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Tango secreto

Nadie puede afirmar que el doctor Eulogio Luna tenga doble personalidad, pero el hecho es que de lunes a viernes dirige con rigor su cátedra de neurología en la facultad de medicina y los sábados por la noche se viste con un traje cruzado impecable, se calza unos escarpines de delicada cabritilla reluciente, se aplica unos toques de Eau Savage de Christian Dior y a las diez en punto entra en la milonga El Firulete, la más antigua y prestigiosa de la ciudad donde, desde sus tiempos de estudiante, se lo conoce como El Chino Luna.

Mientras estuvo casado ocupó una mesa pegada a la pista y bailaba solamente con su mujer, pero desde que enviudó se instala en un taburete de la barra poblada de hombres solos que otean el salón en busca de compañeras para salir a bailar .

El Chino volvió a pisar la pista con una mujer en los brazos unos dos años después de enviudar y esto sucedió a instancias de una dama bastante mayor que él, quien también había enviudado y perdido a su compañero de baile.
—Es una pena que con lo que nos gusta el tango pasemos la noche rumiando nuestra soledad y mirando bailar a los demás. Además, usted tiene un estilo sereno y elegante que, estoy segura, no me causará fatiga. Sáqueme a bailar.
Ningún caballero que se precie puede negarse a semejante convite y salieron a bailar como si hubiesen sido pareja toda la vida.

Finalizada la seguidilla de temas, el Chino acompañó a la anciana dama hasta su mesa, compartida con sus hijas y yernos, todos amantes del tango y habituales de la milonga.
—Chicas, no pierdan la oportunidad de bailar con El Chino y van a saber lo que es bueno. Y ustedes, pataduras, miren y aprendan —agregó para escarnio de los varones. Una de las mujeres se paró de inmediato y, desde esa noche, El Chino Luna no paró de bailar.

Todas las mujeres de El Firulete coinciden en que bailar un tango con El Chino es ser transportada a una dimensión emocional que no saben explicar y buscan encontrar su mirada para ofrecerse a bailar.

Los hombres no se oponen porque en El Firulete todos se conocen y el bailarín estrella es un cincuentón petiso, muy feo y con unas manazas desproporcionadas que guían las figuras, giros y cadencias sutiles y sencillas del tango de salón. No hay un verdadero abrazo en la danza con El Chino; las mujeres le apoyan su antebrazo izquierdo en el hombro y dejan que su mano derecha se pierda en la enorme garra de su compañero, mientras él apoya suavemente su derecha en la espalda sin pasarse de la columna vertebral para marcar la distancia y evitar el abrazo total, la unión de los torsos y el contacto de las mejillas, como si esas intimidades le pertenecieran sólo a la mujer que amó. Los que buscaban develar los secretos del bailarín sólo llegaron a advertir que esa mano gigante es la clave: apenas se desliza por la espalda de su dama, marca con la yema de los dedos y el pulpejo y, pocas veces, se apoya en la cintura para guiar alguna figura sugerida por la música. Lejos de provocar celos, el estilo de El Chino suscita admiración por la forma delicada y precisa en que conduce a sus parejas de baile.

Cuando sale a la pista con alguna compañera a la altura de su sensibilidad y habilidades, todos se hacen a un lado para verlos en acción. Durante esos tres minutos del tango sólo hay celebración. Los bailarines caminan, giran y se hamacan sin un solo gesto de lubricidad, sin ninguna exageración corporal “for export”. La sensualidad está en la música que entra por los oídos y fluye por todo el cuerpo hasta los pies; las bailarinas se lucen y los espectadores quedan fascinados por el goce que emana del baile por el baile mismo. En El Firulete se cuenta que algunas mujeres que bailaron con El Chino deseaban que el tango terminase para salir corriendo a echarse en los brazos de sus hombres rogándoles que les hagan el amor.

Cuando le llegan estos comentarios El Chino sonríe, señala que es una fantasía y agrega que el único secreto del tango está en conocer la música y dejarse llevar por ella. Pero cuando en tono de broma dice que lamenta ser feo y que algunas muchachas guapas no piensen en echarse en sus brazos en vez de salir corriendo, hay algo en el brillo de sus ojos que delata que oculta algo.

* * * * *

Nadia Kovacheva, la famosa bailarina del Bolshoi, a su paso por la ciudad pidió que la lleven a un lugar donde se baile tango: a una milonga.

El tango que le enseñaron sus “regisseurs” y profesores de ballet le resultaba demasiado alambicado. Por otra parte, las versiones tangueras creadas para deslumbrar turistas extranjeros le parecían exageradas y falsas. Para complacerla decidieron llevarla a El Firulete donde, cuando tomaron la reserva de su mesa, no perdieron la oportunidad de anunciar por los altavoces que la famosa etoile rusa iría esa noche para ver cómo se baila el tango de verdad.

Sentada a la mesa y maravillada por ese curioso ambiente en el que se mezclan personas de edad y jóvenes guiados por su pasión o curiosidad por el tango, Nadia oyó hablar de El Chino Luna, al que pidió ser presentada.
—Me gustaría tomar clases de tango con usted.

El Chino le explicó que él no era profesor; que era un médico que iba a bailar todos los sábados a esa milonga por diversión. Si ella conocía algún tango podía pedir que busquen la grabación e invitarla a bailar ahí mismo.
—Hay un disco de José Colángelo interpretando tangos instrumentales de Julián Plaza; lo conozco bien porque he ensayado algunas coreografías con él.
—No está mal; es uno de mis favoritos.

* * * * *

La condujo a la pista tomada de la mano y al llegar al centro la bella Nadia se colgó naturalmente de su cuello en un apretado abrazo.
—No es necesario, salvo alguna intención pasional de su parte— señaló él en un susurro. —Y si la tiene, le recuerdo que, por lo menos, la doblo en edad —agregó con una sonrisa que en su rostro se vio como una mueca.
—¿Qué debo hacer?
—Oír la música y dejarse llevar. Aquí manda el hombre.
—Míreme a los ojos. Guíeme también con la mirada.
—Para mí será un placer; pero usted tendrá que soportarlo. Vea, si tiene en mente alguna coreografía, algún automatismo, bórrelos porque no funcionan. Cada tango es diferente. Ponga toda su atención en la música y en la forma en que mi antebrazo en su flanco y mi mano en la espalda le marcan el camino.
—Que Dios me ayude— pidió ella. —Todo mi prestigio profesional se juega en esta noche; nos han dejado solos en la pista.

Y comenzaron a bailar. Uno tras otro los tangos potentes, armónicos, únicos, fueron fluyendo. A medida que Nadia se sentía más segura de sí misma y crecía su entusiasmo, la mano de El Chino apenas se movía por su espalda y sus dedos y pulpejo presionaban y aflojaban aquí y allá ordenando girar, caminar, cortar, quebrar el talle, hacer un ocho, detenerse. Por la mitad del quinto tema Nadia se colgó de su cuello, se apretó impúdicamente a su cuerpo envolviéndolo con una de sus largas y hermosas piernas y le susurró al oído con su marcado acento eslavo:
—Señor Chino, ¿qué me está haciendo?
—Mostrándole cómo bailamos en esta milonga.
—No puedo contener un orgasmo, musitó en agonía.
—Era de esperar —dijo él por todo comentario mientras con su dedo medio oprimía un punto preciso de la espalda de Nadia Kovacheva, quien alcanzó el clímax y se desarmó en sus brazos en el momento justo en que la orquesta hacía sonar los acordes finales.

El público estalló en un aplauso. La hermosa prima ballerina se sentía flotar y El Chino se mostró una vez más como el bailarín sobrio y elegante que todos los hombres de El Firulete querían ser.

Nadia, algo turbada, le agradeció la experiencia y se despidió prometiendo volver antes de marcharse del país. Al acercarse para el beso amistoso de despedida le preguntó al oído:
—¿Shiatsu?

El Chino dejó asomar una mueca maliciosa que pretendía negar que había sido descubierto; besó su mano y, mirándola a los ojos le contestó:
—Tango. Sólo tango.

* * * * *

Hace seis meses que El Chino Luna no aparece por El Firulete y en la universidad pidió licencia por tiempo indeterminado. Anda cosechando aplausos por el mundo junto a Nadia Kovacheva con un espectáculo en el que sólo ellos dos bailan en un escenario a media luz con los tangos del disco de su primer encuentro.

Los críticos y el público no se explican cómo esa pareja despareja, remedo de la bella y la bestia, puede transmitir a la platea tanta pasión y erotismo, pero coinciden en recomendar vivamente asistir al espectáculo “Tango secreto”.

En sus horas libres, el doctor Eulogio Luna avanza en la escritura de un apéndice para su tratado de neurología que tiene como título provisorio: “Digitopuntura, tango y estimulación neuronal”.

Jorge O. Feldman Rosa, Buenos Aires, Argentina © 2005

frosaj@yahoo.com.ar

Jorge O. Feldman Rosa es publicista y alterna su profesión con la escritura de cuentos en español del Río de la Plata y rimas tangueras salpimentadas de lunfardo. Le interesa que en cualquier latitud se reconozcan sus textos como típicamente porteños. Ha editado cuentos en tiradas reducidas para sus clientes y amigos, y parte de su Rimero Tanguero ha sido publicado en diarios regionales.

Lo que el autor nos dijo sobre su cuento:
Existen tantos estereotipos, mitos y falsas leyendas en torno al tango que se me ocurrió esta historia como una suerte de homenaje a las milongas, esos salones de humildes clubes de barrio o lujosas casas para fiestas donde, desde siempre, personas de todas las edades y condiciones sociales van a bailar por puro placer, a soñar y a enamorarse.

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