Regresar a la portada

El tiro por la culata

En una de sus canciones, Fito Páez canta: “Recuerdo un día como hoy / me fui de casa a tocar rock and roll / y no volví nunca más”. Mis experimentos con el rock nunca progresaron más allá de algunos acordes y un poco de punteo corto, pero la elación de la voz poética que se va de casa sin remordimientos y encuentra éxito siempre me impactó. En esa época, la del último semestre de la maestría, me había agarrado un golpe de nostalgia y escuchaba rock nacional durante las cuatro horas de ida y vuelta a la universidad. Estaba colmada de mi quinto año de veinte horas semanales de viaje. Como ser estudiante de posgrado paga aún menos que ser músico aficionado, concebí un plan pseudo-utilitario: me mudaría con alguien que, en el caso que todo se pudriera, no me molestaría perder.

Mi única opción era Courtney, una excompañera de secundaria a quien, por pura inercia, había otorgado la brumosa etiqueta de “amiga”. Para ese entonces la etiqueta colgaba de una esquina, sus ejes añejos y amarillentos. Courtney desfilaba de aquí a allá en lentejuelas y flores tridimensionales. Ese año había votado por el Nuevo Partido Democrático canadiense; el anterior había apoyado con fervor la alcaldía de Toronto del representante del partido conservador. Cuando bebía, la noche terminaba con la proclamación de su estatus élite en la sociedad. Nunca me permití reseñar que su cadencia y articulación contradecían el axioma. Siempre tenía intereses nuevos, para los cuales cuidadosamente establecía sus herramientas y elementos: un banjo que solo se veía en redes sociales, una cacerola de hierro marca LeCreuset destinada a contener bananas cada vez más rancias, y, por alguna razón inexplicable, considerada su herencia irlandesa, una bandera de Inglaterra. Quizás sin todo este artificio se derretiría, dejando atrás un charco de mezcla de polyester con vago olor a Clinique “Happy”.

Firmamos, por supuesto, el primer departamento que visitamos.

Mi nuevo hogar se accedía por un callejón del barrio chino. Quedaba en el cuarto piso de un edificio cuya planta baja hospedaba un restaurante de dim sum, y directamente en frente a una casa de crac. Las cucarachas del restaurante de dim sum eran entrometidas; los adictos ruidosos, pero inocuos. Aunque el apartamento era técnicamente de dos ambientes, los cuartos estaban separados por una pared que no alcanzaba el techo, dando el aspecto de cubículo. El baño tenía un inexplicable, inexhaustible suministro de típulas. Después de algún tiempo dejé de batallarlas, cayendo en la cuenta de que mi cruzada era en vano: me resigné a sentarme sobre un lado del inodoro, sosteniendo la sopapa por si una osaba abalanzarse.

El día de la mudanza me levanté temprano, pasé a buscar el camión y metí sobre este lo poco que tenía. Cerré la puerta del camión y emprendí hacia la casa de Courtney, a cinco minutos de la de mis padres. Al llegar, su hermano menor me informó que él haría su parte de la mudanza, que ella no podía porque sí o sí tenía que hacer un brunch con su amiga. Cuando al fin apareció en el departamento, con aire despreocupado y sin su amiga, comenzó la tarea urgente de decorar.

Un mes más tarde, me desperté bruscamente al oír que alguien intentaba forzar el cerrojo. Salté de la cama y me armé con una escoba. Arrastré los pies, procurando no delatarme y, cuando se abrió la puerta, ataqué los contornos del hombre en el umbral. Me llevó dos palazos reconocer a Todd, el novio de Courtney. Me disculpé sin mucho remordimiento, ofreciéndole un paquete de arvejas congeladas. Me enteré de que ella le había dado una llave y que él había escogido las dos de la madrugada para inaugurarla.

Todd y Courtney se habían conocido durante la licenciatura. Sus citas habían sido subvencionadas por el presupuesto del gobierno estudiantil, del cual Todd era presidente. Courtney quedó intoxicada por el poder de Todd, que regía sobre un pópulo compuesto de siete programadores, dos de ellos en el exterior por intercambio. Él, sin duda alguna, había aprendido a socializar de un libro. Sus inquisiciones buscaban comunicar curiosidad, pero su inhabilidad de retener respuestas y edificar conversación revelaban su inoperancia. Alardeaba sobre el hecho que, poco después de conocer a Courtney, lo habían impugnado de su cargo en el gobierno estudiantil como si fuera síntoma de su martirio. La causa —de su martirio, no de su destitución— nunca me fue clara. A pesar del desalentador comienzo de su carrera política, Todd mantendría la convicción de que estaba destinado a vivir de su genio político.

Courtney se deleitaba con la fantasía de ser esposa de un político. Ni me escuchó cuando le sugerí que apuntara mejor a ser la amante, que así llegaría más lejos. Disfrutaba esta idea tanto como el sueño de ser yupi con su ex más reciente, fumona con el anterior, aficionada de rap gánster con el que vino antes de ese, y así ad nauseam. Con Todd, comenzó a hablarme seriamente sobre su necesidad de cultivar una imagen confiable, elegante. Demandaba que apareciera en sus fiestas con galletas premium para el queso, nada de esas galletas de agua. Yo descartaba sus directivas, compraba lo que permitía mi presupuesto, y procuraba no recordarle las muchas veces que había visto a su madre reemplazar el hilo dental con su propio cabello.

El incidente de la puerta y el hecho que Todd estaba atravesando una supuesta etapa de transición hicieron que él comenzara a ocupar más tiempo y espacio en el departamento. Su presencia me forzaba a traer mi muda de ropa y cambiarme en el baño para no cruzar el living en toalla. Él observaba y preguntaba incesantemente por mi mate, maravillándose en voz alta de lo exóticas que le resultaban la yerba y la bombilla. Interpretaba cualquier intento mío de tocar un poco de Calamaro o García como una invitación para compartir su música. Cuando intentaba trabajar, él levantaba mi libro de las Siete partidas o La Celestina y leía en voz alta algunas frases, sometiendo a prueba un semestre olvidado de español y mi último gramo de paciencia. Por un período de un mes y medio, insistió en pasearse en shorts de básquetbol plateados, su bragadura a la altura de mi vista cuando yo intentaba bajar el desayuno.

Hubo un fugaz momento de esperanza cuando él la dejó. Me enteré antes de que Courtney pudiera decir nada porque, en una especie de marcha fúnebre, llegaron chocolate y flores, mensajes de texto que ofrecían condolencias por la disolución de la relación. Sobre el estante de una biblioteca sin libros de Courtney, alguien había apoyado una tarjeta con un monito que colgaba de un árbol y sonreía “Hang in there!” Entre sorbos de té de manzanilla, mientras yo intentaba revisar un ensayo, ella me aseguraba que se reconciliarían, que era inminente, que la integridad de su círculo social dependía de ellos.

Aunque Courtney se las había ingeniado para que la ausencia de Todd fuera tan exasperante como su presencia, terminaron por juntarse nuevamente. Mi departamento de callejón crac de repente se transformó en una sociedad de café, sin los libros, la gracia, el dinero, ni el estatus. En una ocasión, en su determinación de alojar como los Windsor, ofreció mi cama a una invitada.
—Qué buenos libros que tenés —comentó la infiltrada.
—Gracias —respondí.
—Vi que en la mesa de luz tenés Cien años de soledad. ¡Qué final! Me encanta Gael García Bernal.

Estaba en el tedioso proceso de completar una bibliografía cuando Todd interrumpió para compartir sus últimas sapiencias, esta vez sobre los desafíos de haber sido criado en un suburbio de clase media alta. No había terminado de hipotetizar cuando me levanté, tumbando mi silla plástica. Solté una larga ecuación de palabras que no permito dentro de mis relatos, y me di vuelta para observarlo. Mi arranque lo había dejado estampado sobre el sofá donde había estado, sus ojos dos orbes incrédulos. Relampagueó en mi mente la idea de que su miedo quizás estaba aferrado a la pérdida del voto latino, pero logré concentrarme.
—Vos, afuera.

Quizás mi tiempo entre las cucarachas me había distorsionado la visión, pero podría haber jurado que mientras huía, tenía dos o tres patitas de más.
—Quiero que se vaya —enuncié, esta vez dirigiéndome a Courtney.
—Pero no tiene dónde ir.
—¿Cómo que no? Sus padres están a media hora.
—Todd no puede ir a esa casa —balbuceó ella, ahora con lágrimas—. Se pelea mucho con sus padres. Tiene miedo de que, si vuelve a esa casa, se meterán en una pelea que le cueste la herencia. ¡Necesitamos esa herencia!

Tanteé buscando la silla, sin poder despegar mis ojos de Courtney. Logré enderezarle la pata que había doblado en mi arranque y me senté, mis cejas incómodamente altas. Courtney y Todd se habían soltado del trapecio, sin más que su gimnasia mental para mantenerlos suspendidos. Me recordaba un poco a esa historia de O. Henry, “El regalo de los Reyes Magos” sin la generosidad ni el sacrificio.

Poco después de eso le informé a Courtney que me mudaría, sin respetar la notificación de 60 días, por lo que perderíamos nuestros depósitos. Todd me aseguró que me pagaría de modo retroactivo una porción de los gastos de la casa. Yo comencé a dar más cursos en la universidad para pagarme un departamento sola, donde podía escuchar tanto rock nacional como me diera la gana. Ellos nunca me devolvieron el dinero, y cortaron por última vez una semana más tarde.

Ailen Cruz, Argentina, Canadá, Australia © 2022

ailen.cruz@anu.edu.au

Ilustración realizada por Enrique Fernández

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada