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El silencio de los ratones

Repentinamente, en la noche, surge el sentimiento de estar acompañado. Estoy triste y cansado, pero ese sonido que proviene de atrás del ropero me produce escalofríos.
—Hay un ratón —pensé.

Primera vez en mi vida que experimento algo semejante; la lucha entre hombres y roedores se me ha presentado bajo múltiples aristas, sobre todo en el campo chileno. Antes me parecía divertido e, inclusive, refrescante. Pero ahora, con cuarenta años y con una separación conyugal a cuestas, lo encontré terrorífico. «¡Qué bajo estoy en la escala social!».

Me levanté y alumbré el rincón. Aprecié el material de la alfombra roído, con algo que parecían heces de ratón. Me acosté y apagué la luz; mal que mal, mañana tenía que ir nuevamente al trabajo.

Ya medio adormilado, escuché el maldito sonido de nuevo. Alumbré el rincón con mi lamparita de lectura, y vi las mismas señas de roedora actividad.

Siento miedo, lo confieso, aunque no creo que el ratón me ataque. Razoné contra mi terror, argumentando que él debería estar sintiendo más miedo que yo. Me puse los audífonos y escuché ondas bineurales para relajarme y dormir, lo que en efecto logré cuando ya despuntaban los primeros rayos de la mañana.

Me duché en uno de los baños compartidos, resoplando entre el vapor de esa ardiente mañana veraniega del dos mil diez y seis: «Otro día infernal», concluí.

Me acerqué con aire cauto y se lo comenté a la aún somnolienta recepcionista.
—Parece que hay un ratón en mi pieza.

Me miró sin pizca de miedo, ahogando un bostezo; luego, señaló:
—¡Qué raro! Aquí se desratiza periódicamente.
—Se advierten claramente los muebles roídos y las deposiciones de tan asquerosas alimañas, vectores de enfermedades y malas premoniciones.
—Se lo voy a comentar al administrador y ordenaré que hagan un aseo profundo.

Mi madre es una gran bióloga, es doctora en biología. Quedó esperando mi llegada en el primer año de la carrera, compañera de mi padre en la Universidad, quien también es un gran biólogo… Muchas veces no tuvieron con quién dejarme, así es que me llevaban con ellos a los gigantescos laboratorios del campus J.G.M.

Mientras mi mamá estaba ocupada con sus experimentos, yo jugaba en los enormes parques de la facultad. Algunas veces ayudaba al auxiliar del vivero en sus quehaceres diarios, como lavar los utensilios de vidrio, limpiar jaulas o sacrificar a los ratones machos. Quiero explicarles este último punto. En las universidades se utilizan animales para realizar experimentos con el fin de obtener resultados que, luego de múltiples ensayos y análisis, sean extrapolables para los seres humanos. Los animales utilizados en estos experimentos, son manipulados en forma muy cruel. Pero esos ratoncitos blancos han sido modelos a escala de los organismos superiores; por lo que su contribución a la ciencia ha sido invaluable. A estos diminutos roedores se les cría en lugares llamados viveros o bioterios. Ahí se les mantiene con una temperatura agradable y se les proporciona mucha agua y comida. Se aparejan en jaulas separadas —un macho con una hembra—, para el proceso de cruza. Una vez que la hembra ha sido preñada, se las deja con un ratón macho, en cada una de las jaulas, y se debe sacrificar al resto. En una jaula no podemos juntar dos machos, ya que inmediatamente se ponen a pelear a mordiscos, hasta que uno de ellos muere. Es preferible separar a los mejores ejemplares machos, y sacrificar al resto. Luego las crías van creciendo, hasta ser capaces de reproducirse, y así se repite el ciclo… Y así luego, nuevamente y, de este mismo modo, hasta el infinito.

Quiero aclarar que el proceso generalmente es realizado en forma limpia e indolora; pero este auxiliar, llamado L., fue un hombre con muchos problemas, sufrió de alcoholismo y su mujer lo abandonó.

Recuerdo claramente aquel día de primavera sangrienta. Sacábamos a los machos de sus jaulas y los arrojábamos, uno por uno, contra un muro de ladrillos y argamasa, donde reventaban producto del golpe. Recuerdo el placer que experimenté entonces al agarrar a los pequeños roedores para arrojarlos con todas mis fuerzas, y verlos reventándose y salpicando el muro. Luego los recogíamos en una carretilla, llena a medias con los cuerpos, algunos aún vivos y moviéndose, en un espantoso espectáculo de muerte y destrucción. Una atmósfera mortuoria los envolvía… L. se los llevaba con aire pachanguero. Después eran embolsados y arrojados junto a los otros desechos biológicos.

Durante mucho tiempo me persiguió el deseo de repetir tan macabro ritual. Incluso, les preguntaba a los profesores y colegas de mi mamá si iban a eliminar más ratones de experimentos.

Regresé del COSAM(1) ya de noche. Una empleada, diferente a la de la mañana, me observó desde las penumbras con aire poco amistoso. Entré a mi pieza y constaté, con sumo pesar, que no habían realizado aseo alguno en mi pequeño hábitat. Recurro a mi fiel portable, ya que como un rayo en un cielo sin nubes se generó un plan B en mi mente, llena de trajines y sobresaltos.

Los roedores, al igual que los perros y los gatos, tienen un olfato finísimo, que les ayuda, junto con los otros sentidos, a conformarse una visión del mundo que les rodea. La ciudad es un universo lleno de manjares, pero también de peligros.

Existen repelentes para perros, gatos… y roedores. ¿Cuáles son los aromas que ahuyentan a nuestro pacífico intruso? Mientras googleo, desfilan ante mis ojos la ruda, el laurel, la menta, el alcanfor y el amoniaco…

Me visto con una polera del rock más radical, bermudas camufladas Soviet y zapatillas negras, de alta caña, marca Nike.

Tras caminar luengas cuadras, arribo a la farmacia de turno, ubicada a un lado de la Posta Central, observo con detenimiento los escaparates; se trata de una de esas farmacias tipo Minimarket. No encuentro hierbas aromáticas, ni alcanfor, menos amoniaco, ya que eso se compra en las ferreterías, según me argumentaron. Pero los que sí están son los productos mentolados: toallas desechables y gel desinfectante, todo apestando a menta o mentol. El mentol es el aceite de la Mentha piperita y se usa en medicina como descongestionante y antiséptico local.

Adquiero una buena provisión de ambos productos y, una vez en mi suite, desparramo dos o tres paquetes de toallas de papel mentoladas, untadas con gel desinfectante, también mentolado. Las distribuyo detrás del pesado ropero, junto al camastro y bajo el escritorio.

Es un proceso purificador, tanto físico como mental.

Y no vuelvo a escuchar las ratoniles faenas dentro de mi alcoba. Tan solo retumban en la noche los ronquidos de los otros pensionistas y, ocasionalmente, oigo los resoplidos y sobajeos de alguno de esos trúhanes, disfrutando con los favores de una ramera vieja y sucia.

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(1) Centro comunitario de salud mental.

Dr. Rodrigo Leal Becker, Chile © 2019

rodrigolealbecker@hotmail.com

El Dr. Rodrigo Leal Becker nació en 1974, contando ya con 44 años de vida. Desde muy pequeño manifestó su afición por la literatura y las artes plásticas, a la que posteriormente se añadió la música. Nacido, criado y medrado en una familia de biólogos, siempre mantuvo esta afición por las humanidades, la que se fue manifestando en un popurrí de creaciones, algunas bastante controvertidas y de dudoso buen gusto.
Actualmente se desempeña como médico especialista en Drogodependencias, por lo que este tipo de obras surgieron como una terapia a sus propios dramas existenciales y desde los padecimientos de las personas que pusieron en él su confianza.

Lo que el autor nos contó sobre el cuento:
“El silencio de los ratones”, pese a su brevedad, demoró varios años en eclosionar. En realidad, es una parodia a “El silencio de los corderos”. Narrado con tono humorístico, relato las peripecias en que me vi envuelto desde mi separación conyugal, intercalando además algunos recuerdos de mi infancia. Debo señalar que es un texto autobiográfico y que, aparte de los adornos lingüísticos, es cien por ciento real.

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