Dentro hay ruido de tazas, calor. Los ventiladores en el techo giran todos al mismo ritmo, con parsimonia, desgano e inseguridad.
Un cliente increpa a la camarera, le dice que ha cambiado el pedido, que él nunca, y recalca la palabra NUNCA, tomaría un café americano.
En la mesa del fondo se concentra el jubileo. Justo delante de las plantas ornamentales y usando la silla a modo de tribuna, un chico ostenta, al parecer con orgullo, un pequeño libro de cuentos. Sus amigos pretenden aplaudir, pero no lo hacen. A fin de cuentas, publicar un pequeño libro de cuentos no es importante.
La camarera respira hondo, maneja con destreza su bandeja metálica y se traga el rencor sin el apoyo de un vaso de agua. El rencor le raspa la garganta, deja huellas de tierra apisonada a medida que baja hasta el estómago. Luego le provocará retorcijones, retorcijones terribles.
Hay cosas que una camarera debe ser capaz de resistir.
Un turista de sombrero ancho y camisa blanca, remueve la azucarera. Fija la mirada en el cristal, como si hubiera dentro del azúcar algo escondido. Luego mira hacia afuera, empuña su cámara fotográfica y detiene el paso de los botes por el canal.
Jeannette permanece sentada en el sitio más incómodo: frente a la máquina del café y de espaldas a la puerta del baño.
A ratos algún chico le pregunta si tiene pastillas de colores, pero ella aclara que ha dejado el negocio, recalca la palabra NEGOCIO, saca de su cartera una caja de cigarros, toma uno con la punta de los dedos y lo enciende.
La camarera recoge las tazas. Coloca un cenicero sobre la barra.
—¿Quiere alguna otra cosa? —le pregunta a Jeannette.
—¿Qué tienen además de café?
—Solo café, en cinco variantes.
—Prefiero un vaso de agua. Espero a alguien.
La camarera asiente, carraspea un poco. Se lleva las manos a la boca, tose, escupe tierra en el cubo de basura. Sirve agua para las dos.
—Hoy hace calor —dice.
—Mucho —responde Jeannette.
En la calle se detiene un auto. Dos hombres recorren con la vista el lugar. Van vestidos de traje y llevan gafas oscuras. Miran al canal por un momento, solo por un momento. La camarera se apresura en atenderlos. Ha decidido trabajar bien, no soportar otra insolencia.
El rencor, a medida que pasan los días, suele volverse más amargo.
Los hombres no ocupan una mesa, no hacen el pedido. Observan con detenimiento, como suelen observar las personas que llevan gafas oscuras. Pasean la vista del grupo de chicos en la mesa del fondo al turista, del turista al increpador, y caminan, ya decididos, hacia el sitio de Jeannette.
Intercambian unas palabras que nadie logra escuchar, ni siquiera el dependiente que maneja la máquina del café. La chica los acompaña afuera. Suben al auto. Ella ocupa el asiento trasero y durante todo el viaje mantiene la cabeza recostada a la ventanilla.
—Este es un auto magnífico —dice ella.
—Es un Impala del cincuenta y seis. Un regalo de mi padre —responde el hombre frente al volante, recalca la palabra PADRE y mira a la chica a través del espejo retrovisor.
La recepcionista del Gran Hotel abre el libro de huéspedes. Anota nombres falsos, falsas direcciones, les entrega una pequeña llave sostenida por un llavero con el logotipo del lugar y una imagen de Betty Boop.
Suben despacio las escaleras. Jeannette va detrás, acostumbra a imaginar situaciones en los sitios donde trabaja. Generalmente los hoteles suelen ser parecidos, pero ella siempre acierta con las diferencias.
Atrapa detalles: los colores en las paredes, las figuras geométricas de la alfombra, la ubicación cardinal de la piscina y la cantidad de palmeras artificiales en el patio. Luego recuerda alguna película donde ha visto hoteles semejantes.
Los hombres le dicen “por aquí” y caminan a través de un pasillo.
Un pasillo idéntico al del Gran Hotel Puente Colgante de Portugalete.
Un pasillo idéntico al del Hotel “Overlook” en la película “The Shining” de Stanley Kubrick.
“Tan idéntico” piensa la chica “que de un momento a otro podré ver a Jack Torrance sentado frente a la máquina de escribir, podré oír el sonido del carrito que conduce el niño en la planta baja, o de la pelota que golpea todo el tiempo la pared”.
Los hombres abren la puerta. La habitación es pequeña. Está compuesta por una cama matrimonial, dos mesitas de noche, un televisor, un espejo en el techo, un armario, un baño con puertas de cristal y un balcón.
Uno de los hombres le alcanza un paquete a la chica. Ella lo abre, dentro hay doscientos euros y una postal de París.
Desde el bar en la piscina llega la voz de Ella Fitzgerald. El Hotel está prácticamente vacío. Tres huéspedes caminan alrededor del patio. A ratos miran hacia la segunda planta. Esperan con paciencia su turno.
—Podemos comenzar —dicen los hombres.
Ella abre la puerta del balcón. El aire entra de repente. Mueve las cortinas, la sobrecama y la lámpara que cuelga del techo.
—¿Prefieren la bañera, la cama o el suelo?
—La bañera.
Jeannette abre la llave del grifo. Mezcla el agua caliente con el agua fría.
—¿Qué van a hacer con el auto? —pregunta.
—Nada —responden los hombres mientras entran a la tina; uno por cada extremo.
—¿Me lo puedo quedar?
Los hombres asienten.
La chica abre su cartera.
—Deben cruzar los pies —dice.
Extrae una navaja de barbero y una pomada anestésica. Coloca la navaja en el borde de la bañera. El filo del metal le saca destellos al agua. Frota las muñecas de los hombres y les regala una sonrisa.
Ellos, por su parte, hacen lo mismo.
El documental sobre cocodrilos que trasmiten en el Animal Planet dura exactamente treinta minutos. Con los créditos Jeannette apaga el televisor, camina hasta el baño, retoca algunos detalles y limpia la navaja en el lavamanos.
Baja los escalones con el temor de encontrarse a Jack Torrance en cada descanso de la escalera. Al llegar al patio el miedo desaparece. Se acerca a la barra y pide un trago. La voz de Ella Fitzgerald se apaga de a poco, es casi un susurro.
—Whisky con soda —pide la chica.
—Solo tenemos café, en cinco variantes —responde el barman.
—Prefiero un vaso de agua.
Los tres huéspedes están sentados sobre las tumbonas junto a la piscina. Miran hacia la segunda planta, como suele mirar alguien que pierde la paciencia después de tres cuartos de hora esperando su turno.
Jeannette coloca el vaso sobre la barra, le da las gracias al barman y en su auto Impala regresa al peor sitio: frente a la máquina de hacer café y de espaldas al baño.
El jubileo persiste, pero el chico publicado mantiene la cabeza baja, mueve constantemente los pies y a ratos le da puñetazos a la mesa. Quizás sea el efecto de las pastillas de colores, aunque es probable que la idea de haber perdido sus cuentos lo atormente.
El turista se acerca a Jeannette y le pregunta hasta cuándo será el tiempo de espera.
—No lo podría asegurar —dice la chica—, no eres tú el único, la fila es larga, dentro de quince minutos debe llegar el próximo cliente. Mantente cerca. Si falla, quizás te podría atender.
—Aquí tengo los cien euros —dice el turista y se palpa el bolsillo del pantalón—. También la postal de París. El Hotel queda cerca, te podría dejar la cámara fotográfica como propina y esta pequeña mujer desnuda que encontré dentro de la azucarera.
Jeannette toma a la mujer con la punta de los dedos y la coloca encima de la palma de su mano.
—La pobre está asustada —dice el turista—, casi se ahoga. Suerte que la encontré a tiempo.
—No me interesan las mujeres de las azucareras y mucho menos una cámara fotográfica —responde Jeannette.
—Pero tiene buenas fotos, mira —y le muestra los botes en el canal; el rostro angustiado de la camarera; la decepción del escritor, que ostenta, ya con vergüenza, su libro de cuentos; los ventiladores del techo y la figura atlética del increpador.
—Está bien, espera quince minutos.
—Quince minutos —repite el turista justo cuando se detiene un taxi en la calle. Una señora se acerca a las mesas. Va vestida de blanco y lleva gafas oscuras. Mira detenidamente, como suelen miran las personas que llevan gafas oscuras, y camina, ya decidida, hacia el sitio de Jeannette.
El turista se resiente, dice que no puede perder el tiempo.
—Compartamos el turno —le pide a la señora—. Puedo brindarle a cambio una mujer de azucarera, o mejor dos, si lo prefiere —recalca la palabra PREFIERE y mueve las cejas de una forma muy rara, a modo de súplica.
Luego le pregunta a la camarera si tiene alguna taza de azúcar virgen, pero esta no le puede responder, sufre fuertes retorcijones de estómago, se apoya en la barra, corre al baño y vomita en el lavamanos.
Junto al vómito se lanza de cabeza una mujer de azucarera que logró escalar hasta el borde, dispuesta a suicidarse.
Jeannette pide la cuenta.
La camarera le da el recibo y la mira con tristeza, como suelen mirar las camareras una vez que han vomitado.
Salen afuera.
—Mi hotel queda cerca —dice la señora— podemos ir caminando.
—Acá tengo mi Impala —dice la chica.
El turista se niega.
—Mejor vayamos en bote —dice— quiero tomar algunas fotos desde el canal.
Luego mueve las cejas de una forma muy rara, a modo de ruego.
Sin dudas los turistas poseen talento para suplicar.
La señora guarda su pequeña mujer en una jaba de nylon, hace un nudo y la coloca con cuidado sobre sus piernas. Dice que escribirá una nota, o mejor una carta.
El refrigerador será para su nuera, el tocadiscos para su hijo y la mujer de la azucarera para el niño de los bajos. Seguro que cuidará de ella, como cuida de los peces y del canario.
Jeannette reúne las postales. Roza con los dedos el agua, va dejando atrás una línea delgada, un rastro breve, apenas perceptible.
Yonnier Torres Rodríguez, Cuba © 2017
yonnier@uci.cu
Yonnier Torres Rodríguez nació en Placetas-Villa Clara en el año 1981. Actualmente reside en la Habana y es sociólogo, poeta y narrador. Cursó estudios de Técnicas Narativas y Escritura Creativa en el Centro Nacional de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso” y el Hotel Kafka. Ha recibido numerosos premios y becas literarias, entre ellos el Premio de Poesía "América Bobia" 2016 y el Premio Internacional de Poesía "Federico Muelas" 2017. Entre sus últimos títulos publicados se encuentran los libros de cuentos: El juego perfecto (Editorial Sed de Belleza, 2013), Puntos de Luz (Editorial Áncoras, 2015) y las novelas Clavar los ojos al cielo (Editorial Mecenas, 2012), Cerrar los puños (Editorial Gente Nueva, 2015) y Azul pálido (Ediciones La Luz, 2016). Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Cuentos y poemas suyos aparecen publicados en revistas, antologías y selecciones de España, Argentina, Austria, Bolivia, Italia, Colombia y Cuba.
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