Un ritmo inmenso se descubrió detrás de la pared blanca. Leo, hecho un sol de fin de semana, presintió, rodeó la arista final y volteó el muro. Habían caído las metralletas.
Nadie podía seducir en la imaginación --y menos él--, el contraste entre los cientos de veces que había apretado gatillos y empuñado culatas y granadas en esa semana de ejercicios y la suavidad con que tocó a Laura, tanto, tanto, la noche anterior. No er a común que sintiera el césped tibio mezclado con el agua tibia y fría que le llegaba a la planta de los pies. O la brisa que lo golpeó del lado mojado, enfriándolo, contento. O la visión del plomo tan estructurado, tan formado, tan --es verdad-- tan boni to. La salida del cañón, el centro del gatillo, el tope de la culata: gastados, visibilizando el metal, humanizando.
Volvió a colocar las armas alineadas, la embocadura lisa y redondeada de los cañones negros tocando o penetrando levemente la cal blanquecina de sol directo. Volvió a la piscina. Se sacó la camiseta y se tiró.
Un tiro partió la atmósfera calma. Los ecos se esparcieron rítmicos. Al lanzarse a la piscina, en el aire y al estruendo del disparo, Leo recordó, vagamente y con un miedo que ni él conoce, ese día tan extraño y tan reciente. Hubiera no querido salir nun ca del agua, que le entró a la nariz.
Laura volvió de la cocina con los tres uisquis, con tres cubos de hielo cada uno y los vasos empañándose. Tenía los muslos sueltos y grandes. Un traje de baño entero, azul, brillante, asomaba por debajo de la polera que lo cubría: Georgetown University.
Salgado era un vecino poco estimado. Laura vio el agua brillando en la maraña de pelos en el pecho de Leo. Tomó un trago de su trago. Salgado tomó del suyo. Laura se sentó. Salgado parece que observa sus propios cincuenta años.
--No sé cuando van a parar de cazar aquí. Ya hice dos reclamos por escrito a la comisaría.
Leo se molestó, claro, sin demostrarlo.
--Tú sabes, Salgado-- dijo con rabia disimulada, --que no son cazadores comunes esos que disparan allí. El Comandante en Jefe es dueño de la mayor parte de los terrenos de esta área. Adora las codornices y, por lo demás, es bastante preciso.
Leo no podía dejar de pensar en la semana anterior, en esta semana, en hoy, en el disparo. La cal impresionaba sostenidamente su mente y la caricia del agua fria se juntó nuevamente al recuerdo de la del agua tibia en la planta de sus pies.
Laura sonó la trituración del hielo entre sus dientes y fue adentro por más uisqui. Leo salió de la piscina y se sentó al lado de Salgado, enfrentando al sol.
--Dicen que el Comandante en Jefe se va a hacer presidente de la nueva Junta Militar.
--No estoy informado oficialmente --dijo Leo.
Salgado bebió.
--Pero creo que será así --agregó.
Laura volvió de la cocina y se sentó al lado de Leo. Se sacó la polera y esperó que el sol le derritiera el hielo. Un nuevo disparo asustó a Laura y a Salgado. Leo se durmió poco después. Eso sí, fue un sueño intranquilo, como de ráfagas, como de humo, c omo de bombas y metrallas. Como si todo hubiera ocurrido una semana atrás.
Rodrigo García-Loyer, Chile, US © 1997
rodrigo@princeton.edu
Rodrigo García-Loyer nació en Santiago de Chile en 1964. Después de trabajar tres años como dentista en su país, en 1989 se mudó a los Estados Unidos con el incontenible propósito de estudiar literatura. Hizo un Master of Arts en City College of New York y otro en Princeton University, ambos con mención en Literatura Latinoamericana. Actualmente, en esta última universidad, el autor trabaja en su tésis doctoral que trata sobre las relaciones entre poesía y dibujo en Pau Brasil, libro escrito por el poeta brasileño Oswald de Andrade e ilustrado por la pintora Tarsila do Amaral. García-Loyer ha publicado un artículo de crítica literaria en Colombia y otro en Brasil, país donde residió en 1996. "Un uisqui extraño" es el primer cuento del autor puesto a dipos ición de lectores que no sean su sposa y sus amigos. García-Loyer está contento.
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