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La última jugada

Era una zona marismeña, y los terrenos anegadizos -y anegados- se extendían a ambos lados de la carretera. La atmósfera estaba increíblemente limpia, y los infinitos colores del cielo, desde el poniente moribundo hasta la profunda oscuridad de ébano que se cernía desde oriente, estaban vivos y respiraban; reclamaban su derecho inajenable a ocupar su lugar en el paisaje.

Un juego de brillos y dilataciones comenzó en la cúpula celeste. Desde el otro lado, esto es; desde Portugal, un faro barría con su luz las cercanías, y de algún modo no sólo servía para los barcos de pesca, sino también para los que medían sus minutos en el silencio de la carretera.

Cuando cruzó el grupo de eucaliptos a la vera de la rotonda, su mirada se topó ya con la finca de su padrastro en el horizonte. Oyó el eco de una música distante en el tiempo y el espacio, un sonido liberador que se elevaba hasta las estrellas, tal vez una banda sonora -a la altura de las circunstancias- confeccionada por él mismo.

Conviene aclarar que se dirigía a la casa de su padrastro para matarlo.

Era necesaria la revancha. No sabía si con ella se liberaría, pero tenía que intentarlo. En realidad lo que quería matar era el ahogo espiritual que le había empezado a estrechar después de la noche en que todo tuvo lugar. "Took a drive in the dirty rain", susurró. "To a place where the wind calls your name". La sección de cuerda subía poderosa, y le envolvía.

Como un espíritu corrupto comenzó a tomarle el recuerdo, aquél que había corroído a los demás en su memoria, aquél que no le abandonaría jamás. Pensó que en realidad el enemigo era él mismo. O cuando menos, era parte de él. No podía vomitar esa parte de su vida. Cuánto tardaría en ocurrir, cuánta miseria sería necesaria para comenzar a ver la vida como en aquellos días de sol de su infancia.

Ahora está otra vez en la calle, sigue en su mente. La calle húmeda, la luz anaranjada de las farolas, los pasos a casa tras el cine. No, no dejes que ocurra otra vez. No, por favor. Pero ya ha ocurrido, y sigue ocurriendo inevitablemente, inconscientemente. El grupo de adláteres de su padrastro, divertidos y deseosos de violencia. Luego la primera patada. Casi se le cayeron las gafas. Puñetazos desde todas partes, sus gritos y la gente de alrededor mirando la escena. Eran seis, y él uno. Uno que tenía dieciséis años.

Sin darse cuenta tenía el puño tan fuertemente asido al volante que le pareció que podría romperlo con tan sólo desearlo. De todas las variables que conformaron su vida, una valía por todas, era todas, eliminaba a las demás. Todas sus decisiones no habían valido de nada. Ellos habían decidido por él aquella noche de invierno. Decidieron matar su alma, y lo lograron. Luego sólo habría dolor y aprensión, inexorablemente, aunque él tratase de romper su sino. Posiblemente únicamente habría descanso en la muerte, y no tenía miedo a dar ese paso.

Lo peor de todo es que a pesar de ser un lisiado emocional, seguía teniendo sentimientos, y eso lo hacía todo más complicado. Su alma seguía en la calle, las palmas de las manos esforzándose por no perder el suelo encharcado, tratando de levantarse, tratando de que todo acabe. No va a acabar. Siguen los puñetazos y las patadas. Ya no le quedan fuerzas para gritar, todo le sabe a sangre y no ve con claridad. Ellos siguen pegándole, disfrutándolo y sintiendo su poder. Piensa que los va a matar. Pero no los va a matar, no puede. Son seis, y él uno. Está desangrándose en el suelo, los oye hablar aún. No se dan prisa en meterlo en el coche.

Con los años se había transformado en uno de ellos, había dejado que el odio se asentara en su interior, y ahora era tan capaz de hacer daño como ellos. Era un buen alumno, y una sóla lección le bastó para conocerlo todo sobre el odio y la barbarie. La clase práctica no tardaría en empezar.

Aparcó el coche en la cuneta polvorienta. Conocía bien lo que seguía: uno de ellos le levantó la cara agarrando su cabellera, y le escupió, dejando que su rostro cayese nuevamente en el barro formado en el jardín de la finca. Desde el fondo, los ojos brillantes del pastor alemán corrieron hasta él. Tan pronto empezó a ladrar le pegó un tiro con la pistola con silenciador. El animal yacía en la hierba. Aún movía las patas. Aún las movía. Uno de ellos se dio cuenta y siguió golpeándolas violentamente, hasta partírselas en un golpe brutal y seco. Para entonces casi no tenía conciencia de lo que sucedía. Se palpó la cabeza y notó una brecha sangrante. Pensó que moriría. No, no va a morir; aún no. Sigue moviéndose, pero ya no es capaz de ladrar.

Rompió una ventana y entró en la casa. Todo era oscuridad, demasiada oscuridad. La misma del día en que empezó a morir. Notó su pulso en las sienes y el calor sofocante de sus recuerdos. "Voy a matar a ese hijo de puta", pensó. Lo va a matar. Sube cada peldaño lentamente, hasta el segundo piso. Al tocar en la puerta siente la violencia emerger, y piensa que se ha convertido finalmente en un auténtico psicópata, aunque en el fondo sabe que no es cierto. Él conoce la verdad. Esto es más importante que pasarse la vida en la cárcel. Esto es su jugada final, su ajuste de cuentas, su resarcimiento de una vida hecha añicos.

"Marta, ¿eres tú?", se oye. Abre la puerta, y al ponerle el cañón del arma en la cabeza percibe su terror, y en un destello vuelve a sentir el metal de la escopeta en su brazo izquierdo, el mismo que debería ocupar la manga hecha ovillo que cuelga de su tronco como un recordatorio de la matanza.

No se ha dado cuenta. Tan absorto en sus pensamientos, tan sumido en sus sentimientos, no se ha dado cuenta de que ha pegado dos tiros a su padrastro. Está en el suelo, y su sangre se dispersa por la alfombra de motivos geométricos y tonos cenizos. Se sorprende a sí mismo pensando en lo cara que resultará la tintorería.

Abajo, en la cocina, comienza a llegar el final. Ellos siguen siendo seis, y él uno. Ellos se multiplican por mil en cada persona, cada conflicto, cada encrucijada; y lo harán por siempre. Y él sigue siendo tan sólo uno. Después de vaciar la botella de ginebra, lo más lógico, lo más consecuente, debería ser pegarse un tiro. No les dará esa satisfacción; decide finalmente que dedicará el resto de sus días a matar a su padrastro.

11 de septiembre, 1999

Iago Rodríguez Dopico, España © 2000

dopicoro@retemail.es

Comentario del autor sobre el cuento:
No recuerdo exactamente el origen de este cuento. Puedo decir que el lugar es Ayamonte, en la frontera con Portugal, un lugar en el que me quedó grabada esa imagen del crepúsculo sobre las marismas; algo realmente mágico. Sí, creo que así lo empecé: primero escribí esa ambientación, y luego dejé que el protagonista tomara el control. La historia se puede resumir en una palabra, "trauma". Un hombre que ha quedado marcado irreversiblemente, hasta el resto de sus días. Sabe que está perdido, y también sabe -o intuye- que la venganza no le dará lo que busca. Porque lo que busca quedó muchos años atrás en una noche de invierno brutal y desgarradora. Es un hombre que odia, pero que odia odiar. El final no es tan pesimista como pudiera parecer. Con lo de "decide finalmente que dedicará el resto de sus días a matar a su padrastro" lo que quiero decir es que el personaje ha descubierto -un poco tarde, eso sí- que el enemigo está en su interior; y ese es su punto de partida particular.

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