Cómo anhelo llegar pronto a casa, ponerme cómodo e ir al encuentro de tus recuerdos. Aún espero tu cálido recibimiento. Y ese beso poniendo tu mano sobre mi mejilla, con su tacto suave y delicado. Creo que en unos segundos saldrás de alguna de las habitaciones y vendrás y me dirás “hola cariño, ¿qué tal te ha ido?”. Pero los segundos van pasando y no tengo señales de tu presencia en la casa. Está vacía cuando llego. A veces me engaño pensando que has bajado a comprar alguna cosa al supermercado, y que tan sólo es cuestión de unos minutos para que volvamos a estar juntos; pero el tiempo pasa y tú no vuelves. Y cuando ya se hace evidente la realidad que nos separa, corro a encontrarme con tus recuerdos.
Tus fotos inundan la casa: en blanco y negro, a color, conmigo, sola, con el bebé; pero sigo sin encontrar nada que me llene más que tu taza de té. La que dejaste manchada de rojo carmín, aquella mañana que saliste de casa con prisa porque llegabas tarde al trabajo.
Tampoco tu cepillo del pelo, que guardo y mimo como si de un stradivarius se tratara, puede llenar el vacío que constantemente siento. A menudo lo observo, y toco con las yemas de los dedos cada uno de los pelos; los tuyos, pues no lo uso. Aquellos que en su día quedaron atrapados entre sus púas, ensortijados, aferrándose a ellas, resistiéndose a abandonar el cepillo que tantas veces recorrió tu melena dorada, esa cascada de finos y ondulados hilos de oro. Y aunque el roce de tu cabello me haga estremecer y recordar cuando mis manos se zambullían en ese mar de seda, la sensación de tu cercanía es pobre cuando la comparo con las que percibo en tu taza de té.
Apenas si ceno cualquier cosa. Algo rápido; para no ensuciar mucho y no perder el tiempo. Tampoco veo la tele. Ni leo. Deseo que pronto se oscurezca el cielo y dé paso a la noche. Que el sueño me envuelva y pueda ir tranquilo a nuestra habitación; aunque pocas veces lo consiga. Las pastillas me acompañan todas las noches para poder conciliar el sueño. Como también me acompaña tu camisón. Que desde aquella mañana que te fuiste extiendo todas las noches a mi lado, pues aún conserva el aroma de tu cuerpo. A veces, lo reconozco, he llorado largas horas abrazado a él. Luego lo vuelvo a dejar bien colocado y extendido. Siempre en el mismo lado de la cama: a mi izquierda. En la parte que siempre será tuya. Buenas noches te deseo siempre y guardo silencio esperando oír aunque sólo sea el eco de mi voz; pero todo queda ahí, en un sepulcral silencio. Un silencio eterno. Y entonces apago las luces esperando que tu grácil cuerpo vuelva a llenar el camisón mientras duermo, y que al despertar observe con satisfacción que todo ha sido un mal sueño, una cruel pesadilla. Pero las mañanas se suceden una tras otra y todas son iguales: tú no estás a mi lado.
Pero me queda el consuelo de tus recuerdos en la taza de té. La tuya, la de gatitos correteando alrededor de tu nombre: Irene. Con la que tomaste el último té con leche antes de iniciar aquel viaje de negocios del que nunca regresaste. Con la huella roja de tus labios queriéndome besar todas las mañanas. Y si me gustan las mañanas es por eso, por sentirte cerca a través de tu taza de té.
Es como un ritual: la taza, el agua del grifo, el sobrecito de té, los cuarenta segundos de espera mientras se calienta... Y cuando se escucha el “ding” del microondas, aún aturdido por el sueño, me dejo llevar por la imaginación. Lanzo un par de sacarinas a la taza y me quedo embelesado mirando cómo se disuelven. Y entonces comienzas a aparecer en mis pensamientos. Sueño contigo mientras observo abstraído cómo penetra el agua en la bolsita de té sumergida y lo va tiñendo todo de un ocre rojizo. Expandiéndose con suavidad por el líquido elemento, como las caricias de tus manos sobre mi estremecido cuerpo; impregnando la estancia con su aroma, como ese perfume tuyo que tanto me gustaba; y con esa etiqueta amarilla cayendo fuera de la taza y balanceándose, que tanto me recuerda tu coleta rubia con su gracioso vaivén cuando caminabas.
Pero mis recuerdos se intensifican cuando con las dos manos levanto la taza para llevármela a la boca. El calor que desprende me recuerda al de tu ardiente piel sobre mi piel. Y cuando llevo mis labios sobre el borde de la taza, sobre el contorno enrojecido de los tuyos y los humedezco con la reveladora disolución, me recuerdan la mezcolanza de sabores de cuando nos besábamos tan apasionadamente.
Luego todo termina. Tan sólo queda el poso. Con esos restos que han podido escapar de la bolsita de té. Tristes. Como los que yacen en los días de otoño cuando voy a visitarte, sobre tu lápida. Los que yo aparto para leer tu nombre grabado y dejar unas rosas.
Por eso, aunque tú ya no estés, nunca te olvidaré mientras tenga tu taza de té.
Arturo Granell Tortosa, España © 2004
arturopilar@hotmail.com
La ilustración para este cuento ha sido realizada por José Luis Martín
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