Desde la primera vez que la vi me causó una enorme lástima. Aparentaba diecisiete años; flaca, con los ojos casi siempre en el suelo y los labios apretados. El aire de esclava que la envolvía contrastaba con su acompañante y se encogía de lado, como si la catarata de palabras que chorreaba de la boca roja y gorda de la otra mujer cayera sobre su hombro: Buenos días señora. Yo soy Matilde y ésta es mi sobrina, Soleda. Saluda m'ija, saluda a la señora. Perdone usté, acaba de llegar, es de rancho, si señora. Muy trabajadora, ahí donde la ve, muy obediente, ya se dará cuenta. Es una mulita de faena, no se preocupe. De todas formas ya viene muy aconsejada, no está por demás. Si no trabaja duro, tupido y de buenas, la pone de patitas en la calle y yo la regreso con su padre, aunque chille, ya lo sabe. Además necesita dinero. Tiene que pagarme el pasaje y mandar a su casa y lo que sobre yo se lo guardaré para tiempos piores. Soy responsable d'ella, usté sabe, le acepté a mi hermano la encomienda, no tuve corazón para negarme. Ahí se la encargo mucho. El sueldo me lo entrega a mí el domingo que venga por ella, si me hace favor. Y si tiene alguna queja, nomás me dice y yo la enderezo, no se preocupe.
Con el paso del tiempo me acostumbré a la figura huidiza y muda que veía afanada en los quehaceres de la casa. Un día me sorprendió oírla reir: jugaba con mi perra bajo el árbol del jardín. Con la intención de no asustarla, le sonreí, le dije que la veía muy cambiada, que su color era saludable y que el pelo recogido le quedaba bien. Por primera vez me vió a los ojos, y aunque no contestó, en su mirada vislumbré un brillo de contento. A partir de entonces, empecé a notar su presencia, solícita y frecuente, en cualquier lugar de la casa donde me encontrase, y a menudo podía oir su voz clara entonando melodías desconocidas.
Una tarde la sorprendí hojeando un libro sin imágenes. Pasaba las páginas y las acariciaba con los dedos como un ciego toca las letras Braille. Con suavidad, tomé el libro de sus manos y empecé a leer en voz alta algunas estrofas que hablaban de belleza, de libertad, de condiciones sagradas. Cuando levanté la vista, me encontré con una mirada de luz inundada en lágrimas; sus ojos parecían dos lagos desbordados con el reflejo de un sol en cada uno.
A partir de enonces, destiné ciertos días de la semana a darle clases. La voluntad de aprender vencía su cansancio; permanecía muchas horas de la noche moldeando letras que deletreaba en voz alta y aprovechaba la quietud de la casa para adelantar lecciones. Pronto, agilizó la lectura y se convirtió en una alumna tan inquisitiva como un infante a quien se le empieza a revelar el mundo.
Su mundo, según me dijo, era muy diferente al que estaba descubriendo. Desde muy pequeña, su tarea diaria había sido la de pastorear un rebaño; temprano salía con sus "animalitos" y permanecía en las praderas hasta el atardecer. Cuidándolos, con el esmero de una madre, la niña se alimentaba de las mismas hierbas que ellos; eran sus compañeros de juego a la vez que su cruz. El destino cotidiano de Soledad estaba ligado a la suerte de cada oveja bajo su custodia. Si alguna se perdía, se enfermaba, o lo que era peor, si alguna oveja moría, el castigo para ella era terrible. No fueron muchas, pero si demasiadas, las veces que el padre la amarró al árbol frente a la choza, le desgarró la espalda a latigazos y la dejó ahí, oyendo en la obscuridad de la noche y del desmayo los gemidos de su perra, única adolorida con el dolor ajeno.
Mas tarde, cuando en su cuerpo nacieron cambios, el padre empezó a acecharla con un afán nuevo en la mirada, en su aliento tórrido, en las manos sucias y pegajosas que con rabia le apretaban los senos incipientes y se le deslizaban como víboras entre las piernas. La muchacha, sin comprender esos asaltos inesperados, no adivinó que lo que había visto repetirse en los seres del campo, iba a ser para ella un tormento nuevo de cuchilladas constantes y puntuales. Aguardaba el anochecer con terror, y al ennegrecerse la choza, la sombra del padre se le acercaba y caía sobre ella.
Dejó de cantar, ni hambre de hierbas tenía ya. Le llegaron fiebres y dolores en el vientre; en su delirio sólo oía los jadeos de una fiera que la mojaba con un sudor viscoso y que la hacía temblar de pavor y asco. El conciliábulo de parientes y vecinos reunidos por su mal de cuerpo, determinó que la niña "pecadora" debería alejarse y dejar de ser fuente de tentaciones.
Todo esto me lo contó Soledad de corrido, con la voz seca y la mirada puesta en la pared, mientras destrozaba con los dedos la orilla de su cuaderno. Al terminar el relato, nos perdimos las dos en un mutismo cargado de tristeza y de preguntas insonoras. Al fin hice de lado el silencio y la animé: ¿ te gustaría asistir a la escuela?
Empezaba apenas con clases de horario nocturno cuando me visitó la tía. Dijo estar disgustada con la situación pues veía en Soledad muchos cambios, hablaba de cosas raras, ya no era la misma niña obediente, pero sobre todo, yo la estaba explotando: aparte del trabajo, de noche la ponía a estudiar. Algo mas fácil, donde ganara mejor, era lo conveniente para su sobrina. En vano intenté persuadirla, su decisión estaba tomada. Soledad, callada de nuevo, sólo veía un punto invisible sobre mi cabeza con los ojos turbios y ya no volvió a encontrar los míos.
Desde entonces, las únicas noticias que tuve de ella me las trajo Teresa. Se encontró a Matilde en la calle y le preguntó por su sobrina. La tía fue rápida en contestar: Soledad estaba mejor que nunca, si la viera usté no la reconocería. La había presentado con unas amistades y le estaba sacando provecho a su juventud: sus nuevos amigos eran muy generosos. Fijese usté, Teresa, gana harto dinero y sin trabajar.
Aún con los ojos cerrados sé que afuera el día sigue gris y comprendo la conveniencia de renunciar a los recuerdos inútiles. Pero mi opresión es anterior a mi recuerdo y, para descifrar este vacío, debo repensar mi sueño.
Entonces, vuelvo a oír mis gemidos o los de la mujer del sueño que arrastra su cuerpo y encaja en la tierra, como garras, las manos untadas de sangre. Me veo jalando los matorrales y empujándome con pies y piernas; siento el gusto de la hierba que se me mete por la nariz y empiezo a mordisquearla emitiendo un ronquido que no puedo controlar, un ruido que despues de ávidos bocados verdes empieza a menguar y a convertirse en lágrimas de arena. Dejo de avanzar y me suelto sobre los zarzales y los hormigueros dormidos; sigo masticando y en mi paladar queda el sabor de una savia evocadora que me regresa a transitar por otros campos de luz desbocada donde correteo con mi perro hasta la colina de un calvario. Al llegar a la cima abro los brazos y cuando la luz se apaga, grito.
La mujer alza el rostro y a lo lejos ve un horizonte luminoso como si fuera el resplandor de una ciudad inmensa. Empiezo a reír y de nuevo jalo mi cuerpo. Llegaré, esa claridad quiere decir que llegaré, ese fulgor es el de mi salvación, es el signo de mi bienvenida, de mi arribo, por fin. Oigo ladridos, tiemblo de alegría al reconocerlos, al presentir la cercanía de mi compañero inseparable, mi guía y protector. De pronto, la sombra de la bestia salta sobre la mujer tendida y contemplo, y siento, los dientes largos como cuchillos enterrarse en mi carne. Ya no puedo gritar, sólo me lleno la boca de yerba tierna.
Ya casi es media mañana, afuera el sol todavía no se asoma cuando me despego de la ventana y dejo la huella de mi frente sobre el cristal. Temo preguntar pero me sobrepongo: ¿ y qué pasa con Soledad? Teresa, que ha permanecido en silencio, se atreve a contarme: Hace unos días Matilde llegó preguntando por la sobrina que desapareció de repente la malagredecida, que se fue quién sabe a dónde sin decir adios y llevándose sus ahorros. Pero hoy mismo, Teresa ha leído en el periódico, en las últimas páginas, que una chica con la identificación y señas de Soledad murió anoche al cruzar clandestinamente la frontera hacia los Estados Unidos. En el desierto, señora, encima de unos zarzales, encontraron su cuerpo destrozado por los perros.
Afuera empieza a llover, contemplo mi propia figura en el vidrio empañado y la boca se me llena de saliva con sabor a yerba tierna.
Roselia Bonifaz de Hernández, México © 1998
roseliab@telnor.net
Roselia Bonifaz es mexicana nacida en Ensenada, Baja California, México, donde vive actualmente. Ha particpado como co-autora en libros de historia regional como: "Visión Histórica de Ensenada", "Historia de Tijuana". "Panorama Histórico de Baja California" e "Historia de la Frontera Norte". El ensayo histórico y de análisis social que realiza ha sido publicado en la prensa, leído en la radio y dictado en conferencias de nivel regional. Sin embargo su incursión en la investigación histórica no la ha alejado del todo (aunque si en parte), de su verdadero anhelo: escribir ficción. El género que ha escogido es el cuento. Apenas empieza esta tarea tantos años pospuesta.
Comentarios de la autora sobre "Soledad":
Mi cuento SOLEDAD lo escribí con relativa rapidez a diferencia de otros, y está basado en un personaje real. No me consta su pasado y sólo adiviné su destino pero creo que existen muchas Soledades en esta parte de la república mexicana. Ese hecho y el de mi propio remordimiento fueron la inspiración de este relato.
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