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Tunduru, jardín del paraíso

- Los culos. Esa era mi verdadera patria, de ahí me agarraba yo. Son mis raíces. Culos como aquellos no los hay aquí. Aquí están escondidos. Allí era todo el día culo.

Pedro escuchaba embelesado y, oyéndole, creía entrever la clave para sus problemas, su falta de deseo por Marisa y su incurable aburrimiento, Aquel tipo si que era un hombre, no un jefe de servicio descafeinado como él. Se vio a si mismo abrazado a una negra inmensa y se le despertó una hombría dormida hacía meses. El otro seguía: "El cielo lleno de estrellas, el ruido del mar, los batukis de las mujeres, el sudor, los olores. . . Cuerpos desliéndose en el sueño que sigue al orgasmo. Nada que ver con es ta competencia que llamáis hacer el amor. Las blancas nos quieren impotentes, se regocijan con el macho caído."

Pedro pensó que con él lo habían conseguido. Este semental le estaba descubriendo otro mundo y mil maneras de hacérselo a las mujeres. Le ponía cachondo todo aquello. Acabó adquiriendo la costumbre de reunirse todas las noches con el africano, para oír s us historias. El hombre llevaba en la cara toda la tristeza del desterrado. A la tercera copa se animaba y se hacían las dos y las tres de la mañana.

- Las mujeres huelen a hembra, las ves mordiendo una naranja para pelarla y repartirla y es excitante, te insinúan otros mordiscos y otros rituales. Tu cuerpo se anima a acompañarlas sobre la arena, el suyo te recibe abierto y oloroso como una bahía.

Pedro miraba alrededor y se veía acodado en la barra de un tugurio. Veía yonkis tirados en la puerta entrando y saliendo del servicio. Vasos sucios en el fregadero, una tapa de callos enfriándose en el plato, una amalgama de aserrín y vomitona cerca de la puerta.

Empezó a soñar con esas mujeres de culos de luna llena. Marisa le había dejado hacía meses, harta de dormir con las bragas puestas y ahora se encontraba solo en la cama abrazado a la almohada. Se despertaba ávido de respirar a pleno pulmón y, garganta a bajo, todo ese aire gasolinoso del barrio se le entraba en los pulmones. Por eso, a la hora de tomar unas vacaciones, lo que normalmente le aterraba, le resultó casi automático pensar en un viaje a África. Al principio lo descartó como un sueño loco, pero tantas noches ahogadas en alcohol con el príncipe suhahili lo fueron decidiendo.

El avión tocaba tierra y Pedro temblaba de excitación. Por la ventanilla buscaba su paraíso. Sus ojos se encontraron con un inmenso letrero de colores chillones. A la entrada del pequeño aeropuerto, leyó en un portugués a su alcance " Terra liberada da H umanidade".

Detrás de la puerta, esperaban a los viajeros, casi todos camaradas internacionalistas, dos batallones de soldados del pueblo, armados hasta los dientes.

Pasó sin mayores dificultades este primer filtro y se encontró entre trámites, papeles y documentos de ventanilla en ventanilla. Todo parecía tan lejano a sus sueños llenos de negras desnudas...

Al salir del aeropuerto, le sorprendió la hermosa aridez de la planicie que se extendía ante sus ojos.

Una tierra cuarteada, herida por un sol siempre perpendicular. Una estepa delineada con una paleta en dos colores, tierra y cielo, de imposibles tonos medios. Cientos de palhotas, enormes mangos de grandes copas verdes, negros envueltos en trapos de colo res. Un universo de luz.

La algarabía de la voz humana en sintonía con los graznidos de enormes pájaros negros daba a aquel desierto la belleza de un todo indivisible y alegre.

- Karinguana.... u...u.... karinguana.

Al llegar al hotel, emocionado y expectante, se acomodó en el bar y encendió su primer cigarrillo en el país.

Mientras cenaba solo, en su mesita de hotel, oyó hablar ese español suavecito de Chile y se acercó con una sonrisa, dispuesto a compartir la noche con aquellos andinos. A medida que sus acompañantes hablaban de la vida del país tal como la veían, aumenta ba su sentimiento de ser extraño a ellos. Para él nada sería así. No era un desesperado militante que, después de ver morir a sus amigos, ha perdido su fe en el socialismo. Ni era un hombre de partido que adjudica a la corrupción los errores de un sistema sin incentivos. Tampoco iba detrás de civilizar negros, que era lo que en el fondo parecían querer aquellos miristas sin futuro. Les entendía, pero todas aquellas gaitas, él las había dejado en su país. Quería vivir al día, apurar experiencias carnales, exprimirle el jugo al momento. Por eso aquella sarta de desgracias, no le afectó en lo más mínimo y cuando se despidieron, les dedicó una sonrisa paternal.

Al día siguiente, se levantó dispuesto a vivir su aventura africana. Buscó a una tal Laurinda, quien según su mentor de barra noctambularia, le encontraría casa y mujeres sin exigirle nada a cambio. La fue a recoger a la salida de su trabajo, una coopera tiva agrícola. Laurinda resultó ser una mujerona aguerrida, entrada en años y carnes y con cinco partos a sus espaldas. Pensó que no era su mejor partner, pero no pudo dejar de sentirse muy a gusto con su franqueza y risas. Tal como le había dicho el homb re del bar era resuelta y se manejaba con increíble habilidad.

Esa misma noche, estaba instalado en un apartamento de la avenida Engels, con vistas a la bahía y, lo que es más sorprendente, con la nevera llena. Todo por una ridícula cantidad de dólares que en occidente no hubieran alcanzado ni para cenar decentement e aquella noche.

Despelotado en su hamaca se dijo "estoy en el buen camino" y se rió de su propio chiste. Mientras arreglaba el nido para su palomita, Laurinda le miraba sonriente y le decía que no hacía falta tanto esmero, que a María Geraldina tantas atenciones la podí an desconcertar; podía sospechar en él algún gusto raro y asustarse. Los blancos eran tan excéntricos...

Se dispuso un baño, la negra le secó y le untó con aceite de coco. Salió a la terraza a dejarse acariciar por la brisa del mar. Cuando sonó el timbre de la puerta Laurinda lo envolvió en una capulana y le presentó a María Geraldina, una preciosa criatur a de diez y seis años, que sonreía avergonzada, tapándose la boca con las manos. Llevaba una camisetita de algodón, que dejaba casi al descubierto dos pechos perfectos, dos joyas. Debajo de la capulana, Pedro adivinaba unas ancas larguísimas, coronadas po r un culo duro y prieto, digno de una reina; tuvo que bajar la vista para no correrse ahí mismo.

Cenaron en la terraza, en una mesa dispuesta por Laurinda, Pedro jugando a retrasar el encuentro de los cuerpos. Invitó a Laurinda a cenar con ellos, la negra no quiso; Laurinda les servía intercambiando en changana, frases y sonrisas cómplices, con la que resultó ser su sobrina, según averiguó él obligado por las circunstancias, días después.

Al fin solos, Pedro besó y acarició un cuerpo que le respondía con más besos y caricias, lleno de magnetismo y gracia. Sentía su cuerpo tensarse en esta adolescente, con un anhelo con el que no se había dado a otra mujer.

Desechada la postura del misionero y enrollados en un auténtico solo de marrabenta, ella de rodillas con el culo enfilado hacía lo alto, él bien hincado por detrás, el ritmo de sus rugidos y jadeos se ahogó con un golpe sordo y brutal.

Un griterío de voces y pasos marciales, avanzaba por el pasillo e irrumpió al pie de la cama, congelando la escena.

Pedro no entendía nada, ni la situación absurda ni el idioma. El que parecía ser el jefe se tomaba la molestia, cuando se dirigía a él, de hacerlo en portugués. La ninfa de sus sueños fue sacada de la cama y arrastrada al exterior entre gritos y golpes. Cuando intentó intervenir fue rechazado con firmeza. Veía lo que les estaba pasando, sin podérselo creer, avergonzado de su desnudez, impotente y más enardecido que en toda su vida. La mujer se dejaba hacer sin una queja, sin abrir la boca, sometida a aq uellos bárbaros, con una dolorosa aceptación de la crueldad y de la arbitrariedad. En sus ojos se leía la docilidad de un animalito al que todos tienen derecho a dar patadas.

Pedro se decidió a intervenir de nuevo y de nuevo fue rechazado por aquella milicia de negros. El sargento o lo que fuera que fuese el individuo con estrellas rojas de cinco puntas en el uniforme, paró en seco con un par de voces de mando a su vocingler a tropa y se dirigió a él amablemente para pedirle la documentación, mientras le ofrecía una capulana con que cubrirse, deshaciéndose en disculpas. Intentó pedir explicaciones, le sonrieron. Intentó ofrecer dinero, le sonrieron. Intentó oponerse , fue apa rtado con una sonrisa. La suerte estaba decidida. El juego estaba perdido. En un instante él y su gacela de ébano estaban en lados distintos de esa frontera invisible, que separa en África a los negros pobres de cualquier blanco.

Se quedó solo, suspiró, encendió un cigarro, el dinero con el que quiso comprar la libertad de su amante niña no estaba sobre la mesa, sería una buena señal o se habría dejado robar como un gilipollas. En su aturdimiento y desesperación, no había pregunt ado a donde se la llevaban. Se reprochó el error pero recordó inmediatamente que ninguna de sus preguntas había tenido respuesta. Desechó como si no se le hubiera ocurrido, la idea de desentenderse del asunto y se decidió a ayudarla.

¿Por donde empezar?, localizar a la familia era localizar a Laurinda, ella les conocería, pero no sabía donde vivía. Adentrarse en un barrio de palhotas, sin luz eléctrica, sin calles, donde las casas de cañas y barro van creciendo como un tumor, le ater raba. La perspectiva de perderse en aquel submundo, buscando una mujer negra, de la que solo sabía el nombre, a las cuarenta y ocho horas de su llegada al país, era algo superior a sus fuerzas. Se le vino a la cabeza el chileno del hotel, fuera como fuese , era su único contacto con aquella sociedad, el único que podía hacerle de lazarillo en aquel laberinto.

Llegó al hotel, subió a la habitación que le indicaron y aporreó la puerta; sólo cuando le abrió un Victor soñoliento y despeinado, se dio cuenta de que eran las cuatro de la madrugada. Victor le preparó un güisqui y oyó su relato con la mayor naturalid ad, según le iba contando los pormenores de su espantosa aventura. Se enteró que eran decenas y decenas, los detenidos en sus casas aquellos días y que los mozambicanos sin carnet de residentes y sin permiso de trabajo en Maputo eran cazados a lazo en los mercados y por las calles. Aquella cacería humana se llamaba "Operación producción " y había sido copiada por uno de los capitostes del partido de la realizada por los khemers rojos, unos años antes en Camboya. La meta era la misma: alejar de las ciudade s a los sin casa y repoblar las zonas agrícolas.

Allí como aquí, los deportados eran abandonados en el campo, sin casas, sin semillas y sin aperos. El milagro de la economía socialista se encargaría de su sobrevivencia.

Victor, que tenía dos o tres amigos detenidos y contactos en la policía; sabía qué pasos se debían dar; le tranquilizo y prometió ayudar, no sin burlarse un poco y asegurar que allí como en todas partes, el dinero abría todas las puertas.

Después de tres días de visitas en los centros de redistribución y las cárceles, dieron con ella. Victor consiguió enterarse que para sacarla de allí, era necesario conseguir un informe del jefe de su barrio. Su declaración era vital para liberarla, porq ue la permitiría sacar un carnet de trabajadora.

Fueron a preguntar a Laurinda, al trabajo, el domicilio de María Geraldina y a pedirle que les presentara al tal jefe; entonces fue cuando supieron que era su sobrina y que tenía otros cuatro familiares detenidos.

El tipo resulto ser un negro sonriente y jovial que se reía con una boca sin dientes. En seguida se avino a ayudarles en todo. Dijo conocer muy bien a María Geraldina. Sabía que era una buena chica, muy aficionada, eso sí, a andar en tratos con blancos.

- Yo no tengo noticias, de que sea su criada, pero si usted lo dice, yo no me atrevería a poner en duda su palabra. Este servicio que les hago, no tiene precio, porque es la verdad según dicen ustedes -les repetía con una insistencia sospechosa y con los ojos fijos en el reloj de Pedro. La cola de gentes con regalos que se veía desde la puerta, esperando turno con gallinas vivas, ruedas de bicicletas, grifos y otras mil vituallas... desmentían que no hubiera puesto precio a la ayuda. Le dieron el reloj y salieron satisfechos de la gestión. Les había prometido que al día siguiente la detenida estaría en casa.

No fue así, los días siguientes hubo que visitar, pedir y agradecer favores a otros muchos intermediarios y los precios iban subiendo, a medida que se sabía por la ciudad el interés de Pedro. Pagó para que comiera, para que la visitaran y para que sali era.

Esta cruzada para liberar a su doncella sin virgo le mantenía en una castidad forzosa. Decidió encargarle a Víctor que le buscara una pareja ocasional. Le resultaba violento pedírselo a Laurinda sabiendo que la encarcelada era de su familia. El chileno l e dijo que esas alcahueterías no formaban parte de sus especialidades, con la operación producción en todo su apogeo y la redada nocturna repitiéndose, noche tras noche. Debía olvidar el asunto, él tal como estaban las cosas no le iba a buscar un lío a un a camarada de esas que por una falda o una cena le hacen el favor a cualquier blanco y que en otras circunstancias le hubiera presentado encantado.

Fue la propia Laurinda la que un día, le ofreció una mujer para que se tranquilizara, porque le veía muy nervioso.

-Ninguna mujer que sepa lo que es un hombre, se va a entristecer, por saber que tiene otra. Todo lo contrario. Cuando una no puede cumplir, cumple la otra y el hombre siempre contento.

Esta vez nada de encuentros nocturnos, la mujer le visitaría por la mañana y al medio día ya no estaría en casa. Esta actitud horaria era más prudente y no despertaría sospechas.

Dicho y hecho, al día siguiente, un magnífico ejemplar de mujer, de amplios y turgentes pechos, con un culo y unas caderas de matrona real, acompañaba a Laurinda, se le metía en la cama, antes de que tuviera tiempo de abrir los ojos.

La sensualidad del despertar, ayudó a que se dejara hacer y se fuera derritiendo de gusto. Las manos negras de la espléndida hembra, le introdujeron dentro de ella y entonces lloró un niño. Le hubiera importado tres cojones si no hubiera notado en la ves tal de azabache cierta rigidez, que la alejaba de él y secaba la vagina en la que se encontraba tan a gusto.

-¿Qué pasa? -no tubo más remedio que preguntar.

- El crío -contestó la mujer y se apretó una teta de la que salió abundantísima leche. A ver si ese puñetero niño suyo me va a joder la fiesta, pensó nuestro hombre. El tierno infante, berreaba cada vez con más furia, y Pedro notó que su verga casi había desaparecido hasta alcanzar el tamaño de un guisante. Se fue a dar un baño de agua fría, resignado a dejarle el sitio a ese recién nacido que reclamaba sus derechos con tanta furia.

La visión de aquel mamonazo, agarrado a la teta, le hizo sentirse fuera de campo, decidió abandonar la casa, dejando a aquella madre con más dinero del que podía ganar en un año.

Laurinda, un día, cuando ya no lo esperaba, le anunció la salida de María Geraldina, pero le pidió que no fuera a buscarla ni intentara verla; era peligroso para los dos. Más de media ciudad sabía de su interés y podían detenerla de nuevo, solo para saca rle dinero y redondear el negocio.

Harto ya de aficionadas, decidió buscar un burdel de categoría. Estaba en una ciudad portuaria. Se las prometía muy felices y menos accidentadas.

No sabía, a pesar de su marxismo universitario, que el puterío, como todos los negocios, está prohibido en el estado socialista. No se puede nacionalizar sin escándalo y supone una explotación de la mujer, mayor que fregar escaleras o limpiar suelos por un plato de arroz.

-Que se prohiba una cosa no quiere decir que desaparezca -le dijo un españolito de la marinería pesquera, después de mucho preguntar a los gallegos de la colonia española, todos ellos dedicados a la pesca del langostino, por aquellos andurriales. Le dije ron también, que las podía encontrar haciendo auto stop en la marginal, la carretera que va de la zona de los diplomáticos al centro de la ciudad; y le aconsejaron abrir la portezuela a la que más le gustara y preguntarle directamente "malimune xitombo.. ...", que en gallego y en castellano quiere decir "¿cuánto vale tu coño?"

Ya en marcha y con mentalidad de ojeador, salió esa misma mañana en busca de su Diana cazadora. El paseo era espléndido. A los pies de la carretera discurría la bahía. Desde sus barquitos de madera los pescadores echaban las redes. Sus cuerpos desnudos se dibujaban a contraluz en el azul del cielo y el madreperla del Índico. Hundían sus embarcaciones diestramente para hacerlas resurgir triunfantes y con las redes llenas de peces.

Hasta el borde del agua se adentraban pinares y cocoteros. Los arcenes de la carretera estaban cuajados de adelfas y, entre las flores, unas lolitas vestidas y maquilladas a la europea, sonreían ofreciéndose a los conductores.

A Pedro se le hacía difícil elegir, todas le gustaban. Paró el coche en una loma y estuvo largo tiempo disfrutando del mundo que se le ofrecía. Era ya tarde y el mar en su resaca abrazaba los cocoteros.

Acordado el precio, bajaron a la playa, los cuerpos rodando sobre la arena, las bocas mordiéndose. Pedro le pidió que se desnudara y luego se desalentó frente a una herida purulenta en el muslo izquierdo. Pedro la despidió con ternura y se volvió a la ca rretera en busca de otra.

La carretera vacía, la noche con la rapidez del trópico, había llegado en un instante, desalojando de los arbustos las flores encarnadas.

La marinería se rió de la historia cuando Pedro se la contó. Luego hablaron de todas las infecciones que aquella tropa de hombres solos había pescado por los puertos del Índico. Abscesos desgarrando las carnes, cancros de todos los tamaños adornando falo s y vaginas. Una corona de flores venéreas sufridas inevitablemente tras las escaramuzas amorosas en las que hay dinero por medio. Sin hablar de la peste de nuestro tiempo, según ellos no había vestal que no contagiara y tenía la suerte de que allí el tem ido sida fuera rara avis todavía. En otros puertos del África ya no se podía atracar sin chubasquero. Pedro les oía temblando como una hoja, no quería pasar sus vacaciones entre jeringazos, penicilina y enfermeras, pero tampoco le hacía ninguna gracia el uso de gomitas, que casaban mal con sus sueños de salvajes polvos.

Volvió a la caza con preservativos, pero así no le gustaba ninguna. Se imaginaba poniéndose el condón delante de ellas y le daba corte. Con Marisa después de años de intimidad lo había usado algunas veces, siempre con bromas y risas; era una de esas cos as que como usar el mismo cepillo de dientes, venía unida a mucha confianza, a años de convivencia. En eso también se le notaban los calendarios. El no era de la generación del condón.

La libido iba quedando por los suelos y empezó a darle al alcohol, como en Europa.

- Pues si que estamos buenos -se dijo. Conversaba con los miristas chilenos y con los marineros de las risas gallegas de la política local. Las posiciones eran encontradas pero críticas. Lo que unos achacaban a la burocracia, el mercado negro y la corrupción, los otros lo atribuían a desidia de la raza negra y a la falta de capataces que les metieran en cintura.

Mozambique era un país en guerra y Maputo una ciudad sitiada. La operación producción fue interrumpida por las críticas de todos los sectores, que a pesar de la censura se oían por todos lados... En los centros de trabajo y entre los grupos dinamizadores se vivía un ambiente expectante; los blancos en sus tertulias discutían apasionadamente la marcha de los acontecimientos, porque la mayoría habían llegado al país buscando participar en una revolución en la que creían.

Entre tanto, la escasez, por no decir la falta de todo, minaba la vida de la gente; en los mercados días hubo en que solo se encontraban vendedores. En los hospitales faltaba alcohol o anestesia y la gente adelgazaba a ojos vista.

Una italiana que trabajaba en el norte del país y que se alojaba de paso en el mismo hotel que Pedro, lloraba amargamente noche y día, segura de que sus vecinos en Nampula se habían comido a su perro; se sentía incapaz de volver por allí.

La gente dejo de visitarse a la hora de la comida y de la cena, porque era un trago muy duro ver los arroces con arroz, que se comían en las casas como plato único.

Pedro, que tenía dólares y ningún prejuicio moral que le impidiera abastecerse en el mercado negro, se encontró alimentando a la familia de Laurinda, de María Geraldina y de la madraza del bebe llorón, que resultó ser otra pariente lejana de Laurinda.

Sus fracasos sexuales le habían hecho pensar en salir pitando del país, pero la burocracia se lo puso difícil. No podía cambiar el billete ni comprar otro, porque las plazas de avión estaban reservadas con meses de antelación y él no conocía a nadie impo rtante. No podía moverse por el resto del país, porque la guerrilla no había dejado más medio de transporte que el aéreo. No le quedaba más que pasar allí los dos mesecitos que se había propuesto antes de llegar. Esta condena, que para los naturales era a perpetuidad, le puso en contra de todo y de todos, especialmente del capitalismo de estado, que era para él aquel socialismo real.

Restablecimiento de la pena de muerte, con ejecuciones trasmitidas en directo por la radio. Penas de latigazos al estilo de los amos coloniales, pero con certificado médico de tolerancia firmado "La lucha continua", porque las prisiones se llenaban de ge nte que quería estar presa para comer. Frutas que se comían verdes, porque la gente las arrancaba de los árboles en cuanto despuntaban y que por eso mismo producían epidemias hasta entonces desconocidas. Los trabajadores trabajaban horas y horas para conseguir sacar adelante proyectos sin medios. La ilusión en un futuro mejor no la habían perdido todavía y se mataban para que hubiera justicia y solidaridad.

Pedro asistía a todo esto con el cabreo sordo que produce la falta de un buen polvo y la muerte de la esperanza de tenerlo.

La ruidosa compañía de su familia changana le alegraba la vida en medio de esta desolación, le llenaba el día de obligaciones y comidas en familia que le encantaban. Un día tenía que ir a la playa a conseguir pescado y se pasaba allí horas y horas, vien do a los vendedores como manejaban sus piedras para pesar. El dinero había dejado de tener valor y se volvía al sistema de los trueques, un pez por un kilo de arroz o por tres cocos, una langosta por una camiseta.

Otro día los parientes de sus mujeres acababan de construir la palhota que él les había financiado y se preparaba un jolgorio para la inauguración, con todo y ceremonia de espantar espíritus y aguardiente de caju. A Pedro le obligaban a cantar y bailar y aunque hacía lo que podía, todos se reían del "mulungo" del blanco.

Llegó el adiós. A Pedro se le hacía cada vez más difícil vivir esa experiencia de muerte que es siempre una despedida. Sus mujeres y los hijos de todas ellas le preguntaron, dedicándole sus mejores sonrisas y caricias, a quien dejaría cada cosa, sacándol e poco a poco desde sus más viejos gallumbos hasta la maleta. Le parecieron tan avarientos como los buitres que surcaban la ciudad, esos enormes pájaros negros que tanto le habían gustado cuando llegó. Hacer testamento en vida, por mucho que lo entendiera , le dolía. Se iba a un lugar donde se suponía que había de todo, entonces ¿por qué no dar como el hacía hasta la última camiseta? Pero, por otro lado, ¿cómo impedir la amargura de pensar que prefieren tus cosas a ti?

Por fin amaneció el último día. Camino hacia el aeropuerto en un viejo Land Rover de los sesenta, a velocidad de paseo, vio una pareja desnuda en la playa, escondidos detrás de una matas, les oyó el orgasmar y después, como el siguió mirando, le sonriero n. Se fue despidiendo de los mangos vestidos de verde oscuro y de los niños risueños que le saludaban con la mano desde la cuneta. Entonces, cuando ya se iba, pensó que volvería, que había una mujer en su vida acercándole al goce con su manera de pelar un a naranja y besó a Laurinda en los labios.

Paula Monmeneu, España, Portugal, El Salvador © 1997

Direcciones de correo electrónico:
Madrid afer@ctv.es
Tomar afer@mail.telepac.pt
San Salvador afer@gbm.net

Paula Monmeneu nació en Pamplona, Navarra. Trabajó en teatro y escribió con Victoria Nacarino y Helena Cánovas el texto "Malbajio" accesit Lope de Vega 1991, estrenado ese año en Madrid. Ha publicado el libro de cuentos "La puerta de la calle" en la editorial Talasa 1995. Tiene inéditos el texto teatral "Oro negro" y cuatro libros de cuentos: "Caracolas", sobre referencias feministas; " Hombres solos", al que pertenece el cuento enviado; y " La pandilla y sus derechos", formado por narraciones infantiles. Actualmente y por motivos familiares y laborales, vive a caballo entre Madrid, Tomar (Portugal) y San Salvador.
Medica de profesión, con doctorado en salud publica, su formación y su práctica actual son psicoanalíticas.

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