Regresar a la portada

Un accidente

Don Rafael está sentado a la entrada de la funeraria, de cara al pueblo. Algunos lo miran con lástima, otros con desprecio, los más pretenden no verlo. Adentro Susana y Clemente rezan rosarios infinitos con la ilusión de llamar a las puertas de algún cielo que les quite el dolor que sienten, que los separe de la rabia contra el padre de Susana. El cajoncito blanco que contiene a su hijo de apenas dos años de nacido es lo único que les queda de él. Rafaelillo, en nombre del abuelo, era también su preferido. Sonriente y curioso, dio sus primeros pasos de la mano tembleque de Don Rafael. También fue él quien escuchó las palabras: “awa”, “tete”, “güelo”. Balbuceos y medias lenguas que iniciaban su relación, ahora irremediablemente inconclusa, con el lenguaje y el mundo. Los padres jóvenes trabajaban ambos y al niño lo cuidaba el abuelo, ya retirado, no solo por la edad sino por una incapacidad que ya no le permitía rasurar a sus clientes sin riesgo de cortarles la cara o hasta degollarlos.

Tan solo una semana antes, el abuelo Rafael había llevado al pequeño a ver el río y le había enseñado las piedras, los peces que se juntaban a la orilla buscando plantas acuáticas, los sauces enormes bajo cuya sombra habían comido una merienda alegre con aquello que el niño prefería. Cortaron flores para hacer un ramito multicolor que fue a parar a manos de Susana.

Al día siguiente se habían quedado en casa, el niño tenía un leve resfriado y don Rafael, siempre cuidadoso, lo mantuvo dentro de la casa, leyéndole cuentos, jugando con él a las escondidas. Unas falsas escondidas. El niño pretendía esconderse y don Rafael pretendía buscarlo. Abría los ojos después de contar: “…noventa y nueve, cien” y lo veía allí, pegadito a la pared o a la puerta, haciéndose el invisible. Falsas, sí. No como ahora, que eran las escondidas más despiadadas, las de “nunca más he de verte por más que me canse de buscarte”.

Cuando Rafaelillo nació, Don Rafael era aún el barbero más solicitado de ese pueblo escondido en las montañas. Su orgullo no se vio empañado porque el niño no llevara su apellido y no pudiera llevar una réplica exacta de su nombre. Susana había sido la mayor y con la que tenía las mejores relaciones hasta el nacimiento de este nieto. Los hijos varones, tres de ellos y todos menores que Susana, habían salido pronto del pueblo buscando trabajo o siguiendo a alguna muchacha. Ahora dos vivían en países extraños donde habían encontrado su amor o su fortuna, en tanto que el más joven se había mudado a una ciudad al otro extremo del país, como para no saber más de su padre y no tener que heredar la barbería que ya había llamado desde muy temprano Rafael Chavarriaga e hijos, con la ilusión de que a alguno le interesara continuar con la tradición familiar. “Los Chavarriaga nos ganamos la vida tomando el pelo” decía Rafael. O también “Por un pelo perdemos o ganamos todo lo que tenemos”.

En una sala de la funeraria se desgranaban los responsorios en coro y un grupo de mujeres se lamentaba mirando de reojo, ahora a los padres, ahora al abuelo, como diciendo algo sobre el adverso destino de los tres. La oscuridad de los vestidos hacía juego con la monotonía de los “descansenpaz” y los “brilleparaelloslaluzperpetua” que se alternaban rítmicamente, como tratando de conjurar lo inevitable, lo irreversible, el niño en el cajón, el abuelo tembleque que apenas se atrevía a entrar de pleno a este espacio donde vería por última vez quizás a esa hija adorada que junto con el nieto habría perdido en una sola tarde.

“Fueron la ventana y el rayo de sol que al fin quiso entrar por ella”, se dijo, “los causantes de mi desgracia. Porque el niño estaba bien entretenido con nuestros juegos y conversaciones hasta que vino ese resplandor a despistarnos, a recordarnos que afuera había un mundo más allá del resfriado y que nos invitaba a recorrerlo, al menos con la vista, si no había mucho más que se pudiera hacer”.

El niño le había tendido los bracitos y pedido como sólo él sabía hacerlo, de forma que no pudiera negarse. “Güelo” le dijo, y le señaló la ventana. Eso fue suficiente. No sabía siquiera decir: “quiero mirar por la ventana, quiero ver a los otros niños jugar y saltar charcos ahora que la lluvia se ha ido”. Pero el abuelo comprendió todo. Mirar por la ventana de la casona alta de dos pisos, desde la alcoba que daba a la calle de piedra, era el único sustituto que en esta tarde fría podría ofrecerle, en tanto que en un par de días regresarían las caminatas y las exploraciones de territorios nuevos donde un insecto o un árbol donde treparse harían del día otra aventura de los inseparables nieto y abuelo, hasta que los padres cansados llegaran de trabajar y escucharan con deleite todo lo sucedido.

Y es que la confianza entre ellos no tenía límites. Los padres sabían que mientras estuvieran juntos, el niño no tendría peligro, que el abuelo cuidaría de él con un celo casi excesivo y que el niño de la mano temblona del abuelo había empezado a conocer el mundo. Felices esperaban llegar a la casa para oír nuevas historias, felices se dedicaban a su trabajo sin preocuparse de lo que harían ellos, si ir al parque o al campo, si quedarse en la casa. Siempre fuera de peligro. Así era como imaginaban al niño bajo el cuidado de su abuelo Rafael. Les tenían apodos: “Don Quijote y Sancho”, “dos mosqueteros en busca del tercero” y hasta “el gordo y el flaco”. Y no es que Rafaelillo fuera gordo, era carirredondo y bien sanito en tanto que el abuelo era delgadísimo y alto. La figura que formaban en la calle o en el campo estos dos personajes inseparables era como para pararse a mirarlos, sus caras alegres, sus pasos acompasados a pesar de la diferencia en sus tamaños, las manos que raramente se soltaban...

Desde la ventana se miraba el pueblo y las montañas detrás. Todo lo que había allí de hermoso o rico o desastrado podía observarse si se abrían las hojas de vidrio encuadradas en madera a todo lo ancho del balcón. Una reja de hierro protegía al observador de una posible caída al vacío. No solo la altura de la casa lo separaba del piso de piedra de la calle, sino también la colina sobre la cual se había construido la casa en las épocas en que el barbero del pueblo era también su médico y uno de sus personajes más prominentes.

Era una tarde asoleada a pesar del frío y el niño no se contentaba con mirar tras las rejas. “Güelo”, dijo y estiró sus brazos de nuevo y el abuelo comprendió claramente: “álzame para poder ver más lejos, sin límites, hasta el fondo del paisaje”. Y el abuelo lo hizo, con gusto, sin temor alguno.

Hasta el fondo llegaron de la desgracia, cuando la mano temblorosa fue incapaz de controlar un movimiento brusco: el niño proyectando su deseo de verlo todo, más allá, más lejos, su torso inclinado hacia adelante más de lo prudente y el abuelo que pierde por un momento el control y su mano que tiembla ya vacía mientras lo ve caer. No fue posible ya volver atrás.

“A lo hecho pecho”, hubiera dicho él en otra ocasión, después de rasurar una barba o cortar un cabello más corto de lo que su cliente hubiera querido. “Luego le crece otra vez, después del ojo afuera no hay Santa Lucia que valga, así que váyase a su casa alegre de que no tendrá que venir a verme muy pronto.” Pero no esta vez. Esta vez el ojo afuera no era una figura del lenguaje y no había pecho que aguantara lo que su mano floja había hecho. Estaba ante algo que no tenía remedio y que no crecería de nuevo y que jamás volvería a ver. Jamás la voz del niño, jamás oírlo decir “güelo”. Eso lo tenía bien claro. Todavía era incapaz de pensar más allá. De abrir la ventana y botarse a la verdad compartida con su hija y su yerno, los padres de alguien a quien no habrían de ver crecer, caerse y pararse de nuevo con lágrimas en los ojos, ir al colegio por primera vez. Ellos ahora convertidos en los no-padres, y él en el no-abuelo, y el mundo en un absurdo que no podía comprender o imaginar luego de esta realidad que hacía de él lo contrario de lo que era.

Todo esto pasaba por su mente ahí parado, en la funeraria, arrullado por los rosarios, los responsorios y el bisbiseo de los chismes. La casa tenía que dejársela a ellos, tendrían más hijos, podrían olvidar lo más agudo del dolor. Pero él, el no-abuelo de su no-nieto, ya no se recuperaría jamás. Los miró por última vez con ternura infinita, bajó el ala del sombrero para que no lo vieran llorar, se despidió en silencio y salió a andar sin mirar atrás.

Clara Eugenia Ronderos, Colombia, Estados Unidos © 2020

crondero@lesley.edu

Clara Eugenia Ronderos es una cuentista, poeta y crítica de poesía y escritura femenina nacida en Colombia, donde mantiene una residencia intermitente a la vez que reside en Cambridge, Massachusetts. En su poesía y cuentos predominan los temas del exilio, la otredad, la muerte y la lucha por la escritura. En 2010 recibió el premio Carmen Conde de Poesía. También ha sido finalista en concursos de cuento, como el Ana María Matute en 2010. Otros cuentos suyos se han publicado en revistas, en la red y en dos volúmenes: Ábrete Sésamo (2016) y Agua que no has de beber (2019), aparecidos en España y Argentina, respectivamente. Sus poemarios se titulan: Estaciones en Exilio (Madrid: 2010), Raíz del Silencio (Bogotá: 2012), Después de la fábula (Madrid: 2018) y De reyes y fuegos (Madrid: 2018). Una edición bilingüe inglés-español de Estaciones en Exilio fue publicada en Estados Unidos (2015). Ronderos es profesora titular de español y literatura en Lesley University en Cambridge, Massachusetts.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada