La separación no me había afectado demasiado, cuando el matrimonio llega a un punto en el que la persona que está al lado nuestro se vuelve detestable, no hay otro camino.
Me sentía solo, eso es cierto, pero comenzaba a acostumbrarme. Ya me había deshecho de esa manía de prender el televisor apenas llegaba al departamento, como un modo de sentirme acompañado. Ahora podía bañarme escuchando el solo sonido de la ducha, sin tener la percepción, que me había acechado al principio, de que alguien me vigilaba o me observaba.
Esa vez cuando salí de la ducha, cené solo, leyendo algo de la sección deportiva del diario y viendo noticias. Sonó el contestador del teléfono negando mi presencia, pero no hubo mensaje. Media dosis de clonozepan de dos miligramos me ayudaría a dormir más relajado y más seguro. El psiquiatra me había delegado la decisión de cuándo tomarlo.
Así fue aquella noche en que comenzó todo, y ya no podría parar.
Me duermo temprano, estoy tranquilo, relajado..., sueño.
Me acerco a una vidriera, hay una mujer mirándose, es rubia y tiene anteojos oscuros, una boca generosa de labios sensuales, entreabiertos, una pose agresiva, increíblemente atractiva. Así la veo, reflejándose por el sol del atardecer que llega desde atrás. Es verano, lo percibo. La vidriera es oscura, y el sol le da luz desde la cintura hacia arriba. Tiene un pantalón vaquero, levemente bajo, caído, musculosa blanca, campera de cuero marrón, liviana…, botas. Me acerco a la vidriera y veo mi reflejo, vestido exactamente igual a ella. Soy yo, algo más flaco y con el pelo más largo. Me gusto. Me paro detrás de ella, me mira desde el vidrio, puedo sentir su mirada detrás de los lentes oscuros, no parezco conmoverme, pero sé que haré lo que me pida. Me toma de la mano, su mano izquierda agarra mi mano derecha, me lleva a algún lugar al cual no llegamos.
Me despierto, quiero regresar, no puedo, ya no vuelvo a dormir.
Le busco un nombre, recorro y recreo una y otra vez el sueño en busca de un nombre que la identifique, para nombrarla, pero no hay. “La rubia” pienso, eso es, no tiene un nombre, pero lo sé, la llamo La rubia.
Imposible regresar al sueño mientras el amanecer se va adueñando de mi cuarto desde los espacios que deja la persiana mal cerrada, empiezo a sentir los pájaros allá afuera, no me molestan, cantan, pero me resisto a levantarme, va a hacer calor, mucho, me domina la sensación de que allí, en el sueño, quedó algo por lo que debo volver. Tengo, en ese amanecer, la tierna emoción del comienzo del enamoramiento, el vacío de la pérdida y la ausencia, duele pero alegra sentirlo, no veré a La rubia durante el día, ni ese día ni el siguiente, así lo siento, la extraño, me angustio. Debo volver a dormirme. No puedo. Suena el despertador.
A las ocho estoy en la ducha, como siempre, automáticamente respeto mis costumbres, me lavo los dientes, me afeito, rezo mientras me ducho, quiero pensar en mis actividades del día, pero no, imposible, la imagen de La rubia no desaparece.
A las once, habiendo ya desayunado e intentado adentrarme a cumplir con mis tareas habituales, la imagen de La rubia sigue allí, dando vueltas un poco por mi cabeza y otro por mi corazón. Pienso en quién es… cuál de las mujeres que conozco, cuál de aquellas con las que salgo a veces, o las que me rodean aquí en el trabajo, puede ser La rubia. Racionalizó la situación, tiene que ser alguien que conozco, se tiene que vincular con lo vivido. Anoto nombres, mujeres que conozco y deseo, mujeres con las que me gustaría salir, repaso, las pienso (Verónica, Brenda, Mariana, Bernie); no son La rubia, ninguna me invade, con su recuerdo, de esta forma.
Aprovecho la hora del almuerzo para salir a caminar, hace mucho que no llueve, noto el calor en el aire, húmedo, pesado, pegajoso, nada ayuda, me siento agobiado durante el día, quiero que pase, se hace lento. Rechazo el llamado de un cliente que llama, insistente, una, dos veces, vuelvo a salir.
Debo esperar la noche, tengo que volver a soñarla.
Ya en casa pienso si saltear la cena; no quiero perder tiempo, me siento ansioso por volver a dormir, todos mis sentidos están puestos en esta noche, ¿la volveré a ver? ¿qué será mejor? ¿cenar liviano o, acaso, debo volver a cenar lo mismo que anoche? Lo pienso, elijo cenar lo mismo, pongo el mismo canal de televisión, repito la rutina hasta donde puedo. No quiero equivocarme. Estoy nervioso, ansioso. Mientras me lavo los dientes, me pregunto si estaré enloqueciendo. Esta vez, doblo la dosis de clonozepan. Lo necesito.
Sueño con La rubia, sueño que está en mi sueño, solo sueño...
Estamos en un ambiente inmenso, un loft, hay una cama matrimonial, una bañera con pie, blanca, casi amarillenta por lo antigua, frente a la cama matrimonial.
La bañera está bajo una ventana enorme, un paño de vidrio en la pared. El piso del cuarto es de pinotea y el techo de madera con vigas, y en bajada.
Es la buhardilla de una casa. Del otro lado de la ventana el río entra con los reflejos del atardecer y se proyecta en el piso.
La rubia se está bañando, esta sentada en la bañera y se enjabona. Yo le camino alrededor, me acerco, parece que la busco, me alejo, doy vueltas alrededor, mientras veo como se enjabona desnuda, sentada en la bañera, riéndose, divertida; me pregunta qué hago yo ahí si no nos conocemos, qué busco de ella; me dice que me vaya, riéndose, no pretendiendo en serio que me vaya. Me dice que me conviene.
Se enjabona los pechos, y porque he visto mil pechos distintos, sé que los de La rubia son como los prefiero, alargados pero firmes, adornados por pezones carnosos y morados que parecen adueñarse de la piel a la que rodean. Me acerco y la beso en la mejilla, rozo mi nariz con la suya, acerco mi boca a la suya y la alejo, y dejo su lengua -asomada suavemente- llamándome, pidiendo por mi boca, por mi lengua, el juego sigue, vuelvo a acercarme, a rozarla, de modo que nuestro aires casi se confundan, su fusionen en uno antes que las bocas choquen y las lenguas se entrelacen. Luego, me acerco a sus pechos, los beso, jugamos un juego de acercamiento y seducción mientras el deseo crece. Esta noche La rubia tiene el pelo recogido, desprolijamente recogido pero me gusta, y el agua está llena de espuma, aunque no tanta como para que impida que la vea. Después me desvisto, y me meto en la bañera, sus ojos me recorren, hombros, brazos, abdomen, músculos, mi sexo se condice con mi cuerpo, no grueso, pero extenso y nervudo, soy yo, esta noche me reconozco, pareciera que La rubia me esperaba, que me hubiera elegido, luego me voy sentando lentamente, como buscando la autorización de sus ojos, buscando la aceptación del fin de su recorrido visual. Tiene sus ojos entrecerrados y su boca entreabierta, me dicen que sí, me llama, aunque sueño puedo oler el deseo.
Me siento, La rubia acomoda sus piernas del lado de afuera de las mías, como envolviéndome. Por la ventana ya no hay más luz, y lo que entra es un color muy azul del río con una luna redonda en el medio, como si fuera un dibujo de una pelota blanca sobre una alfombra casi negra; el reflejo de la luz de la luna cambia, ahora, totalmente los rasgos de su cara con respecto a como la había visto antes, y las expresiones también se modifican. Ya nada es gracioso, ni divertido, sino extremadamente sensual, erótico, como si los dos hubiéramos entendido, en medio del sueño, que había cambiado el juego que habíamos empezado a jugar. Mientras yo estaba acomodando mis piernas del lado de adentro de las de ella en la bañera y le mostraba la luna y la noche en la ventana, La rubia se empieza a adelantar, como si se arrodillara hacia mí. Ahora nos miramos de cerca, y no nos besamos, La rubia ya arrodillada alrededor mío, me toca los hombros, suave, sensual. Después cuando empezamos a besarnos, muy sutilmente, con besos sin peso, lentos, comienza a dejarse caer hacia atrás como si de estar arrodillada pasara a sentarse sobre sus piernas, abriéndolas de algún modo y dejándome que la penetre, y allí hacemos el amor, en la bañera, mientras le beso el cuello, las mejillas, la boca, los pechos, sin parar, y la muevo tomándola firme desde debajo de sus nalgas, mientras el deseo me recorre imparable -como un océano embravecido- por las venas.
Me despierto. Estoy mojado, pero el deseo persiste, el corazón apretado, a punto de estallar, no cabe en la piel, igual que mi sexo.
De amor no se enloquece ni se muere. Me repito varias veces esa frase en la mañana mientras me ducho. No me lo creo. Empiezo a comprender que hay algo que supera mi racionalidad, como si el amor y el deseo fueran reales en su existencia pero irreales, gigantes, ingobernables, en su magnitud. Tengo miedo, pero a la vez nunca me sentí mejor, desisto de volver al psiquiatra que había visitado con mi separación, la receta es sencilla y está al alcance de la mano, debo dormirme, solo esperar la noche, dormir, nada más. No puedo rezar en la ducha, me distraigo, pienso en dormir.
Mi amigo Sandro trabaja en la sección de identi-kits de la policía federal. Es un escultor fantástico, un dibujante capaz de copiar cualquier rostro, lo primero que hago en la mañana es ir a verlo.
-Necesito que dibujes a una mujer que ví anoche en un bar- le miento.
Le doy los rasgos, a medida que avanza la cara se va pareciendo a la del sueño, termina, es ella, tengo el dibujo de La Rubia. Sandro, lo sabía, no me decepciona.
-Es hermosa. ¿Para qué el dibujo? ¿Se lo vas a regalar? ¿Le vas a decir que lo hiciste vos?- pregunta Sandro.
-Nunca se sabe- le contesto, y me voy.
En camino a la oficina compro un portarretrato del tamaño del dibujo, pienso ponerlo sobre mi escritorio, pero cambio de opinión, no voy a la oficina, decido caminar por el centro de la ciudad con el dibujo en la mano, espero cruzarla, no ocurre. Voy a algunas casas donde mujeres jóvenes ejercen la prostitución, muestro el dibujo, no la conocen. Busco la vidriera en el centro de la ciudad, busco la imagen del río del sueño entrando por la ventana, el loft, me parece reconocerlos, pero La rubia, pienso, solo existe si duermo.
Ya en la oficina una ansiedad extrema empieza a dominarme, no puedo pensar en otra cosa, miro el dibujo, estoy absorto, rechazo el llamado del mismo cliente insistente, llama dos veces más, no atiendo, no puedo concentrarme en el trabajo, todo me incomoda, la camisa, los zapatos, el teléfono sonando. Miro el reloj con obsesión. Paso de largo el almuerzo. Antes de la hora de siempre, mucho antes, me voy para mi casa.
Esta vez paso por alto la cena, quiero dormir de inmediato, vuelvo a elevar la dosis de clonozepan de la noche anterior, ¿será excesivo?, no lo pienso, rompo la rutina, decido bañarme, me pongo perfume, el que creo más sensual, elijo la ropa que más me gusta, creo que no debo dormir con una remera vieja como acostumbro hacerlo, debo ponerme la ropa que mejor me queda, pero no…, cambio de idea, busco la ropa del primer sueño, la musculosa blanca, los vaqueros, incluso las botas, me las pongo…, al costado de la cama… la campera de cuero y los anteojos negros.
No puedo dormir. En la somnolencia no distingo el tiempo que corre, doy vueltas en la cama, no hay electricidad, lo anunciaron por la radio, el corte de luz afectaría al menos veinte manzanas, alcanza la zona donde vivo, y el calor sigue, abrasador, sofocante, dueño absoluto del aire, transpiro las sábanas, están húmedas, se me pegan al cuerpo empapado, por momento me adormezco, soy esclavo de la ansiedad, no puedo volver al sueño, no la encuentro, ya no domino mi cuerpo que tiembla, me desespero.
Voy por más clonozepan, el día se hace presente por los espacios de la persiana, empieza a llover pero el calor no afloja, tengo que dormir, tengo que soñarla… No lo consigo.
Acostado en la cama, con el cuerpo que no me responde, escucho un mensaje en el contestador, llaman del trabajo, necesitan encontrarme, el mismo cliente insistente, es urgente, dicen… Para mi la única urgencia es dormirme, soñar, con La rubia, soñar….
Más clonozepan para lograr dormir, no, cambio de idea, tiene que ser algo efectivo, debo dormir ya, no debo dejar que el tiempo se escape, me levanto, camino tambaleante por el efecto del clonozepan, a tientas, chocando con la punta de los muebles, elijo el gas, cierro todo, como puedo, ventanas, puertas, prendo el gas y me acuesto, un rayo estalla en el cielo, luego el trueno, ensordecedor, se oyen las gotas gruesas de la tormenta contra la persiana, siento que duermo, ahora sí, duermo, me pierdo en el sueño, una lentitud increíble se adueña de mi, una pesadez desconocida me aplasta, me lleva, plácido, me transporta, sueño que suena el teléfono, estoy en la oficina, atiendo, una voz, la reconozco, me dice que es la secretaria nueva de un cliente, que la busque, que me conoce, que estuvo tratando de encontrarme, que llamaba, insistentemente los últimos días, que yo no respondía, veo su cara en mi adormecimiento, sí, La rubia, está al otro lado del teléfono, incrédulo quiero volver, salir del sueño, abrir la ventana, respirar aire nuevo, despertar, ducharme, rezar, llegar al trabajo, no puedo, ya no puedo, las luces se pierden, veo todo oscuro, ahora una luz que encandila, un resplandor, siento que me voy, veloz, hacia el centro de la nada, mientras, por última vez, veo la cara de La rubia, que me mira, que sonríe, que se aleja…
Hernán J. Racciatti, Argentina © 2007
hernanjuanr@hotmail.com
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