente a su profesión, los largos viajes entre obras, lo que le sugirió su primer serie de cuentos cortos, los “Cuentos del Bondi”, relatos humorísticos pensados para amenizar los aburridos viajes al trabajo. Del mismo modo nacieron “Tango (puro cuento)”, una fusión de historias ficticias y anécdotas reales de la historia del tango, y “Fuera de Zona”, con relatos donde predomina el humor negro. Ha escrito dos novelas; “Terpsícore”, una novela de aventuras en la que explora en segundo plano las relaciones familiares y el síndrome del abandono, y “Samurai”, una novela policial clásica, tal vez la primera de una saga. Escribe actualmente su tercera novela.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Como suele sucederme, el cuento “Ser parte de la corona” nació de un modo y mutó a
otro por las suyas. Comenzó como una historia de humor negro, pero al segundo párrafo
comprendí que trataría de algo muy diferente, para lo cual el humor no sería más que un
marco. Intenté terminar el cuento con la inocencia con la que lo había comenzado, y creo
haberlo logrado, sin embargo no pude reprimir esa última frase, la frase que le da un
sentido diferente.