Al abrir los ojos Manuel creyó recordar a Ana. Despertó molesto. Hacía mucho tiempo que no tenía una pesadilla, o al menos creyó haber tenido una. Le pareció recordar que lo asaltaban a plena luz del día, en Harlem, esquina de la calle 128 y Park Avenue. Se miró las manos mientras recordaba cómo el puñal se abría campo entre sus costillas y él sentía el suave murmullo del metro pasando sobre su cabeza. Le pareció verse vomitar claveles. Creyó verse reflejado en esos claveles, verse a los ojos como despidiéndose de sí mismo. Pero luego miró hacia la ventana y respiró profundo. Volvió a recordarla a ella, y pensó en llamarla después de lavarse los dientes y la cara, y desayunar.
Era sábado. Casi no había sol, y si había, el edificio del frente le impedía darse cuenta. Pensó que en su país había mucho sol, y que un día iba a regresar, con mucho dinero, y compraría una casa enorme, con un patio enorme, lleno de flores y árboles frutales; incluso pensó en sembrar un gran manzano en el centro de su patio enorme, pero se tuvo que reír de su idea descabellada ya que en el trópico no se dan las manzanas. Para eso se había sacrificado todos estos años, para tener todo lo que siempre había soñado. Se movió en su diminuto espacio, como si fuera un pez que ya conoce cada rincón de su pecera. En este día las cosas serían más tranquilas que de costumbre. Pensaba lavar su ropa y hacer las compras para la semana. Estaba muy agradecido de tener trabajo, aunque nunca tuviera tiempo para salir. Su único día libre, el sábado, era el día más corto de la semana. Por eso, mientras se lavaba los dientes pensó detenidamente en todo lo que haría, minuto a minuto, para no desperdiciar el tiempo.
Primero iría a lavar toda la ropa, y luego de compras. Pensó ir al correo y enviar el formulario de impuestos, pagar los recibos del gas, el alquiler, la electricidad, y el teléfono, y mandarle el giro postal a su madre; extrañaba a la vieja, a quien quería ver antes de que muriera. Con el tiempo que le sobraba recogería y limpiaría la casa, y luego iba a regar las dos matas que tenía frente a la ventana; se le estaban muriendo por falta de luz. Antes de irse a dormir, dejaría todo en orden para el domingo, ya que las cosas sufren mucho cuando están en desorden. Se lavó la cara, y decidió que hoy tomaría mate, en vez de café. No iba a leer el periódico, pues ya sabía bien lo que iban a decir los diarios, pero sí iba a encender la radio para no olvidarse de la música. Se miró en el espejo, y trató de imaginarse con barba, con bigote. Sacó la lengua y se examinó la boca, y luego, mientras se peinaba, se dio cuenta que había otra cana, pero esta no le molestó tanto como las primeras porque había escuchado a una de las puertorriqueñas en su trabajo decir que los hombres con canas son muy atractivos, y dan un aspecto de madurez. El problema mayor era la calvicie. Pensó que se empezaba a parecer a Silvio Rodríguez, y eso lo animó: una vez conoció a una chica que estaba enamorada de Silvio: "Te quiero mucho, pero debes saber que si algún día voy a Cuba o Silvio viene a Nueva York dejo de ser tuya," le dijo mientras escuchaban "Días y Flores." Desde ése día, Manuel escuchó a Silvio a solas y no se lo volvió a presentar a ninguna chica que fuera su amante.
"Treinta años no es nada," se dijo, y siguió examinándose. Le llamó mucho la atención un de par pecas que tenía a ambos lados de la nariz. Luego, se miró detenidamente a los ojos, y con más cuidado aún se miró el ojo izquierdo. Parecía un mar café, perfectamente redondo. Se acercó más para investigar. Se sintió tan atraído que, por varios segundos, se olvidó del mundo exterior, de la ropa que tenía que lavar, los platos de la noche anterior que dejó tirados, del olor a jabón, del ruido de los carros aglomerados en la calle, se olvidó de los recibos y las tremendas ganas de orinar. Se olvidó por varios segundos de Ana, y de su pesadilla, y se fue adentrando cada vez más en la pupila. Sin darse cuenta cómo, sintió que sus pies descalzos dejaban de tocar la alfombra azul del baño. Se adentró más y más en la niña de su ojo izquierdo. Dejó de sentir la humedad de la alfombra, y pronto, hasta el olor de su after shave. Pensó que moría. Sus manos dejaron de tocar el lavatorio blanco y helado, y repentinamente, como si se fuera a desmayar, empezó a verse en un espacio difuso, en el que todas las cosas se cruzaban entre sí. Era como si el universo fuera una continuación infinita de puntos tratando de comunicarse unos con otros, que iban estableciendo comunas hasta formar una célula, un cuerpo, un planeta, un pueblo. Pensó en el caos como lo más difícil y confuso.
Mientras flotaba, intentó gritar varia veces, pero nadie lo pudo escuchar; ni él mismo se oyó. Empezó a sacudir su cuerpo para no ser devorado por el caos, y pensó que podía pasar a ser una memoria. Se mareó tanto que no tuvo más remedio que taparse los ojos, para no vomitar. Finalmente, sin saber cómo ni por qué, se aferró a algo que pensó podía ser un árbol flaco y joven; fue entonces que sintió una paz única: "Entonces, esto es morir," se dijo. Aunque no sabía si soñaba o realmente las cosas sucedían, Manuel decidió salir de ahí, o despertar, para volver a su mundo real, en el que había tanto que hacer. Al abrir los ojos, sintió una brisa tibia que le acariciaba la piel. Miró a su alrededor. Inmediatamente se dio cuenta de que estaba desnudo, y se tapó con mucha vergüenza. Estaba sentado sobre una tierra árida y quebrada, como la piel milenaria de una tortuga. A su alrededor solamente pudo ver espacio vacío y la claridad del sol. Era un lugar infinito. Miró al cielo, y sólo vio azul. Esto podía ser un sueño. Pero el sol calentaba demasiado para ser parte de su sueño matutino del sábado. La luz tibia le rodó por la mejilla, como un chorro de claveles.
Mientras caminaba tuvo la certeza de haber vivido ese sueño muchas veces antes, en un pasado que ahora no podía ni quería recordar. Caminó por horas, y el paisaje siempre fue el mismo. Pensó: "¡Qué mierda de sueño éste, al menos podía tener paz aunque sea cuando duermo!" Lo único que vio fue el espacio vacío, el sol claro y ardiente, y un árbol flaco y casi sin hojas al que siempre regresaba, sin importar en qué dirección caminaba. Llegó a la conclusión de que todo era parte de la pesadilla que había tenido. No podían sucederle cosas como lo que le pasaba a gente perfectamente normal, como él; esas cosas generalmente le sucedían a personajes literarios, o en una que otra película. Él era real, y tenía que regresar a su mundo.
El día empezó a irse. Cuando ya Manuel se había olvidado de su desnudez, las leves sombras del atardecer le recordaron el frío de la noche. La oscuridad más profunda obligó a Manuel a que dejara de caminar sin rumbo. Empezó a hacer mucho frío. La noche se le pegó a la piel; era como una vaca gigantesca que le chupaba el cuerpo. Se sentó en el suelo seco y se metió con calma entre sus rodillas: ya iba a despertar, de eso no había duda. Cuando despertara las cosas volverían a la normalidad. Recordó el árbol al que siempre regresaba, y el azul del cielo, el espacio enorme en el que estaba perdido, en el que deambulaba sin destino concreto. Pensó que la noche no era más que un anuncio, que avisaba la continuidad infinita de las cosas. Se acurrucó aún más entre sus rodillas y esperó a dormirse.
Soñó que tiritaba en el frío de la noche, y se frotó las manos para recuperar un poco del calor que se le escapaba de su cuerpo. Si no fuera por el sonido de la brisa al pasar por sus orejas, hubiera jurado escuchar una voz. La luna se acercaba, y al fin pudo ver en las tinieblas la sombra casi imperceptible del árbol flaco y joven. Pensó ver un reflejo, en la distancia, y se incorporó inmediatamente. Era algo diferente. Estaba en el piso como un espejo que reflejaba el cielo, pero no recordó verlo durante el día. Ahora, a la claridad de la luna, veía una leve mancha reflejando la luna. Caminó sin darle mucha importancia a las quemaduras del sol, sin pensar en el dolor de huesos, al haberse dormido en aquella posición, enroscado entre sus rodillas. Escuchó el sonido, o voz, o lo que fuera, aún más cerca, de manera que se fue acercando al reflejo de luna en el suelo. Finalmente, y cuando estuvo muy cerca, supo que no era un sonido de este mundo. No reconoció la voz, pero supo que era de mujer. Se acercó aún más y cayó de rodillas frente al pocito de agua; al menos eso parecía: un pocillo de agua.
"Sácame de aquí," le dijo el sonido que salía del pozo. Manuel se asustó tanto que echó a correr. Mientras corría, jadeante y sin más respiración, pensó que corría de algo que no podía existir. Pensó que era su sueño, y no tenía por qué temer. Se detuvo. Le pareció que la voz decía su nombre completo: "Manuel Drissagil". Lo dijo con tanta nitidez que parecía una voz de verdad. La luna se le acercó más y por fin se pudo ver las manos, de nuevo. A su regreso, supo que la voz era real, cuando la escuchó decir su nombre una vez más. Llegó al pocito y vio el reflejo de luna, que no era la luna sino una reflejo de mujer. Más bien una mujer con ojos felinos. La miró detenidamente y no supo cómo hablarle, no supo en qué idioma o con qué palabras dirigirse a ella. "Sácame de aquí, por favor," repitió la voz. Manuel quiso preguntarle muchas cosas. Quiso decirle que él quería salir, pero que no podía, que más bien le venía a pedir ayuda. Pudo haberle dicho tantas cosas, pero tan sólo le preguntó cómo podía ayudarla. "Mete la mano, y sácame."
¿Cómo iba a meter la mano en lugar desconocido? ¿Qué haría si aquella voz de mujer lo halaba dentro del pozo, y quedaba ahí atrapado para siempre? Se dijo en voz muy baja que no lo haría. Le dio la impresión de estar cayendo un una trampa, era como si hubiera un mal presagio en el eco de la voz que escuchaba al otro lado del reflejo. Antes de que argumentara más sobre lo que sucedía, la voz repitió que la sacara, pero esta vez lo dijo sin sonido. Fue como si la brisa que traía el viento lo hubiera dicho, y fue entonces que Manuel supo que era una tontería no hacerlo, estaba en su sueño, en su propio sueño, en el sueño del sábado por la mañana. No le podía pasar nada peor que lo que ya le estaba sucediendo. Lo haría, sacaría a la mujer del pozo. Estiró la mano y se dispuso a sacarla, pero ella le dijo que así no lo iba a lograr, que tenía que acostarse a dormir, y que en un sueño la sacaría del reflejo. Manuel sonrió, y estuvo más seguro que nunca de que todo era un sueño.
A petición de la voz, se acurrucó entre sus piernas y se dispuso a dormir. Empezó a dormitar cuando pensaba en Ana, en la noción vaga que le quedaba de sus ojos y su voz. Ana siempre le hizo recordar el pasado, su pasado distante cuando era niño. Ana tenía el poder de hacerlo dormir entre su pecho, de hacerlo sentirse en paz, siempre tuvo el poder de alejarlo del mundo del ruido y el dolor. Ana había quedado atrás, en la patria, esperándolo, pero su recuerdo continuaba al lado de Manuel, como parte de la piel de sus memorias. La luna estaba sobre él. Sintió una mano que le rozaba la espalda, una mano fina y pausada que le acariciaba la piel de los hombros, que se metía en su cuello y le bajaba por el pecho. Pensó que jugaba con su pezón, que rodeaba el pezón con el dedo húmedo de saliva; era la misma mano que poco a poco fue bajando por su estómago y se durmió por dos segundos entre sus piernas. Manuel supo que era la voz del pozo, y aún con los ojos cerrados le preguntó si la podía mirar. "Claro, me mirarás siempre, hasta el día en que te mueras; luego me verás, pero será sólo por medio de las memorias de los demás." Manuel abrió los ojos y no pudo enfocar la cara claramente, al principio. Se restregó los ojos con sus antemanos y los volvió a abrir apresuradamente para ver bien el espejismo. Era una mujer. La miró detenidamente y ella lo dejó, luego, que jugara con sus pezones, como ella lo había hecho antes con los de él. La besó levemente en el la piel del cuello, y le dijo que era para asegurarse de que era de verdad. "No soy de verdad, pero existo," le contestó ella.
¿Te duele? Manuel le contestó que no, que sólo los hombros y era por las quemaduras del sol, así que ella continuó frotándole la espalda. "Tienes manos de ángel," iba a decirle él, pero ella se adelantó y le dijo que no eran de ángel sino más bien de animal doméstico. "¿Entonces eres un pajarito enjaulado?" "No...," contestó ella, sin poder resistir la risa, "...más bien soy una gata, y por eso te resulta tan difícil comprenderme." Manuel se volteó y no encontró rasgos felinos. La miró con calma, y sentado sobre el suelo esperó a que ella se sentara sobre él. Tomó cada seno en su boca sin morderlo, sin chuparlo, tan sólo lo dejó en su boca, besándolo detenidamente. Había claveles en sus labios, pero a Manuel le parecieron frutas. "No son de fresa...," le dijo ella, "...no los puedes saborear tanto como se hace con las frutas porque la nieve quema las lenguas de la gente," y sonrió. La noche estaba fresca, y había algo nuevo en el aire: había olor. "Ven, no te preocupes, no es nada. Ese es el olor de los claveles, y cuando más huelen es por la noche." Manuel respondió que él pensaba que los claveles no olían, pero ella le pidió que no hablara y puso su cabeza entre las piernas. La piel de ella era tan suave que Manuel supo que no podía ser de este mundo. "Sabes a nube...," le dijo mientras se limpiaba la boca y la miraba desde abajo. Ella le acarició la cabeza, y volvió a sonreír; le dijo que no, que el sabor que llevaba en la piel era de mar y no de nube. Se volvió a sentar sobre Manuel y fue entonces que Manuel pudo ver todas las estrellas. Había miles de millones, tal vez más. Miró detenidamente la piel de ella, y la de las estrellas, y pensó que era feliz. Ya no hacía frío, como antes, ni sentía miedo. Había paz. Una paz silenciosa, una paz de mujer desnuda bajo la noche de estrellas fugaces.
Hubo tantas estrellas fugaces que Manuel pensó que todo iba a acabar de repente. Pensó que la noche moriría con él, y que ella también moriría sentada sobre su piel erecta. La besó mucho, la abrazó fuerte y la besó aún más. "No sé cuántos besos te caben en la boca, pero igualmente te los doy por si mañana no se puede." Manuel miró el cielo y seguía lloviendo estrellas; le dijo a ella que pidiera un deseo, pero ella no lo escuchó, tan sólo clavó sus uñas en la espalda de Manuel. Él no supo qué había pasad o hasta que sintió el tibio en los dedos de ella, un tibio con olor a cereza. Ella quedó paralizada, con sus brazos y piernas asidas al cuerpo de Manuel. Lo abrazó tan fuerte que él pensó que acababa de morir. La separó de su cuerpo y la miró a los ojos, pero ella los tenía cerrados. "Si me miras a los ojos, volverás, y eso no puede pasar," respondió ella ante el silencio de Manuel. "Pero es que tengo que volver; trabajo los domingos." "Déjame que descanse un poco, y luego nos dormiremos juntos." No era que quisiera volver, realmente, pero tenía que hacerlo. "¿Tú sabes cómo puedo regresar?" "Sí. Pero ahora duérmete, estoy agotada." Lo tomó entre sus brazos y él se aferró a su seno, como lo hacía con Ana. Durmió sin tener pesadillas, pero cuando despertó ya ella se había ido. El sol había salido y le besaba levemente la mejilla.
Al despertar sintió una tremenda sequedad en la garganta. Se le empezó a secar la piel demasiado; se dijo en voz alta que se estaba volviendo loco: se rió mucho, a carcajadas, en voz alta, altísima. Caminó por varias horas, hasta que de repente, y en su desesperación, vio agua. Echó a correr. Corrió. Sabía que ahí estaría de nuevo la voz, pero pronto se dio cuanta que entre más corría menos se acercaba al charco de agua. El sudor le resbalaba por entre las piernas, bajo los brazos, se le metía en los ojos y le ardían, le ardía la boca, las ingles, los surcos en la espalda; la planta de los pies se le llenó de llagas; se sintió débil, y pensó que se podría desmayar: tuvo que detenerse. El pozo de agua había desaparecido. Si todo era un sueño, por qué aquel dolor tan fuerte en su estómago: nunca había experimentado semejante hambre; por qué las quemaduras de sol, y la algidez de la noche anterior, las zanjas como heridas de cuchillo sobre la espalda. Manuel sospechó que todo era parte de su imaginación. Pero el dolor era demasiado real.
Sentado en el suelo, empezó a reventarse las pequeñas úlceras que le habían salido en el pecho, bolsitas de agua que le picaban; las de los pies eran muy grandes y prefirió dejarlas solas. Le dolió mucho sentirse solo. A pesar de todo, le quedaba como es peranza ver a la mujer de la noche anterior, y esta vez la obligaría a que le dijera cómo despertar, la obligaría a decirle cómo salir de la inmensidad de azul y sol. Al árbol joven y flaco lo había dejado de ver, hacía mucho, y pensó que lo mejor era olvidarlo y caminar en línea recta; así, al final llegaría a algún lugar. Se puso de pie y miró hacia el horizonte. Caminó con la cabeza en alto, como tratando de mirar por encima de la línea perfecta que se formaba en la distancia, entre el suelo y el cielo. Más allá, en algún lugar, tenía que haber una casa, una persona. Su miembro se movía incontrolablemente, como si no perteneciera a su cuerpo, pero Manuel no quería parar de correr. Ya no le importaba nada, ni siquiera que lo vieran desnudo. Todo, incluso si lo arrestaban, era mejor que estar solo y sin poder ver nada más que sol, desierto y cielo. Sus pies se arra straban por el suelo seco, y su cabeza seguía erguida, su mirada fija en la distancia, sin parpadear; siguió buscando el agua que nunca apareció, y buscando algo sobre el horizonte, algo que nunca se materializó. Pensó que había puesto el agua para el mate, y quiso volver para apagar el gas. Podía haber un incendio. Caminó. Caminó y arrastró sus pies, sin decir una palabra, sin escuchar nada, sin pensar. La brisa insistió en secarle la piel, y pronto empezó a sentir que empezaba a ser parte del paisaje árido y seco.
Las piernas le temblaron, pero Manuel empujó su cuerpo hasta el límite y siguió corriendo, o caminando. Su cuerpo agotado hizo un intento sobrehumano por seguir adelante, pero finalmente cedió ante la atrocidad del sol. Se detuvo. Su pecho pareció dejar de moverse por un instante. Se sentó. Se sentó y a su lado estaba el arbolito escuálido y arqueado. Sintió que se había tragado un poco de vidrios triangulares, molidos. Se sentó, y decidió esperarla a ella, pero cuando llegó la noche no salió la luna. Esperó, y esperó después de mucho esperar. Manuel se enojó tanto consigo mismo. Se rió, y luego lloró, pero se limpió las lágrimas porque la culpa era suya, al menos pudo haberle preguntado el nombre.
Al amanecer, Manuel seguía tirado en el mismo lugar donde lo encontró la noche sin estrellas ni luna. Respiró hondo. Se apoyó en el arbolito joven y torcido, y decidió que aquello no era una pesadilla. ¿Qué era aquello? No pudo más que echarse a llorar. Lloró mucho, y siguió llorando aún cuando empezó a llover torrencialmente. Llovió tanto que los sapos saltaron de la tierra, y se convirtieron en golondrinas negras. Ya no le importaba nada, ya se había cansado y decidió darse por vencido. No iba a conti nuar buscando nada. Se sentaría ahí, donde siempre había estado, a pensar del largo recorrido, y ahí moriría. De no morir, despertaría e iría al baño a lavarse los dientes y la cara, para luego desayunar solo. Sintió que llegaba una brisa de mar. Era el mar de su tierra, lo reconocía por el fuerte olor a orquídeas y estrellas de mar. Se levantó y caminó hasta la playa. En la playa vio mucho niños que corrían y jugaban con la arena, con las olas, y con sus madres. Vio niños y niñas jugando fútbol, y le pareció verse a sí mismo, corriendo detrás de una pelota de cuero que había perdido el color. Sonrió mucho. Las golondrinas pasaron y se pararon sobre un enorme árbol de color azucena. Manuel continuó caminando. Pensó que lo podían ver desnudo, las madres y los niños, pero no importaba ya, ya todo había llegado a ser parte de sus memorias.
Caminó mientras sonreía y hacía gestos con la mano para que la gente lo viera. La playa era como una gigantesca pantalla de cine. A pesar de la tremenda humedad, el sol seguía quemándole los hombros. De repente sintió que se le caía un diente, y cuando se llevó la mano a la boca supo que se le habían caído dos, mientras sonreía. Ya no le importaba nada, tan sólo esperaba que lo pudieran ver, una vez más. Pensó que oiría a Shostakovich, en cualquier momento, y quiso llegar hasta la playa antes que fuera d emasiado tarde.
Pensó que finalmente llamaría a Ana, y le diría que aún la amaba, a pesar de los muchos años perdido en la distancia. Pensó que se iría de Nueva York, y regresaría a las montañas, los ríos, las playas, compraría una casa con una patio enorme y sembraría un gran manzano en el centro, aunque en el trópico no se dieran las manzanas. Pensaba en sus sueños cuando el tren elevado pasó por Harlem, sobre la Park Avenue y la calle 128, y sobre Manuel, que decía en voz muy baja: "Los pajarillos, Ana, mirá como vuelan hacia el mar..."
Óskar Sarasky Ramírez, Costa Rica, US 1996 © rojoyazul@hotmail.com
Oskar Sarasky es costarricense, actualmente radicado en Nueva York.
Enseña español básico en un colegio de secundaria. Cursa estudios en
literatura en el Hunter College y piensa continuar hacia el campo de la
literatura colonial de las Américas una vez concluído su trabajo de
maestría.
Ha publicado cuentos y artículos. Sus cuentos buscan la voz del que
emigra, la psicología del que deja sus raíces lejos de su tierra, pero
que a la vez, como todo ser humano, continúa preguntándose "qué hago
aquí, de dónde vengo y hacia dónde voy". La soledad en la gran ciudad
lo llevó a buscar refugio en lo suyo, y así conoció a Cortázar, Borges y
García Márquez. Afirma que para él escribir es encontrarse con los
demonios y los ángeles de su cabeza y aprender a convivir con ellos.
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