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Sueño de invierno

La calle estaba en penumbra y las aceras brillaban bajo la luz mortecina de las farolas, reflejando difusamente unas gotas de lluvia. Hacía frío y algunas hojas muertas revoloteaban en remolinos en torno a los bordillos. Se oía el eco de pasos apresurados en medio del silencio. Sara llegó a la plaza y se sentó en uno de los bancos. Como cada tarde, tenía la mirada clavada en la puerta de un viejo edificio y su cuerpo sufría un sobresalto cada vez que ésta se abría. No importaba que lloviera o soplara un viento helador; todos los días estaba allí, a la misma hora. Llegaba con el paso apretado y el corazón anhelante y se sentaba siempre en el mismo banco. Por fin, tras una espera no muy larga pero que a ella se le hacía interminable, aparecía él. Bajaba las escaleras con sus libros de arte debajo del brazo, charlando con algunos compañeros, y luego, con determinación, cruzaba la plaza, pasaba cerca del banco donde ella se encontraba y se perdía entre las sombras.

Siempre estaba tentada de levantarse y de seguirle; pero una mano invisible surgía mágicamente del banco y la atenazaba con fuerza, reteniéndola en contra de su voluntad. Se quedaba allí, quieta y pensativa, deseando haberse rebelado, haberse levantado y haber provocado un encuentro. Sin embargo, aquel día él no cruzó la plaza como de costumbre, sino que se dirigió hacia el banco en el que ella esperaba, se sentó a su lado, acercó sus labios a los de ella y la besó.

Sin saber cómo, y en lo que a ella le pareció un instante, llegaron a un pequeño estudio. Había lienzos desparramados por doquier y un tenue olor a pintura flotaba en el aire. Sara no pareció percatarse de nada de ésto. Para ella solamente existían bocas ansiosas y manos ávidas, y la urgencia de un deseo que había permanecido latente durante demasiado tiempo. Sus cuerpos se buscaban en la penumbra, tanteando el peligro de lo desconocido y la excitación del largo tiempo esperado. En medio de los jadeos y de las respiraciones entrecortadas vio el rostro de él delante de su cara, un rostro que ella conocía bien pero que nunca había tenido tan cerca. Los ojos oscuros y profundos penetraban en su alma con la suavidad hiriente del acero. El largo cabello, castaño y rizado, se agitaba mezclándose con el suyo. Podía sentir el contacto de su barba con un suave cosquilleo en los labios. Se dejó llevar por la marea de las sensaciones sin pensar en nada. Cada vez más deprisa, cada vez más urgente. La tensión iba creciendo y estaba a punto de estallar, como si un géiser fuese a brotar violentamente de su cuerpo en medio de una explosión de placer. Entonces, despertó.

Se sintió confundida y excitada. La ansiedad había hecho presa en su alma y no quería soltarla. De nuevo tenía aquellos sueños que la torturaban al despertarse y la sombra de la culpa oscurecía su rostro. Se sentía atrapada. Quería huir de los sueños; pero también disfrutaba con ellos, ya que constituían la única forma de dejar libres sus sentimientos, la única forma de poder sentir lo que durante el día le estaba vedado. Algunas noches llegaba a la cama deseando olvidarlo todo, deseando correr una cortina opaca sobre sus ilusiones, infundadas y absurdas, que le asfixiaban el cerebro presionándolo con latidos de falsa esperanza. Sin embargo, algunas veces, cuando la tensión se hacía insoportable, el camino de los sueños era la única vía de liberación posible. En ellos le era dado sin temor lo que el resto del tiempo se le negaba.

Se sentó en la cama con las rodillas encogidas y apoyó la barbilla en ellas. Era un callejón sin salida. Su razón decía que debía apagar aquel fuego que ardía en su pecho llenando de cenizas su alma, ya que sólo podía causarle dolor. Él era el hombre equivocado. No debía desearlo, ni siquiera en sueños; pero era algo que no podía evitar. Aunque su cerebro se empeñara en encerrar sus sentimientos bajo una campana de cristal, éstos existían, y la torturaban con una calma exquisita.

Al principio no se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo. Entre el cariño comenzó a brotar una pequeña agitación que procuraba desdeñar y, para cuando supo de lo que se trataba, fue demasiado tarde. Se apoderó de todo su cuerpo y de sus pensamientos dejándola asustada y confundida.

El dormía algunas veces en la habitación contigua, con su hermana y, esas veces, podía escuchar los sonidos de la pasión a través de la pared. El dolor se hacía insoportable. Lo sentía muy dentro, en el abismo del corazón, desde donde se extendía hacia todo su cuerpo. La náusea se apoderaba de ella como un fantasma oscuro y frío y ella se dejaba arrastrar. Apretaba la cara contra la almohada para ahogar su llanto y, mientras, imaginaba que estaba ocupando el lugar de su hermana en ese momento.

Oyó que alguien se levantaba. De nuevo las palpitaciones. Sabía que era él. Tenía que verlo antes de que se marchara, así que se levantó y se vistió a toda prisa.

Se sentaron juntos para desayunar. Mientras hablaban, Sara no dejaba de mirar sus labios, sus rizos desordenados, su barba, sus penetrantes ojos. No estaba escuchando. Solamente pensaba en que a pesar de que nada era real, ella conocía sus besos. Sabía cómo eran sus caricias y la expresión de esos ojos al hacer el amor. Lo sabía porque lo vivía casi cada noche, en sus sueños, y él, ajeno a todo, lo ignoraba con inocencia. De pronto, pudo escuchar entre la maraña de sus pensamientos: - ...me gustaría pintarte...
-¿Qué has dicho? -preguntó sorprendida, creyendo que no había oído bien.
-Sara, no me has escuchado en absoluto. Te estaba diciendo que el óvalo de tu cara es precioso y que quedarías muy bien en un retrato. Me gustaría que vinieras a posar un día en el estudio para hacerte unos bocetos y para pintarte.

A Sara le temblaron las piernas y se le atragantó el café. ¿Estaba viendo una mirada que quería decir algo más o era tan sólo otra de sus fantasías?.

-Y ¿por qué no pintas a alguna de tus alumnas? -logró articular finalmente.
-No, no. Eso sí que no -se rió él-. Crearía situaciones delicadas y comprometedoras. Ellas son adolescentes y están predispuestas a enamorarse de un profesor joven que les preste un poco de atención, aunque sepan que tiene novia. En cambio contigo no tengo ese problema, ¿o sí? -una hermosa y amplia sonrisa inundaba su rostro-. Bueno, tengo que irme a clase.

Depositó un beso en su frente y ella se estremeció. Al oír el ruido de la puerta que se cerraba suspiró aliviada; sin embargo su imaginación se puso en marcha y comenzó a torturarse intentando encontrar el verdadero significado de lo que acababa de ocurrir. ¿Por qué sus labios pronunciaban unas palabras cuando sus ojos expresaban otras? ¡Cómo le hubiera gustado acariciarlo entonces y decirle todo lo que sentía! Liberar definitivamente las cadenas que mantenían cautivo a su corazón y dejar que descansara. Pero era imposible. Seguiría prisionera de sus sentimientos.

Permaneció sentada un buen rato, con la mirada perdida, recordando cada una de las situaciones en las que había logrado estar a solas con él. Eran escasas, pero tan intensas... En cada una de ellas la magia flotaba en el aire y unos hilos invisibles surgían de sus cuerpos y se entrelazaban cada vez más profunda y enrevesadamente. ¿Quién decía que el amor era cuestión de química? Era más bien magnetismo. Como si cada ser fuese un gran imán que se siente irresistiblemente atraído o repelido por otro. Flota en el aire, creando una tensión atractora entre determinados seres. Por ello surge sin avisar, sin lógica, y atraviesa cualquier barrera y cualquier prejuicio. Por ello a veces se siente cuando no se debe o con quien no se debe.

Esta era la imagen que ella tenía del enamoramiento. Cada vez que él estaba a su lado sentía una poderosa fuerza que la empujaba hacia él y tenía que hacer sinceros esfuerzos para resistirse a ella. Era algo tan intenso que si algún día no estaba suficientemente alerta podría dejarse arrastrar hasta que sucediera, como en sus sueños. Sería delicioso; pero no podía traicionar a su hermana y traicionar sus propias creencias sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. No debía hacerlo. Pensaba en lo enrevesadas y enigmáticas que eran las relaciones humanas. ¿Por qué no sentía esto hacia otra persona que no fuera él? No podía ahogar un sentimiento surgido espontáneamente y se preguntaba cómo iba a resistirlo siempre.

Su hermana se había levantado ya y se disponía a sentarse a su lado. Sara la miraba intentando ocultar la culpa que se cernía sobre sus ojos.

-¡Qué temprano te has levantado esta mañana! -escuchó.
-¡Oh!...es que he quedado para hacer unas cosas -mintió con vaguedad premeditada-. Será mejor que me vaya o llegaré tarde.
-¿Has desayunado con tu querido cuñado? -le preguntó con sorna su hermana.

Sara hizo una mueca de disgusto. Cuñado. ¡Qué palabra tan fea! ¿Tendría algo que ver con una cuña? Bueno, en realidad no importaba. Además él no era realmente su cuñado, era el novio de su hermana y bastante tenía con aquello como para andar dándole un tono más oficial. Procuró cambiar el gesto y contestar sin demasiada reticencia.

-Si. Se ha ido hace un rato -entonces decidió tener algo de franqueza-. Por cierto, me ha dicho que, si quiero, me pintará en un retrato. ¿Qué te parece?
-Eso es estupendo. Supongo que se habrá aburrido de pintarme siempre a mí y además... tú eres mucho más bonita que yo. Le quedará mejor el cuadro.

A Sara le cosquilleaba el estómago. ¿Era tan sencillo?. ¿Así de fácil? Le parecía estupendo, eso había dicho. No sospechaba ni por lo más remoto que podía suceder algo extraño porque tampoco imaginaba que ella sentía algo más que cariño hacia él. Se marchó de casa apresuradamente, como si realmente llegara tarde a alguna parte y, acaso ingenuamente, dirigió sus pasos hacia la plaza con bancos con la que soñaba tan a menudo. Se quedó mirando hacia el viejo edificio, con sus aulas desconchadas y un poco húmedas. Allí dentro existía un mundo ajeno a ella y por el que nunca había sentido ninguna curiosidad... hasta que él apareció. ¿Le esperaría algún día como en su sueño, tal vez sentada en uno de esos bancos? No se había atrevido a preguntárselo hasta ahora. Y ahora supo que sí lo haría.

Había comenzado a nevar de forma tenue y constante y Sara se escondía debajo de su paraguas. Su abrigo estaba salpicado por pequeñas motitas blancas que se quedaban delicadamente prendidas de él. Se acercó a la enorme puerta de madera y esperó. Desde la parte más alta de las escaleras de piedra observó los bancos que paulatinamente ocultaban su color oscuro bajo un blanco resplandeciente. Las ramas desnudas de los árboles se asemejaban a huesudas articulaciones. Un escalofrío agitó su cuerpo, un escalofrío que no sólo estaba producido por la baja temperatura sino por la mezcla de excitación, nerviosismo y duda que experimentaba. El frío se estaba haciendo más agudo por momentos y decidió esperar dentro. Empujó la puerta y, sin llegar a entrar, se tropezó con él, que salía. Se estaba colocando un gorro de lana y trataba de guardar todo su pelo dentro de él. Sin dejar de hacerlo se aproximó a ella y le dio un beso en la nariz.

-¡Qué nariz más fría! -comentó sonriente-. No sabía que ibas a venir a esperarme. Ha sido una agradable sorpresa.

Sara se turbó un poco y quiso disculpar su atrevimiento.

-Verás... mi hermana no viene a comer hoy y pensé, que si tenías tiempo podíamos comer juntos y empezar con el retrato.

Ya estaba. Para bien o para mal, ya estaba dicho. Ahora podía escuchar su aceptación o su negativa. Habían salido del edificio y estaban bajando las escaleras. Él todavía no había respondido a su oferta y las escaleras estaban llegando a su fin. Según lo que contestara, ella tomaría una dirección u otra; sin embargo permanecía mudo. Cuando alcanzaron el final de las escaleras Sara se detuvo. Él la miró con extrañeza.

-¿Por qué te has parado aquí?. ¿No vamos a mi casa?

Sara se quedó con la boca abierta y una frase quedó sin pronunciar entre sus labios. Algunas veces parecía una estúpida. Sus heladas mejillas sufrieron un súbito aumento de temperatura. Reanudó el paso sin mirarle a la cara. Él hizo un comentario jocoso acerca del color de sus mejillas y Sara, molesta, le dio un coscorrón. Entonces se estableció un juego entre ambos, como una pelea de niños en la que las caricias se reprimen y en su lugar hay pellizcos y cosquillas. De vez en cuando se entablaban este tipo de peleas cariñosas entre los dos, normalmente provocadas por los comentarios punzantes de alguno de ellos. Eran un juego en el que medían sus fuerzas y eran una fachada tras la cual podían tocarse de forma infantil y acercarse más de lo que hubieran podido hacer en otra situación. Los dos las deseaban, mas no osaban traslucirlo. Tenían que mostrar disgusto para darles autenticidad; aunque no siempre lo conseguían. Y ésta terminó siendo una especie de baile sobre la nieve. El la había cogido por la cintura y ella estaba dando vueltas en el aire. Cuando la depositó en el suelo con suavidad, clavó sus ojos en ella fijamente. Sara tembló. Estaba reconociendo en aquellos ojos lo que ella solía expresar con los suyos y sintió un miedo repentino. Se soltó y comenzó a derramar palabras sobre lo primero que pasó por sus pensamientos. Nunca había sentido tanta tensión concentrada en un instante. Por primera vez creyó que él podía sentir algo hacia ella y esto la asustó más de lo hubiera sospechado. Podía suceder. Ya no era una fantasía que existiera únicamente en sus sueños; sino que se podía convertir en realidad. En un momento en el que él había bajado la guardia habían asomado a sus enigmáticos ojos las emociones contradictorias y el deseo contenido y ella lo había comprendido. Aunque intentaran hablar con normalidad, había sucedido algo mágico en ese breve instante, con esa mirada, y bajo sus abrigos latían sus corazones de un modo desconocido hasta entonces.

Cuando llegaron al estudio Sara no podía recordar sobre qué habían estado hablando durante el trayecto. Apenas comieron. El nerviosismo había anudado sus estómagos. Sara era consciente de que estaba caminando descalza sobre un sendero de espinas y de que podía clavárselas muy profundamente.

Mientras permanecía inmóvil, con la luz iluminándola desde una ventana, él la observaba minuciosamente para tratar de dar a cada pincelada el espíritu adecuado. Las pestañas, el arco de las cejas, la nariz, el contorno de los labios... Nunca nadie la había mirado de aquella forma, intentando adentrarse en su yo más profundo para extraer toda su belleza. Se sentía invadida y, al mismo tiempo, halagada. Podía sentir la mirada de él deslizándose sobre cada rincón de su cara, como una caricia liviana y delicada, como si un ciego estuviera palpando con sus dedos cada centímetro de piel para descubrir cada uno de sus rasgos. Una inquietud creciente se iba apoderando de su cuerpo. Quería levantarse. Quería salir de la estatua de piedra en la que se sentía encarcelada y acercarse a él para comprobar si realmente su boca encerraba los encantos que no podía recordar aunque sí soñar. La suavidad, la dulzura, la pasión inflamada. Todo estaba por suceder. Todo pertenecía al futuro. Quizá si diera el primer paso todo ocurriría precipitadamente y no hubiera tiempo para pensar en culpas. Sí. Eso era. Tenía que actuar sin titubeos; sin embargo permanecía inmóvil, como si en realidad estuviera prisionera en el interior de una estatua. De nuevo la mano invisible del miedo surgía y la atenazaba. Miedo al rechazo, miedo a la burla, miedo a haber interpretado mal lo que había visto en sus ojos. ¿Experimentaría él también alguna de estas sensaciones? No, eran vanas ilusiones, decía su razón. Sí, es posible, decía su intuición.

Y él, a escasos metros de distancia, experimentando los mismos conflictos, la misma culpa, el mismo miedo, continuaba dando pinceladas sobre un lienzo que había sido una excusa y, mientras tanto, procuraba contener el terrible impulso de acercarse a ella y sucumbir a una tentación tan antigua como el universo y que lo estaba volviendo loco.

Eran como volcanes. Volcanes que podían entrar en erupción dentro de un segundo, de una hora, de un día; o de un mes, o de un año. O podían esperar latentes toda la vida. Ninguno de los dos sabía lo que sucedería pero se quedaron con la respiración contenida, deseando que ocurriera en el segundo siguiente.

Elena Buixaderas, España, República Checa © 1994

buixader@fzu.cz

Elena Buixaderas nació en Murcia (España) en 1969. Se licenció en Ciencias Físicas por la Universidad de Zaragoza en 1993, pero llevaba escribiendo mucho antes de dedicarse a la física. Ha residido en varias ciudades españolas, así como en Londres y actualmente en Praga. En 1994 recibió el Premio Manuel Siurot de Narrativa Breve y en 1995 una Mención Honorífica en el Premio Ciudad de Miranda de Poesía. Ha publicado el libro de poesía "A través de los senderos infinitos" en la editorial Estío (Miranda de Ebro, España), así como diversos poemas en las revistas españolas de poesía Amilamia, Cervantes y Luzdegas. Su principal actividad literaria es la poesía, aunque siente un gran interés en el cuento o relato breve como género experimental en el que se confunden las fronteras de los géneros tradicionales y como exploración del universo psíquico de los personajes. Admira la belleza formal de los poetas de la Generación de 27, la prosa poética de escritores como Alejo Carpentier, Clara Janés o Lawrence Durrell, y los retratos psicológicos de Dostoievsky, Scott Fitzerald y D. H. Lawrence, por poner unos ejemplos. Y cómo no, Cortázar.

Comentario de la autora sobre "Sueño de invierno":
Este relato forma parte de una tetralogía en la que cada sueño esta asociado a una estación del año. La idea se la debo a Eric Rohmmer y sus hermosos cuentos cinematográficos. Cada relato explora una perspectiva de las relaciones humanas: el amor fraternal, el deseo, el desengaño, el enamoramiento... mezclada con una situación de búsqueda que alienta al personaje. Esta sensación de aliento o esperanza es la razón de que los relatos sean "Sueños" ya que el sueño, como deseo o ilusión, es el motor que impulsa a cada uno de los personajes. Pero la relación con el sueño esta también en la ausencia de desenlace. Los relatos son abiertos, no finalizan, tan sólo se detienen, como si el lector los estuviese soñando y despertara, teniendo así que imaginar una continuación o un desenlace. Sueño de invierno fue el primero de la serie y quiso ser una exploración del conflicto entre el enamoramiento y la lealtad. Nunca inventó un final para la historia porque eso hubiera disuelto el conflicto.

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