No entendía la imagen que le devolvía el espejo, las puertas de espejo del armario empotrado de su dormitorio, en su piso.
Ahora recordaba con intensidad y detalle el primer día que entró en aquel piso, en aquella habitación, donde sólo estaba el armario. ¡Se rieron tanto pensando que siempre podrían verse en el espejo!
También ahora. Pero no lo entendía. Sabía claramente qué había ocurrido, podía verlo todo sin cerrar los ojos. Pero no lo entendía.
La imagen que le devolvía el espejo era la de todos los días, sentada al pie de la cama, con una camiseta de esas que muchas usan para dormir, grandes y con manga larga, su ropa normal de estar en casa. Había sólo algunos pequeños detalles, como en esos dibujos de buscar las diferencias, que no eran habituales. Su pelo no, estaba suelto y no exageradamente despeinado. Su rostro: un hilo de sangre manaba despacio del lado izquierdo del labio inferior, partido, mientras por la comisura derecha caía sangre que procedía claramente del interior de la boca; un pequeño hematoma apareciendo en la parte superior del pómulo izquierdo y unas gotas periódicas de sangre cayendo del orificio nasal del mismo lado, eso era todo.
Al mirar hacia abajo vio que también escurría algo de sangre en el muslo derecho. Esta vez le había hecho más daño dentro. Había algunas gotas de sangre, no muchas, en la camiseta. Algunos cardenales en las piernas, entre otros la marca de unos dedos.
Ya no quedaba más remedio que mirar sus manos. La izquierda cruzada sobre el regazo, como protegiéndose, y la derecha sosteniendo un cuchillo de cocina con el mango negro, de los que les regalaron cuando la boda, con la hoja grande y ancha, el de cortar filetes, la carne asada, manchado de sangre, no mucha, ni siquiera escurría, un objeto extraño en el dormitorio, esa era la diferencia.
Miró al fondo del espejo. Él estaba tumbado, como siempre, en el lado izquierdo de la cama en la imagen. El torso fuerte y moreno, con el vello justo en el que empezaban a aparecer las primeras canas, igual que en el cabello, la sábana tapándole el vientre, las piernas –tan bien hechas, como su rostro, como todo él, por fuera–, una mancha oscura en el pecho, otra diferencia.
Se alzó, estiró la espalda y el cuello para mirarse a sí misma, entera casi dentro del espejo. Ya no caía sangre de la nariz, y el hilo del labio se había secado, pegado a su barbilla.
Por primera vez en mucho tiempo no se dio lástima. No entendía por qué había ocurrido así, esta vez y no cualquier otra, por qué a la trigesimoctava y no la trigesimoséptima, era algo en qué pensar, siempre hay una gota que colma el vaso, pero no entendía por qué no había aguantado ésta más, y sí las anteriores. Sólo una más. Nada especial. Quizás era sólo que necesariamente hay un tope, un día ya no hay una más, porque somos finitos. Uno, más uno, más uno, uno más no importa, era como al cargar peso, 37 kilos sí, pero no 37 y cien gramos, si pudieras siempre con un poquito más tu fuerza sería infinita, cien gramos más siempre, sólo cien gramos más, aguanta...
Dejó el cuchillo a los pies de la cama. Se arregló un poco el pelo y se acercó a él, le tocó el cuello, como había visto las películas. Se fijó en su boca, en su nariz. Se fue hacia la cocina. Cogió el teléfono, y dudó un momento. Aunque le pareciera lo adecuado, no podía llamar al servicio de recogida de basura. La policía... creía recordar que la municipal era el 092. Eso estaba bien. Marcó en aquel teléfono góndola de ruleta. Al otro lado una voz femenina contestó algo, como una retahíla lejanamente aprendida. Ella dio su nombre, su número de teléfono y su dirección. Después añadió:
–Mi marido está muerto en nuestra cama. Le he atravesado el pecho con el cuchillo de filetear el redondo.
La voz le dijo que un coche iba hacia su casa, que no se preocupara de nada, que se tranquilizara. Ella sólo dijo:
–¿Puedo lavarme un poco? Me tira la sangre pegada en mi cara.
La voz sólo acertó a preguntar si era la sangre de él.
–No, es mía.
Carmen Gómez Canduela, España © 2006
cdelrio@ono.com
Carmen Gómez Canduela trabaja en algo que no le gusta. Por eso necesita
hacer otras cosas, para disfrutar del tiempo que se compra con dicho trabajo
–también podría decirse que trabaja en algo que no le gusta para comprarse
el tiempo para hacer todas las otras cosas. Carmen viaja, lee, estudia
–magisterio, traducción y está terminando psicopedagogía–, para alimentar su
curiosidad, y cuenta por lo mismo. Y para ser la dueña del tiempo y del
espacio, Sherezade y el flautista de Hammelin en los ratos de asueto,
después de cenar, en la merienda o a la hora de la siesta. Contando
historias domesticó niños –de nuevo el flautista–, consiguió y mantuvo
amigos y amores –de nuevo Sherezade–, y apartó fantasmas –en palabras, los
miedos se diluyen un poco.
Le encantan los ejercicios y encargos porque es un poquito perezosa para
escribir –no así para contar, si hay alguien que escucha– y porque los
límites son acicates para la creación, razones por las cuales disfrutaba del
Taller Literario Municipal de Valladolid "Cuéntame un cuento que no te
sepas", donde se gestó esta historia.
Algunas veces piensa que debería escribir más, sentarse a diario para
exorcizar todos los fantasmas y disfrutar de todas las criaturas–imágenes
que pretenden contarle sus historias, y otras piensa que ya hay bastante
buena literatura por ahí –y no digamos nada de la mala– y que no habrá mucha
gente interesada en sus cuentos y poemas.
Su formato favorito como lectora y como escritora es el cuento –sin olvidar
la poesía–, ya que lo contiene todo y a la vez exige la complicidad de
quién lee, que tiene que meterse para completar la lectura.
Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
A pesar de lo que pudiera parecer, este cuento no surgió al hilo de la
actualidad del tema –¿o sí?–, sino como respuesta a una imagen y una
idea–ejercicio.
La imagen, una mujer que se me parecía, sentada a los pies de una cama
delante del espejo de un armario. Y un hombre tumbado en esa cama, con el
torso desnudo, al igual que las piernas por debajo de medio muslo, como para
dormir cuando baja un poco la temperatura o como tapándose las vergüenzas.
La idea–ejercicio, la de cómo se construyen los límites o cómo falla la
infinitud.
Necesitaba hacer algo con ambas, y se aliaron para contarse.
"Treinta y ocho no" es una historia que sería desesperada si no fuera tan
normal, o que es más desesperada a fuer de cotidiana. Nada hace el final
excepcional, son sólo unas pequeñas diferencias.
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