Dice doña Elena que Teófilo tenía su poder desde mucho antes de aquel solsticio de primavera en que salió hacia el monte.
-¡Uy! -dice, sacudiendo la ceniza de su cigarro sobre el fogón, y pone cara de que, ahora sí, me va a dar todas las respuestas de la vida-. Teófilo tuvo poder desde que era muy niño. Yo creo que fue desde que lo mordió la nauyaca. La ponzoña le entró al alma y le mató la parte débil, y desde entonces sólo le quedó la parte poderosa. Por eso Teófilo es el mejor de los brujos, no como los otros, que son puro jarabe de pico. Esos están ahí nomás de adorno, pa' los turistas. Cuando les llega un paciente con dolor de cabeza, digo pa' poner un ejemplo, luego luego le hacen una limpia, y les pasan sus hierbas de albahaca y su huevo por todos lados-se ríe estruendosa, impúdicamente, y por un momento me enseña los agujeros en su dentadura amarilla-, hasta por el culo -completa.
-¿Y don Teófilo? -le pregunto- ¿Qué hace don Teófilo cuando a uno le duele la cabeza.
-Pus le da un mejoral. No hay necesidad de molestar a los espíritus antiguos con pendejadas.
Y luego comienza a contarme de la vez que curó a la tía Concha. La acostó sobre el petate y le pasó las manos por encima hasta que sintió comezón bajo las uñas. Ahí le estuvo sobe y sobe, luego le untó ciertas hierbas que sólo él conocía, y santo remedio, a los dos días la tía Concha expulsó al mal espíritu.
-¿Tenía un espíritu dentro? -le pregunto ingenuo.
-Sí señor, un espíritu con forma de gusano.
Luego la interrumpo para que no se desvíe del tema y me vuelva a contar de la vez que Teófilo subió al monte.
-Era el primer día de primavera -dice-. Eso es importante porque todo el aire está preñado, fértil, listo para fecundar. Además, por si eso fuera poco, esa noche era de luna llena. El caso es que antes de que saliera el sol, y en ayunas, Teófilo se hizo al monte. En ayunas, porque los buenos brujos prueban todas las hierbas antes de dárselas a sus pacientes -explica, y luego continúa. Todavía no tenía su morral ni a la mitad de lleno cuando oyó que alguien lloraba entre los árboles. Pero no era el llanto normal de un hombre pobre, de una mujer abandonada o de un niño perdido, sino el llanto sobrenatural que no despierta compasión y piedad, sino tristeza. Al oírlo, según Teófilo le contó a Elena, daban ganas de llorar también. Era un llanto que hechizaba, y así, hechizado, Teófilo se fue a asomar entre los juncos y se fue encontrando un ángel. -¡Sí, señor! No me crea si no quiere, yo tampoco le creí a Teófilo la primera vez que me lo contó, pero de entonces para acá me lo ha demostrado tantas veces, que ahora creo, tanto como que estamos aquí, que ese día en el monte Teófilo se encontró un ángel.
-Y el ángel le concedió sus poderes curativos-me anticipo en la historia, listo para agarrar mis notas, mi grabadora, tomar la foto de rigor, darle las gracias a doña Elena por haber sido tan amable y salir del jacal, muy contento por el cuento tan bien contado, pero frustrado por no obtener datos para mi tesis.
-¡Qué bárbaro, joven! A mí, cuando oí la historia, se me ocurrieron preguntas menos tontas -dice, me da una palmada en el hombro para que no me tome muy a pecho su insulto, y vuelve a enseñarme que le faltan dientes-. Yo le pregunté a Teófilo, ¿y por qué lloraba el ángel? Y él me contestó que el ángel le había dicho que lloraba porque Dios lo había echado del cielo. Teófilo y yo hemos leído mucho del Buen Libro, y sabemos muy bien que el ángel que Dios echó del cielo es el mismísimo Lucifer -escupió en el fogón y se persinó después de mencionar el nombre del malévolo.
-Y ese era, en efecto, el ángel que lloraba -prosigue- nomás que no era como a Teófilo le habían enseñado que era el Diablo. No tenía cola, ni cuernos, ni patas de cabra, ni la piel roja, sino que era más hermoso de lo que nunca podría contarle. Más hermoso que todas las mujeres hermosas juntas. Más que todos los recién nacidos, que todos los poemas, que la luna y el sol y sus estrellas, más hermoso que los ríos, los montes, los pájaros y todas las flores juntos. En fin, hermoso como el pecado -concluye doña Elena y vuelve a reír.
El Diablo le contó a Teófilo que Dios lo había echado del cielo por haberle echado a perder su creación maestra. Después Dios se fue a buscarse otro planeta, a hacerse otros hombres que lo adoraran por sobre todas las cosas y que fueran más perfectos que éstos, que se dejaban deslumbrar tan fácil por cualquier dios falso, y dejó aquí abandonado a su hijo más rebelde, Satán.
-Desde entonces he buscado su perdón-le había asegurado a Teófilo, con su voz demoniaca, que también era más hermosa que los gemidos de placer de todas las doncellas juntos.
Teófilo no es ningún tonto, y en esos días era todavía más abusado. Tal vez menos sabio, por joven, pero más listo, por lo mismo, y sabía que el diablo tiene más de mil tretas para embaucarle a uno, así que empezó a echarle en cara todas las maldades que había hecho, desde la guerra, hasta meterse en la botella que se tomó el asesino de su papá. Y, según Teófilo, a cada maldad que mencionaba, el diablo chillaba más y más duro.
-Ya sé, ya sé que lo he hecho mal -repetía-, pero es que yo no soy dios, yo apenas soy un ángel que busca su perdón.
-¡Demuéstralo! -le había gritado Teófilo señalándole con el dedo-. Demuéstralo Diablo, porque yo no te creo.
De nuevo se carcajeó doña Elena, antes de terminar con su relato.
-Entonces el diablo, para demostrarle a Teófilo que en el fondo era bueno, le echó un hechizo poderoso, y luego le hizo firmar un pacto. Así fue como Teófilo, que ya de por sí era bueno curando gente, se convirtió en el mejor de los hierberos, en el más poderoso, a cambio de que cuando muriera, hablara bien del demonio ante las cortes celestiales de Dios.
Elena se puso muy seria de repente.
-Pobre Diablo -dice y suspira-. A veces me da mucha lástima, de imaginármelo por todo el mundo, por todo el tiempo, buscando el perdón.
Se acabó el cigarro y arrojó la colilla al fogón. Me despedí de ella con un sincero apretón de manos y salí del jacal. Apenas había andado unos pasos cuando me encontré a don Teófilo en persona.
-Don Teófilo -le dije, y proseguí en un tono más confidencial-. Así que tiene pacto con el diablo, ¿eh?
Me miró entre asustado y sorprendido.
-¿Quién le dijo eso? -me preguntó, como si le hubiera dicho que le conocía algún delito inconfesable.
-Me dijo su hermana, doña Elena-contesté-, pero no tiene de qué preocuparse. Su secreto estará a salvo conmigo-. Hice un esfuerzo por no romper a reír.
-No tengo hermanas-dijo Teófilo y me congeló las ganas de reír por seis meses.
Revisamos juntos el jacal, y ya no había nadie por ningún lado. A mí me pareció notar un ligero aroma a azufre en el ambiente, y una sonrisa sarcástica y desdentada entre las cenizas del fogón.
Rodrigo Solís Arechavaleta, México © 1996
rsolis@laneta.apc.org
Rodrigo Solís Arechavaleta nació un 11 de diciembre de 1970, en la ciudad
de México. Estudió un año de ingeniería en electrónica y un año de
ingeniería biomédica. De estos estudios salió la novela de ciencia-ficción
"El andar del gato" que está recién terminada y en espera de conseguir un
editor audaz. Luego cursó una diplomatura en la Escuela de Escritores, de
la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM).
Durante sus
primeros años, trabajó escribiendo guiones para historietas. También ha
declamado sus poemas en el café cantante El Sapo Cancionero y ha
colaborado con el compositor Fernando Delgadillo. En la actualidad,
colabora en las secciones culturales de los diarios "El Nacional" y "Uno
más Uno".
Su primer libro, en colaboración con Fernando Delgadillo,
"Poemas y otros malentendidos", fue publicado en edición de autor con una
tirada de 1.500 ejemplares que se terminaron en un año. Su segundo libro,
"Una gringa en la cama y otras sutilezas" (ISBN 970-91628-0-2) ha sido
publicado, también en edición de autor, en mayo de 1996. Ahora Rodrigo
Solís trabaja en un proyecto de canción y poesía urbana que se llamará
Canción en
concreto (en México, se utiliza el anglicismo «concreto» para
referirse al «hormigón»).
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