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Las tres sirenas

El agua es la fuerza motriz de toda la naturaleza.
Leonardo Da Vinci

He tenido que verlo con mis propios ojos para creerte, viejo marino de piel plegada por el mar que tanto te dio y tanto te quitó. Octogenario navegante que has cubierto tu cabeza con todas las gorras marineras existentes, siempre engalanadas con el bordado de tu adorada ancla. Viejo lobo de mar que jamás me perdonaste que traicionase la tradición familiar, relevo que rompí tras generaciones de mercantes y pescadores.

Nunca amaste la tierra firme, asegurando que la poblaban solamente hombres movidos por la codicia y el egoísmo. Construiste tu casa sobre el mar, eludiendo al resto de la población, que siempre te vio como un tipo huraño e intratable, incompatible para convivir en sociedad.

Igual que ellos, nunca supe comprenderte. Lo siento, pero cuando crecí, tus historias se convirtieron tan solo en ficticias leyendas ideadas por la fantasía de supersticiosos marineros; simples cuentos para complacer la imaginación de los ingenuos niños. Monstruos marinos, islas misteriosas, barcos fantasma, delfines que auxiliaban a náufragos, híbridas sirenas cuyos hipnóticos cantos guiaban a todo tipo de navegantes hacia un trágico destino… Ahora corresponde reconocer mi error, aunque ya sea tarde para ello. Lo que acabo de ver, por increíble que parezca, es solo la evidencia de mi error.

Me contaste hasta la saciedad que cuando eras joven y yo solo un niño de cuna, una enfurecida tormenta envolvió tu barca en su manto de aguas embravecidas, rayos y relámpagos. Luchaste con todas tus fuerzas contra la tempestad, hasta que cuando más agotado estabas y pensabas rendirte ante la tragedia, esta remitió y el mar recuperó la calma, manteniéndote acorralado en medio de una espesa niebla que envolvió tu barca. Solamente esperabas el desenlace que la providencia te deparaba. Cuando la bruma comenzó a disiparse, mostró ante ti unas aguas de esplendoroso color turquesa, limpias como las manos de un cirujano, y un cielo asombrosamente azul. No sabías donde te encontrabas, navegabas sin rumbo, a la deriva, con tu barca de nombre Inés, como tu difunta esposa, mi madre. La brújula y la radio dejaron de funcionar y navegabas a merced del destino. De repente, una extraña isla con tres enormes calaveras de piedra esculpidas en la roca asomó en el horizonte, aspirando la barca hacia ella, como sometida por un perverso hechizo. Aterrorizado, intentaste con todas tus fuerzas virar sin éxito el timón, hasta que comprendiste que la trayectoria era inevitable; la escalofriante isla te absorbía irremisiblemente hacia ella. Viviste ese momento como una hipnótica pesadilla, una mezcla de pánico y resignación.

Me contaste esta historia y su final infinidad de veces, siempre con el mismo énfasis, siempre con la mirada encendida de entusiasmo, siempre con palabras escupidas directamente desde el corazón. Me fascinó tu relato, hasta que de adolescente comenzó a parecerme tan solo un cuento de cuna inventado para encandilar a candorosos niños. Así que dejé de creer en el relato del contacto de un hombre abandonado a su suerte, con seres extraídos de la más pura narrativa mitológica.

Llegué aquí hace tres días atendiendo a tu llamada. Apenas hemos hablado desde que descargué mis maletas del coche; tan solo te he visto armando y aparejando la vieja barca, a la que cambiaste de nombre el mismo día que regresaste del misterioso viaje que cambió tu vida… y la mía, tu único hijo, tu único familiar. Estás disponiendo hasta el último detalle, como si pretendieses zarpar con ella.

Cuando empecé a dudar en tu monótona odisea de juventud, nuestra relación comenzó a arruinarse. El colofón que terminó con ella fue mi negativa a seguir tus pasos y los de nuestros ancestros. Y aquí estoy, observando como, desde que llegué, trabajas desde bien temprano dedicando todas tus fuerzas a poner a punto tu barca de nombre “Las tres sirenas”, como si fueses a zarpar en busca de algo importante o inalcanzable, omitiendo mis recomendaciones sobre el estado de la barca… y el tuyo. He renunciado a convencerte de lo contrario; eres el tipo más terco del mundo.

Cada noche, después de la cena, enciendes una de tus pipas y te sientas en la mecedora frente a la chimenea. Respondes escuetamente a mis preguntas, sin mirarme, como suponiendo que no me interesan en absoluto tus respuestas. Tan solo fumas y acaricias el primitivo astrolabio oxidado que a modo de medallón cuelga de tu cuello, un artefacto inservible por su mal estado, que aseguras que te obsequió una sirena, una de las tres con las que en tu relato aseguras haber contactado, y a las que atribuiste el cambio de nombre de la barca.

“Ha llegado el momento”. Es la frase más larga que has repetido desde que llegué. Anoche, antes de acostarnos y sin mediar palabra, me entregaste un sobre con el logotipo de un hospital. En la soledad de mi cuarto lo abrí para leer su contenido. Te queda poco tiempo de vida, viejo. A pesar de nuestra mala relación, hubiese preferido que el motivo de mi visita fuese otro bien distinto. Pronto te reunirás con mamá, una mujer adorable, de eterna sonrisa, la única persona que siempre te creyó, que siempre te apoyó, hasta que el mar, la mar, como pescadores y marinos preferís llamarla, te la arrebató. Ella te ayudaba a faenar, hasta que en medio de un furioso temporal una gigantesca ola barrió la cubierta de la barca, arrastrándola para siempre a las profundidades; un mortal latigazo de enfurecidas aguas, que junto a ella se llevó el único sentido que le dabas a tu vida. Nunca te recuperaste del tremendo impacto. Me quedé dormido con el recuerdo de mi sonriente madre y los folios del informe médico esparcidos sobre el edredón.

Hoy he despertado invadido por la extraña sensación de que iba a ser el último día que nos veríamos. Estoy seguro de que has esperado hasta el último momento para darme a conocer, a tu manera, el motivo de mi visita. Me reclamaste no solo para despedirnos con tu peculiar estilo, sino también porque no quieres morir sin demostrarme lo equivocado que estaba juzgando tu relato como la fantasía de un viejo marino chiflado, que aseguraba hasta la saciedad que tras una terrible tormenta, con su barca a la deriva y unas aguas turbadoramente tranquilas, una isla con tres calaveras esculpidas en piedra lo succionó hasta las entrañas de la calavera central, que descendió como activada por un resorte permitiendo el acceso de la barca por lo que sería el orificio nasal, conduciéndote hasta un lago interior, en el que acabó varada.

Escuché tantas veces esta historia, que puedo visualizarla como si de una película se tratase.

El interior de la montaña con forma de calavera estaba totalmente hueco, formando una inmensa caverna, aunque pudiste comprobar que las tres estaban interconectadas entre ellas. Los rayos de sol entraban por las oquedades que formaban los ojos y la nariz, confiriéndole a la escena un aspecto siniestro. Una vez allí, en el más absoluto silencio, tras unos segundos de tensa calma, sentiste que no estabas solo. El miedo te mantenía completamente paralizado. Tenías la extraña sensación de estar siendo observado por algo o por alguien, hasta que un chapoteo en el agua, por babor, te liberó del ensimismamiento. Te asomaste sin poder ver nada. El chapoteo se repitió a estribor y otro le siguió por la proa y otra vez a babor, cada vez más seguidos, cada vez más rápidos y desenfadados. Una de las veces en que te asomaste por la borda, una fugaz sombra que no pudiste identificar emergió del lago, elevándose rápidamente te rodeó fuertemente por el cuello y te arrastró hacia las oscuras aguas en las que te liberó. Nadaste despavorido hasta la orilla, sentándote sobre la húmeda roca. Al revolverte pudiste verlas. Tres hermosas jóvenes te contemplaban con sus ojos limpios como un manantial de aguas cristalinas. Tres bellas muchachas que desde dentro del lago mostraban su torso desnudo de cintura para arriba. No hacían falta más explicaciones; ya imaginabas ante que criaturas te encontrabas.

El tenso silencio tan solo lo rompía el dulce sonido del mecido de la barca sobre el agua, hasta que una de ellas te rescató de la estupefacción, exhibiendo una hermosa cola que lentamente alzó hasta mostrártela en su totalidad. Los tímidos rayos del sol filtrados en la caverna acariciaban el apéndice. Parecía confeccionada con brillantes lentejuelas de mil colores. Habías escuchado terribles relatos sobre el destino de los marineros que tenían el infortunio de toparse con sirenas, sucumbiendo ante sus narcóticos y mortíferos cánticos que les hacían enloquecer, lanzándose al mar donde morían ahogados y embarrancando sus barcos, que acababan hundidos en las profundidades.

Las vaporosas cortinas de luz también te dejaron ver sobre las rocas y flotando sobre las aguas del lago, los restos de múltiples naufragios, algunos de ellos aparentemente con cientos de años de antigüedad; asegurabas que pudiste incluso vislumbrar un par de banderas piratas, demostrando que hasta los más fieros corsarios sucumbieron a los encantos de las perversas sirenas.

Temías por tu vida; nunca supiste de nadie que sobreviviese a su contacto. De repente, la sirena que te mostraba su cola la dejó caer violentamente contra el agua y las tres desaparecieron, sumergiéndose rápidamente en el lago. Volvió el tenso silencio durante unos segundos que te parecieron una eternidad, hasta que la misma sirena que te había mostrado su cola irrumpió de nuevo frente a ti, esta vez más cerca de la orilla, pidiéndote con su hipnótica voz que te acercases hacia ella. Privado de voluntad ante su hechizo, no tuviste más remedio que obedecer. Te pusiste en pie y avanzaste hacia ella en estado de éxtasis, adentrándote en el lago hasta que el agua te cubrió hasta la cintura, quedando a merced de cualquier argucia del hermoso pero terrorífico ser frente al que te encontrabas. “El destino te ha sonreído, atrayendo tu barca hasta mi cueva” aseguras que fueron las palabras que brotaron de aquellos sensuales labios carmesí. “Eres un hombre afortunado. Son muy pocos los que desde hace siglos han corrido tu misma suerte. Si tu barca hubiese accedido a cualquiera de las otras dos calaveras, ya estarías muerto.” Llegado a este punto del relato siempre me mostrabas el viejo astrolabio que a modo de medallón colgaba de tu cuello y del que nunca te separabas. Lo hacías girar ante mi asombro, poniéndome los ojos como platos. Un colgante que jurabas que aquella preciosa sirena puso en tu cuello justo antes de pronunciar sus enigmáticas últimas palabras. “Sabrás cuando utilizarlo. Volverás algún día al encuentro de aquello que el océano te arrebatará.

Tras esta sentencia, las tres se zambulleron rápidamente en las sombrías aguas del lago y nunca más volviste a verlas. La parte del cuento que más me fascinaba venía a continuación. Recuerdo el énfasis fantástico que adoptabas. Con exagerada grandilocuencia escenificabas con manos y cuerpo como una enorme tortuga, de mil años de edad, remolcaba tu barca hasta aguas abiertas y como una numerosa bandada de gaviotas te mostraban el camino de regreso, antes de que tanto la brújula como la radio recuperasen sus funciones.

Por mucho que me cueste reconocerlo debo rectificar mi criterio hacia ti. Ya es tarde para ello, viejo; lo sé, y me duele en el alma no habértelo dicho cara a cara. Perdóname, padre, por haber sido tan necio dudando de tu palabra, por muy increíble que fuese tu proeza. No he querido frenarte en tu empeño por zarpar; te queda muy poco tiempo de vida y sé que no quieres morir en tierra firme; los océanos de este planeta lo han sido todo en tu vida. Desconsolado, lloro como aquel chiquillo al que fascinabas relatándole tu increíble aventura en la isla de las tres calaveras y las tres sirenas. He visto como has colocado el colgante del que nunca te separabas en la rueda del timón y como la barca se ha puesto en marcha con insólita suavidad. Sinceramente, creía que no serías capaz de resucitar ese viejo motor. Al partir no has echado la vista atrás, no me has dedicado una última mirada de odio, desprecio, o quizás de compasión. Lloro de rodillas sobre el embarcadero de tu casa flotante, mientras veo cómo te alejas fumando tu pipa favorita al timón de tu vieja barca que creía inservible para la navegación, pero que insólitamente se desliza delicadamente, como si se desplazase sobre un mar de seda, seguramente partiendo al encuentro de la única persona que te amó y comprendió, escoltado por una enorme tortuga, una bandada de gaviotas y… tres sirenas.

El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido pero no derrotado.
Ernest Hemingway, El viejo y el mar
Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver.
Richard Bach, Juan Salvador Gaviota
Alfredo Segarra, España © 2022

alsegar7@gmail.com

Todas las ilustraciones son creación de Alfredo Segarra © 2022

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