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El tiempo de jazmín

Frente a mi casa, donde el sol de la siesta va urdiendo la marcha del jazmín hacia el perfume, vive su ancianidad la flor. Ella se mece perdida en la memoria de verdores embriagantes, el mérito olvidado del pétalo amarillento, rechazando la atención del dudoso saludo. Puedo verla encorvada sobre la máquina de coser, haciendo caminos de hormiga sobre telas sumisas, respirando la escasa luz de la ventana, apretando las agujas entre los labios, un dedo sangrante cada día.

El llamado del picaflor sobre el vidrio es el pinchazo que más duele, ya no hay nada para él en sus estambres, un resabio acuoso del dulzor primero. Lo ve ahora con sus ojos transparentes que lloran solos, ella nada más debe ir secándose los pómulos como quien restaña una herida. El ave parece detenerse en el aire, un pensamiento que aflora y se esconde entre las prendas colgadas en el perchero. A ella le ocurre esto a menudo y sabe que no debe preocuparse, pues a todo le ha puesto una etiqueta con el nombre de su dueño. Excepto a aquella camisa de acrocel color natural como recién puesta, a medio enganchar y arremangada. Nadie imaginaría al verla que llevaba cuarenta y cinco años en esa posición. No necesitaba etiquetarla. Cada vez que la veía el vacío que abrigaba le teñía el cuerpo de sombras, oquedades de un esqueleto a la espera de su tiempo.

Los domingos por la tarde debía ser intrépida, desoír los murmullos de la penumbra y acabar los trabajos que entregaría los lunes. Alma se aferraba a esa rutina que la sostenía.

Después de tantos años y tantas pérdidas la vida iba desgastando el interés y el atractivo, como un jardín que poco a poco se abandona y pierde lo más importante: la belleza que resulta del cuidado, las manos amorosas, el agua refrescante en los crepúsculos. El colorido se apaga, de pronto se descubren los hilos de la marioneta. La savia va aplacando el ritmo de su viaje. Se suceden los cumpleaños, fiestas y funerales en una cuasi monotonía hiriente de confundidas emociones.

En esa casa tan grande vivieron también sus padres y ocho hermanos. Ella fue clausurando las puertas de las habitaciones que iban quedando vacías. Cada vez necesitaba mayor fortaleza para enfrentar esos espacios abandonados, temía hablar en voz alta, escucharse a sí misma, y un día funesto comenzar a responderse; al principio podría sonar amable y solícita pero luego esa respuesta la increparía, recordándole la historia, aprovechando su vulnerabilidad. Quién sabe si llegase esa voz a convertirse en grito, entonces enloquecería. No, si era mejor, cada tanto, poner a descansar la mirada sobre la camisa, permanecer en silencio. Y en ese mundo austero y quizás privilegiado de la soledad, permitirse los recuerdos.

Ella bajó la calle un día, un relámpago en la lluvia, una lágrima impetuosa rodando en el polvo calcinado del verano. Tuvo que sufrir desgarramientos, cortes, separaciones. Una sombra que adelgazaba hacia el río la recibió, envuelta en hierbas acariciantes. Transcurrió un tiempo de rizos, manos, pétalos y vuelos de fecundación. La sombra tenía un nombre que en el éxtasis la llamaba, y solo entre sombras podían verse, mientras nadie lo sabía y cuando los viajes de barcos cargados hacían un alto en la ribera para el sosiego y la recarga. Con hebras de su savia joven y turbulenta escribió lo que faltaba entre el renglón presente y las ondulaciones futuras. Una historia que el fragor sanguinario de las luchas gremialistas hizo cenizas prematuramente.

El joven estibador encabezaba todas las protestas. Con la misma valentía enfrentó a los poderosos que los explotaban y a su padre, cuando hubo que presentarlo en el comedor de la familia, un domingo cualquiera pero único. Un pequeño y casual accidente durante la comida manchó su camisa, esa que luego quedó allí, mientras solícito uno de los hermanos con la misma talla, le prestó una de las suyas. Ese muchacho de vida agreste pero instruido, autodidacta, logró el deslumbramiento de la familia. Mientras todos hablaban de él durante la semana, solo el padre sacudió la cabeza con preocupación, un gesto premonitorio que Alma no supo interpretar y le provocó el primer dolor.

Cuando él no regresó, las sombras comenzaron a extenderse. El trabajo en un astillero les arrebató la frecuencia de la felicidad. Entonces se entrecruzaron las cartas como palomas enamoradas, tratando de explicar y colmar ausencias.

Se enfermó la madre, se casó una hermana. Los meses cayeron del calendario cada vez con mayor estruendo. La noticia del embarazo no la regocijó como hubiese querido o necesitado que lo hiciera. Supo que él no alcanzó a saberlo, porque la otra información llegó el mismo día, en el titular de un diario: Empleados de un astillero, en protesta por mejores condiciones laborales, se enfrentaron a la policía. Hubo dos muertos: un desconocido y el nombre que ella no volvió a pronunciar.

Guardó las cartas en una caja de zapatos y colgó la camisa, ya lavada la mácula en la pechera, entre esas sombras que habían comenzado a formarse en el rincón de la máquina y por las noches se elevaban como martillos.

Puede pensarse que no aceptó la felicidad a medias. No se sabe hasta dónde un hijo puede cambiar la existencia. Ella vivió sumida en la angustia de la pérdida y también perdió a su niño, una mañana cualquiera y también única.

La madre falleció, un hermano se fue de viaje, nació un sobrino. Para Alma el futuro era una expresión sin sentido.

Cada uno debe vivir para una finalidad. Un día, en una reunión vecinal que trataba problemáticas comunitarias, tomó la palabra para dar su opinión. Capturó el interés y la confianza de todos, lo notó enseguida; también se dio cuenta que estaba repitiendo frases que alguien le había dicho: analizar reglamentaciones, entender las causas de raíz, planificar una intervención efectiva… Provocó admiración y ganó adeptos, aquiescencia. Se relacionó con la gente que tomaba las decisiones políticas, fue escuchada por su claridad y su mirada incorruptible, su mente sana. Empuñó la bandera que había perdido el brazo en aquella revuelta. Sintió mayor alivio y consuelo al usar sus palabras y luchar por sus ideas, que al recordar las circunstancias amatorias que jamás se repetirían.

Cerró la puerta de su habitación perfectamente ordenada, la máquina de coser esperaría por ella algún tiempo. Observó el mismo gesto de preocupación en su padre y corrió a abrazarlo.

Ocupó un lugar relevante en el gobierno y cuando el mandato terminó regresó a sentarse en su máquina. Alma se había asomado al mundo y a pesar de su promisorio horizonte nada la tentó más que la suave penumbra de su alcoba, en la casona del pueblo junto al río. Muchos no la entendieron, pero yo sí. Cuando dejó su valija en la puerta y siguió camino calle abajo hasta la costa, lloré a su lado lágrimas de plata infinitas. Todo lo lleva el agua, quise decirle, también este momento se pierde en la corriente… En el agua secó su tristeza, en el viento su vestido azul. Cuando entró a la casa, sus cabellos eran hilos de luz y sus ojos se habían puesto transparentes, así como ahora.

El padre falleció, un hermano se casó, un sobrino fue a estudiar a la universidad. Recuperó su clientela rápidamente. Se instaló junto a la ventana para mitigar el ahogo que sentía a veces, cuando algún picaflor rondaba en el jardín.

Pasaron los años. La hora de la siesta es casi idéntica un día y otro, en los veranos. Alma ya no sale. El muchacho del supermercado trae lo necesario y una de sus sobrinas se encarga de los trámites. Todo se va deteniendo. Solamente corren las lágrimas y las hormigas de hilo sobre las prendas. Hasta el pájaro, en la ventana, a menudo parece estático.

Un día cruzaré la calle y el tiempo inevitable, y la sorprenderé, pues ya no me espera: a nada le teme, ha aceptado que el ciclo de verdor gozoso algún día se cierra sobre nuestras cabezas, por más que la sangre grite.

La he visitado algunas veces, siendo niña deslumbrada retozando alrededor de su perfume. La admiré y quise ser como ella, una mujer plena en su hermosura. Y luego de aquellos hechos pude verla decaer. La vi colgar esa prenda en el perchero, con el gesto definitivo de nunca más. Y mi compasión no nubló la singular estima que me provocaba.

Abrirá la puerta y sabrá que soy yo, la muerte, y me sonreirá. Me invitará a entrar y caminará adelante, ligera y atenta. Iremos por ese pasillo oscurecido de la casona, observando el frescor y comentando el brusco cambio del estado climático. Llegaremos al patio invadido por la vegetación, un lugar que me gusta pero a ella le provoca dolores de cabeza. En contraste, amable halagará el estado pulcro de mi casa, aunque es lo que ella ve, el frente donde solo quedó el jazmín, porque el interior es de imposible definición, abismos en vértigo, alucinaciones, memorias de vidas…

Me ofrecerá un té, lo aceptaré. Hablaremos de todo un poco, suavemente, hasta que la noche nos avise en las ventanas que viene. Le preguntaré por la camisa, que guarda tal como fue puesta aquel día, el último que valió la pena… Y ella comenzará a viajar, a vivirlo todo otra vez, lo notaré en sus ojos transparentes que se humedecerán buscando en el aire las imágenes que ya no existen, sin moverse del pequeño sillón de la sala. Tal vez agradecida, así, con la expectativa de la eternidad en la sonrisa, se acomodará entre sus huesos doloridos y se entregará a mi presencia, como si yo tuviese un deseo y solo ella pudiese satisfacerlo. Si supiera que conozco el rostro del hijo que no tuvo… Por primera vez le descubriré el gesto vacilante de la ancianidad. Es sabido que una flor, cuando se cierra, nunca termina de acurrucarse para siempre.

María Helena Sofía Argentina © 2021
mariahsofia@yahoo.com.ar

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