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Sin tiempo y sin espejo

Martina Reyes deja caer la toalla al piso alfombrado y se acerca, desnuda, a la pequeña mesa de caoba. Lee la etiqueta que dice crema en un pote azul. Lo toma con ambas manos y gira hacia la cama. Se detiene junto a ella, abre el pote y comienza a colocarse sobre la piel. Desliza suavemente las manos sobre los pechos y sonríe mientras piensa que el Teniente ya debe estar por llegar y aún le falta elegir el vestido y el collar.

–El de lunares con el collar de perlas, y los tacones rojos siempre le gustaron a mi teniente –piensa mientras abre la puerta del pequeño placard.

En el lado interior de la puerta del placard hay unas marcas que hacen pensar que allí hubo un espejo, pero Martina no repara en ese detalle. Recorre con la mirada las perchas: solamente dos tienen vestidos colgados, en uno dice “vestido azul” y en el otro “vestido negro”. Ninguno tiene lunares. Tampoco hay zapatos de tacones, sí unas pantuflas blancas.

Le inquieta no saber, ahora, cuál escoger y que se haga tarde. La ventana está cerrada y no hay relojes en la habitación. Vuelve a la cama, se sienta y junta las manos en el regazo. Clava la mirada en la toalla húmeda y un sinnúmero de recuerdos se entremezclan. En todos está el teniente con su bigotito fino y su brazo flexionado donde se apoya la mano de una muchacha. Creería que está saliendo de una iglesia que le parece conocida, pero ¿es ella, la novia? ¿Y si lo que lleva en ese brazo es un niño? acaso... ¿tiene, ella, un niño? Y aquella de más allá toda vestida de luto y llorando, ¿no es su madre?... aunque, ¿vive su madre?

Trata de hilvanar los pensamientos como si fuese una costurera, pero una melodía la envuelve y la acuna igual que recién nacida. Se recuesta en la cama y así, desnuda, se adormece.

El teniente Lozano termina de afeitarse. Se lava la cara en el baño de la habitación. Se mira en el espejo.
—Soy guapo hasta aburrir —se dice girando la cara y levantando el cuello para ver el apurado—. Desde luego que esta navaja va bien.

Hace un paso de baile y sale del baño. Allí donde estuvo algún día el espejo se quedó huérfano. Huérfano de reflejo y de presencia.

La amplia habitación disponía de armario empotrado de dos puertas. Una de ellas de espejo. Silbando lo abrió para elegir la ropa. Dudaba si ir de paisano o de militar. A ella le gustaba de militar. Y él solo deseaba agradar. El contenido del mínimo armario se componía de dos pantalones largos y dos camisas. Unas zapatillas de deporte y unos zapatos de calle. Las zapatillas de estar por casa las llevaba puestas.
—Este, sin duda —dijo en voz alta—. El de desfilar es el más bonito. Y las botas de montar con espuelas. Seguro que queda deslumbrada.

Se vistió y delante del espejo inexistente vio su imagen de oficial de caballería. Volvió a hacer el paso de baile. Chocó los tacones. Se calzó el quepis con la enhiesta pluma y salió de la habitación silbando.

—Buenos días, mi teniente —saludó una hermosa mujer ataviada de forma extraña.
—Buenos días, bella dama —dijo con picardía el teniente.
—¿Va a buscar a su dama?
—A eso voy.
—Está usted flamante.
—Muy amable. Con su permiso —dijo llevándose la mano a la visera.

—¡Martina, Martina! —gritó la auxiliar.
Pero Martina no contestaba. Desnudo su viejo cuerpo sobre la cama, embadurnada de crema. Lívida y fría, con una sonrisa de felicidad en la cara, había dejado este mundo.

—¿Pude decirle a la señorita Reyes que le estoy esperando? —dijo el teniente.
—Teniente, no puede estar aquí. Por favor, espere en la sala de usos comunes.
—Dígale cuando esté lista que estaré aquí mismo -dijo señalando un cómodo sillón.

Al cabo de unos minutos llegó el médico. Le tomó el pulso. Certificó la muerte. Llevaron el cadáver al depósito de la residencia.

El teniente seguía a la espera, ajeno al ajetreo. Cuando la habitación quedó vacía, repiqueteó la puerta. Pasados unos minutos se abrió y bajo el dintel apareció una bella dama, de escasos veinte años.
—Ese traje le sienta estupendamente. Los zapatos, preciosos y esos lunares parecen sus ojos...

Y señorita Reyes escondió la sonrisa detrás del abanico y posó su mano sobre la del teniente Lozano.

Poco a poco anduvieron hacia el final del pasillo.

El tiempo había quedado detenido y los espejos sonreían, reflejando su felicidad.

—¡Don Luis, don Luis! —un asustado celador intentaba despertar sin éxito al que fuera el teniente Lozano.

Manuel Serrano Funes (España) y Susana Vaquero (Argentina) © 2024

msfvlc@gmail.com

susanavaquero34@gmail.com

Susana Vaquero, escritora argentina, ha publicado la novela Aromas de manzanillas, el libro de cuentos Aquello que subyace y el poemario Mujer frente a. Manuel Serrano Funes, autor español nacido en Aragón y afincado en Valencia, es un maestro retirado y en los últimos años ha publicado en numerosas revistas literarias como Valencia Escribe, Microficciones, Alborismos, El Narratorio e Inmediaciones.

Lo que los autores nos contaron sobre el texto:
Este texto nace de la colaboración entre la escritora argentina, Susana Vaquero, y el escritor español Manuel Serrano. Está escrito a cuatro manos (y dos cabezas, como decimos nosotros), primero por la parte argentina, Susana Vaquero, y rematado por Manuel Serrano. Queremos hacer notar la diferencia de códigos lingüísticos al utilizar nuestra lengua castellana.

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