Un dolor seco me dejó aturdido. Tanteé la pared al costado y me aferré para no caer en la vereda. Todo se oscureció. Inspiré con dificultad y, lento, fui soltando el aire. Delante de mi titilaban destellos de colores. Como pude me incorporé y vi a dos personas que me miraban con espanto.
No sé bien cómo me sentía: el mundo se había apagado y vuelto a prender en cuestión de segundos.
Me limpié la campera con las manos para sacar los restos de tierra y las astillas rojizas de la maceta. El dolor de cabeza menguaba y el mareo había desaparecido.
Vi mi reflejo en el portero eléctrico y me di cuenta que no sabía porqué estaba ahí, confundido. De mi memoria sólo quedaban algunas imágenes. Sabía que era sábado 3 de mayo de 1987 y que estaba en Caballito. Tenía que tocar el timbre del tercero A. Patricia era mi mujer, de quién no recordaba más que la calma sus ojos azules. No tenía hijos. Fanático de Estudiantes. Odiaba los noticieros. Los chorizos tenían que ser de puro cerdo y sólo leía novelas policiales. Estaba apurado por llegar a tiempo a ese lugar. Esos eran todos mis recuerdos. Nada más.
No sabía ni mi nombre, ni mi dirección, ni cuál era mi trabajo, ni por qué estaba ahí, a punto de tocar el timbre en ese edificio viejo, oscuro y descolorido.
Antes de llamar, revisé los bolsillos de la campera buscando alguna pista. Lo único que encontré fue un llavero con varias llaves, un paquete de pastillas de miel, una libreta chiquita con tapas de cuerina negra, que tenía desparramadas en la primera página algunas palabras subrayadas y escritas con birome roja :
SUÁREZ QUIRNO 602 ¡¡¡CIEN!!! ROSA GEMA
En esas palabras reconocí mi letra. Nada tenía sentido, pero en esa situación todo era posible.
Caminé por la vereda un rato, tratando de recordar algo. Sería más fácil si pudiera ver mi identificación. Me paré delante de la puerta, revisé que no quedaran restos de maceta o tierra en mi ropa. Me acomodé un poco el pelo y ensayé posibles presentaciones.
Toqué el timbre. Oí un zumbido en la puerta. La empujé. Subí en el ascensor. Cuando llegué al departamento, noté la puerta entreabierta. Entré. Un comedor pintado de celeste, muebles antiguos y gastados. Diarios, tazas, vasos vacíos por toda la sala.
Un gato gris se bajó de una silla y se refregó contra mi pierna. Sin duda nos conocíamos. Se me apareció una imagen: una gatita siamesa que tenía en la casa de mi abuela y dormía a los pies de la cama. Me esforcé para recordar algo más mientras esperaba, cuando un ruido de tacos me trajo otra vez a la realidad.
Ella entró al comedor. El desorden del lugar se oponía a su elegancia. Un vestido ajustado negro, una trenza que caía sobre un hombro. Inmóvil y en silencio, la vi acercarse. Me agarró la cara con sus manos y me besó. El placer me hizo sentir me confundió más , pero decidí seguirle juego para ver si recordaba algo.
Me soltó y su actitud cambió de inmediato. Hurgó en su cartera. Casi a los gritos me reprochó el haber llegado tan sobre la hora. Me dijo que hasta los segundos estaban calculados hasta los segundos, que Suárez nos iba a matar si fallábamos. Intenté calmarla, quería explicarle lo que me pasó para que me ayudara a entender.
No me escuchó. Sacó un arma del bolso y, a pesar de mi negativa, me la escondió en la campera. La mujer caminaba empujándome para salir. Yo no podía pensar.
En la vereda, se detuvo ante un auto rojo que yo no recordaba haber visto y me pidió que lo abriera. Metí la mano en el bolsillo y toqué las llaves . Le pregunté dónde íbamos. Eso la enloqueció.
—¿ Vos estás borracho, o sos tarado y recién me di cuenta?
De nuevo quise hablar, pero al ver sus ojos llenos de furia, callé y conduje como pude, hasta la dirección que había leído en la libreta: no tenía idea adónde más podía ir.
La tensión me recordó momentos similares que empezaban amorosamente y terminaban en escándalo. Recordé su nombre, Natalia.
Al llegar al lugar, vi que se trataba de una joyería: Roja gema.
Bajé del auto, tratando de seguirle el ritmo. Entramos. Una vendedora se acercó y, con una sonrisa, nos preguntó qué queríamos ver, mientras señalaba las vitrinas cargadas de alhajas.
El lugar se representó en mi cabeza como un mapa. Sabía dónde estaba todo: el personal, los exhibidores y la caja. Comprendí a lo que habíamos ido. Era tarde para echarme atrás.
Todo sucedió de forma vertiginosa. Natalia redujo a las empleadas, y yo corrí como enloquecido. Rompí vidrios con la culata del revólver y me llevé todo lo pude en la cartera de ella. Forcé la caja y saqué todo el efectivo. Quería terminar, irme de ahí, pedir ayuda para recuperar mi vida, abrazar a Patricia.
A los empujones, salimos del local.
No llegamos al auto. Dos patrulleros bloqueaban la calle y seis policías nos apuntaban. Ante la mirada furibunda de Natalia, apoyé el bolso en la vereda y levanté los brazos. Dos oficiales me tiraron al piso y me esposaron. Ella se resistió, en vano, unos minutos. Luego nos metieron en autos diferentes. Antes de cerrar la puerta escuché que un oficial le decía a otro: — Llevale las cien lucas al Comisario Suárez. Mientras el móvil avanzaba, otros recuerdos aparecieron en mi cabeza.
Soy Martín Cáceres, remisero. Vivo en La Paz 257, Colegiales. Olvidé mi billetera en casa. Estoy casado hace veinte años con Patricia. Hace dos años conocí a Natalia. Imponente, sensual. Le gusta vivir bien, y descubrí una vida muy diferente a mi monotonía. Siempre teníamos pensada alguna aventura. Con el tiempo todo se fue poniendo muy turbio. No podíamos cubrir los gastos. Suárez cada vez nos pedía más. Hicimos cosas de las que me arrepiento.
Por eso fui hoy a la casa.
Para impedir lo que finalmente hicimos.
Rosana Cecilia Domínguez, Argentina © 2022
rosana.cd1965@gmail.com
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