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Un invierno sin Vera

Fue al desgarrar con los pulgares la cáscara de una mandarina cuando reparé con desazón que este invierno era el primero en mucho tiempo que Vera no iba a pasar conmigo, pero a pesar de todo esperaba que el milagro volviera a suceder, que de alguna forma inesperada ella apareciera en aquel pueblo tan solitario que ni siquiera aparece en los mapas más puntillosos. El olor de la mandarina me impregnó los dedos y disfruté de aquel momento como si ella misma estuviera a mi lado disfrutando de ese aroma que tanto le gustaba y, ante la desilusión de no poder oír su risa a mis espaldas, arrastré la palma de mi mano para recoger los restos anaranjados de la piel que habían quedado sobre el banco de mármol y los tiré a la basura con el desprecio con el que se arrojan los recuerdos que afloran sin pedir permiso, de forma inesperada, a la vida presente.

Luego, en el salón, me arrepentí de aquel gesto. Mediante una sencilla concatenación de ideas, al mirar la calidez anaranjada del calefactor recordé las mandarinas y a través de ellas Vera volvió a mi mente. Y cuando lo hizo, me resultó ajeno todo el mundo que se bullía a mi alrededor: la música parisina que sonaba de fondo, las imágenes del noticiario nocturno en el televisor, el calculado caos de papeles y libros sobre la gran mesa rectangular... Nada era comparable a la calidez del calefactor y, a su vez, nada podía traerme más recuerdos que ese aparato viejo y polvoriento que yo jamás limpiaba con la idea de comprar una estufa mejor. Sin embargo, el calefactor seguía en el mismo sitio, invierno tras invierno. Cuando me marchaba, lo guardaba en un rincón del trastero envuelto en una raída manta a cuadros negros y verdes; cuando volvía, lo sacaba de su oscuro encierro y él era mi fiel acompañante durante todo el invierno... él y ella.

El verano había sido frenético. Viajé por Europa y me encontré envuelto en una turbia historia de amor y celos que no supe resolver bien. Sucedió al principio del viaje y me encontré el resto del tiempo meditando sobre aquellas situaciones que no supe solventar y con los graves problemas de conciencia que me causaron. Mi acompañante, uno de los altos directivos de la editorial, aunque podía intuir algo de lo que me sucedía, no quiso entrometerse en mi intimidad, lo único en lo que estaba interesado era en que promocionara mi última novela (por primera vez mis libros eran traducidos a otros idiomas) y en que no trascendiera a la prensa ninguno de mis asuntos privados. Mis viajes con aquel hombre, perennemente enfundado en un traje de chaqueta oscuro, eran muy silenciosos. A mí no me molestaba estar callado las largas horas de espera en los aeropuertos o durante los viajes por los centros urbanos, al contrario, ello me permitía reflexionar sobre la ciudad en la que me encontraba, leer, tener tiempo para mí mismo. El directivo, en cambio, se ponía nervioso, llamaba por teléfono a cualquier persona con una torpe excusa y, durante los viajes en avión en los que no tenía más remedio que estar sentado sin utilizar el teléfono ni el ordenador portátil, hacia comentarios del tipo: “Mierda de Europa, si todos tuviéramos un mismo idioma, no sería necesaria tanta promoción”. Esperando, por supuesto, una sonrisa por mi parte que no me rebajaba a darle.

Mientras tanto, dos o tres veces por semana le escribía extensas cartas manuscritas a la única dirección que conocía de ella, la únicas señas que tenía apuntadas de su puño y letra en la libreta en la que anoto las ideas que se me ocurren a lo largo del día. Me escribió su dirección en mayúsculas, recreándose al escribir las letras y remarcando su nombre con la decisión de quien quiere que le escriban. Después de escribir sus señas, puntualizó: “No quiero que nunca hablemos por teléfono, tú eres un escritor y quiero verte siempre así, como alguien que escribe”. Supongo que bromeaba por la escasa fluidez con la que brotaban las palabras de mis labios, y mucho menos cuando hablaba en un idioma extranjero, pero tenía razón, ella había comenzado a amarme leyendo mis escritos, no escuchándome hablar, y no quería perder la hechizadora atracción que le produjeron mis palabras.

Me sentaba a escribir por la noche. Meditando con sumo cuidado las frases y traduciéndolas luego a su idioma. Cada oración reflejaba un sentimiento puro, cada expresión era un pensamiento fugaz atrapado en la sólida jaula del lenguaje. Respetaba de forma escrupulosa la gramática y la ortografía y el significado convencional de las palabras; sin embargo, de cuando en cuando, de forma deliberada, transgredía las normas gramaticales con el fin de darle un determinado énfasis a las palabras que, suponía yo, ella iba a agradecer. Y así, las noches en que me quedaba en vela escribiendo se hacían largas y apenas descansaba para darme un pequeño paseo por la habitación del hotel y luego volver a mi apasionado escrito. Durante aquel viaje no escribí ni una sola frase que no tuviera que ver con ella, ni tuve una idea que no le contara. Mi libreta de ideas era un cúmulo de palabras en diferentes idiomas, desorganizadas, a veces extravagantes, que sólo cobraban forma cuando me sentaba con mi pluma en el escritorio de cualquier hotel en cualquier ciudad europea y comenzaba a perfilar con mimo las imágenes dispersas que se habían producido en mi mente hasta entonces.

Nunca recibí una contestación a ninguna de mis cartas.

Siempre le pedía que me respondiera a mi apartamento, ese sería el único lugar en el que iba a estar con toda seguridad en cuanto acabara aquella desaforada peregrinación. La última ciudad que visitamos antes de volver a casa fue Londres (que me dejó más indiferente de lo que pensaba) y en cuanto despegamos del aeropuerto de Heathrow, mi mente se concentraba sólo en el momento en que abriera todas las cartas de Vera. Tenía que contenerme, disfrutar del momento de estar contemplando todos los sobres, uno por uno. Luego los organizaría cronológicamente y me regocijaría con la contemplación de los sellos (Vera suele enviarme sellos falsificados en los que imprime consignas un tanto revolucionarias, pequeñas bromas privadas que viajan por toda Europa y a la vista de todo el mundo). Al subir por las escaleras, le echaría un vistazo a su escritura, a la forma de dibujar su letra, a la tinta que había empleado y al peso de las cartas, para calcular cuántas hojas me había escrito en cada una de ellas. Ya dentro del apartamento, dejaría todos los sobres sobre la cama al tiempo que desharía las maletas. No me alejaría mucho de ellos, no los perdería nunca de vista, me recrearía en el ansia de abrirlos e incluso disfrutaría del dolor de tener obligaciones que me impidieran rasgarlos con frenesí. Incluso podría llamar por teléfono, haría esas llamadas estúpidas que se hacen cuando uno vuelve después de un largo de viaje: “Ya estoy en casa de nuevo... Todo ha ido bien... Me encuentro un poco cansado... ¿Cómo han ido las cosas por aquí?”, al tiempo que juguetearía con los sobres e intentaría adivinar su contenido por el color con el que ha sido escrita la dirección, por el día en que fueron enviadas, por la consigna del sello falsificado. Hasta que llegara el gran momento en el que, recostado sobre el sofá, con la perspectiva lateral de la fachada – retablo barroco del convento del Carmen, los niños jugando en la plaza, los árboles agitándose suavemente bajo el gris atardecer de septiembre y yo con los sobres en la mano, abriéndolos uno a uno, deleitándome con cada frase, con cada comentario irónico, con cada recuerdo y sin perder ningún detalle, ningún matiz de sus expresiones. Leería cada carta más de una vez y luego me de dedicaría a abrir un nuevo sobre hasta que, bien entrada la noche, acabaría con todas y, sin apetito, me dedicaría a escribirle una larga carta que comenzaría así: “Liebe Vera: Ich habe alle deine Briefe, die du mir gesendet hast, mit Leidenshaft gelesen...

Nada de eso llegó a ocurrir.

Desistí de escribir ninguna carta más y traté de reorganizar mi vida ante aquel duro golpe. A los pocos días, mi editor me llamó diciéndome que las ventas no estaban funcionando tal y como esperaba y que debía cambiar de registro para mi próxima novela. No me dio opción, tenía que ponerme enseguida a trabajar en ella. Viajé un par de veces para verle y decirle que necesitaría más tiempo del que pensaba con el fin de que la obra resultante fuese mejor que las anteriores. Gracias a mi insistencia, accedió darme un plazo de dos años para presentarle el primer borrador. En esos momentos sólo se me ocurría escribir sobre la ausencia de Vera, y nada me parecía más fácil ni más doloroso.

No obstante, no perdí mis costumbres. El uno de noviembre, como todos los años, hice las maletas y me marché a esta casa. Cuando era pequeño, éste era el día que mi madre dedicaba a sacar de los armarios la ropa de invierno, así que, mientras los demás lloraban la ausencia de los seres queridos, yo me ilusionaba con la ropa de abrigo que ya había olvidado. Sin embargo, desde que la internaron en un psiquiátrico, aquel día se volvió triste y anodino, por lo que decidí dar un nuevo significado al día de las almas perdidas y así el primero de noviembre viajo siempre al pueblo: primero tomo el tren que me deja en una estación a unos cincuenta quilómetros, luego el autobús me lleva a la misma ermita de San Juan, que dista medio quilómetro, y desde allí camino hasta la casa. El pueblo se halla en un camino sin salida, la misma vía por la que se accede a él es la de salida y la casa se encuentra al final de este camino. Más allá de ella sólo hay matorrales y pinares que crecen de forma desordenada y un poco más lejos se encuentran las primeras estribaciones de la sierra.

Al mirar la casa ahora, veo como poco a poco hemos ido renovándola. Cada año decidíamos cambiar una parte para hacerla más confortable: Primero habilitamos la parte de arriba e hicimos allí una gran y acogedora habitación con el suelo de madera, abrimos algunas ventanas y todas las mañanas, al levantarnos, veíamos las verdes ondulaciones de la ladera de la montaña, con la luz del sol naciente estirando las húmedas sombras de los árboles. Te recordaba a algún paisaje de Cézanne, decías, pero en ninguno de sus cuadros el verde de la naturaleza crecía de una forma tan confusa y salvaje. Luego construimos una terraza en la que si algún día hacía el suficiente calor podíamos comer bajo el cielo, el mismo cielo que te impresionó la primera vez que viniste, porque te sentías infinitamente minúscula bajo él, la bóveda te desbordaba y muchas veces te tumbabas en el suelo para tratar de englobar con la vista toda su extensión. “Es inabarcable”, concluías. Luego ampliamos la cocina para poder comer en ella y dejamos un gran espacio diáfano en la parte de abajo. En aquel nuevo salón teníamos los libros, las revistas, mis escritos, tus fotografías y nos acompañaba permanentemente el calefactor, hasta este año en el que habíamos pensado en deshacernos de él e instalar, por fin, la calefacción central. No obstante, la suerte parece acompañar a este viejo aparato ya que, por una razón u otra, siempre consigue salvarse del que debería ser su destino fatal.

El timbre interrumpe con violencia mis pensamientos. Vera nunca usa el timbre. Llama con los nudillos tres veces.

Me acerco a la puerta y la abro con indiferencia. Dos chicas sonrientes, tapadas con alegres gorros y gruesas bufandas, se encuentran en el umbral. Sus movimientos rítmicos de piernas hablan por sí solos del frío que están pasando.
-Buenas noches, ¿quiere lotería de navidad?

La sorpresa me impide responder con rapidez.
-No... No... Nunca juego a la lotería.

No parecen tener mucho interés en insistir.
-¿Qué día es hoy? -les pregunto.

No sabía que hubiera pasado tanto tiempo.

Al cerrar la puerta recuerdo la última vez que Vera apareció por casa. Apenas llevaba un par de días aquí cuando oí que llamaban a la puerta: toc–toc–toc. En cuanto oí los golpes me puse un batín y me acerqué con parsimonia a la puerta, fingiendo desconocer la persona que se hallaba en el umbral. Abrí y estaba ella, con su enorme sonrisa, la sonrisa que me dedicaba cada vez que volvíamos a vernos en casa, una sonrisa que era incapaz de repetir en ningún otro lugar ni en ninguna otra situación. Sonreía con tímido placer, como si le causara vergüenza haber recorrido miles de quilómetros sólo para llegar a aquel minúsculo pueblo: dos viajes en avión, dos trenes, un autobús, medio quilómetro andando, para llegar, golpear tres veces la puerta y esperar a que yo le abriera. “Wie geth’s?”, decía siempre sin perder la sonrisa. Con su abrigo de paño negro y una bufanda del mismo color, su piel blanca y ligeramente sonrosada por el frío me parecía más una aparición venida del bosque que un ser humano de carne y hueso. “Gut”, le respondí intentando alcanzar la mitad de la amplitud de su sonrisa y como preludio a un largo y ardiente abrazo en el umbral bajo la luz de la luna, durante una noche despejada en la que habían anunciado que se produciría una intensa lluvia de estrellas.

Ahora la casa sin ella está fríamente vacía. Cada rincón es un lóbrego almacén de objetos que una vez compartimos. Mis escritos, poco a poco, se van separando de la mesa del comedor en la que los tenía dispersados y buscan otros lugares menos fríos que no hayan sido alcanzados por nuestra pasión. Encuentro hojas en una alacena en la que guardábamos la vajilla que nunca utilizábamos, folios escritos a mano en una estantería en la que quedaron depositados los discos anticuados de vinilo u hojas de libreta desechadas en un pozo ciego que nos servía para dejar las conservas de un año para otro y al leer esos folios desparramados encuentro frases inconexas, ideas incoherentes, nada útil que pueda servirme a mí, ni mucho menos a mi editor.

Ya de madrugada decido salir a pasear en dirección a la vereda, desafiando el frío húmedo proviniente del río cercano. Cruzo todo el pueblo y al llegar a la ermita de San Juan doblo a la izquierda y me separo de la ruta habitual que hago para venir desde allí a casa. Camino por la vereda guiado únicamente por la lechosa luz de la luna. La bruma en torno a mí difumina los haces de luz que me envuelven: las anaranjadas luces del pueblo se van borrando en la lejanía, disueltas en el espesor de la niebla; la verdosa luz de la ermita es como un faro que pretende extraviar en lugar de orientar a los navegantes nocturnos; las estrellas parecen caer por su propio peso y se clavan en mis mejillas como afilados fragmentos de hielo. El silencio se ve interrumpido cada vez con más frecuencia por los animales que allí habitan y que parecen intentar ayudarme en mi momento de desesperanza; los sauces se agitan indicándome el camino correcto a seguir. Asustado primero, luego atiendo a sus indicaciones y, de súbito, me encuentro en una diminuta senda que conduce hacia el mismo corazón de una fuente que jamás he sido capaz de visitar, un manantial escondido entre espesos matorrales y frondosos y altos árboles, la fuente de las hadas la llaman. Debido a la niebla apenas puedo ver a un par de metros de distancia, pero distingo perfectamente el recodo en el que vi por última vez a Vera, en una noche parecida a la de hoy. Caminaba con su gran abrigo negro, con su melena rubia suelta al viento que parecía agitarse al mismo ritmo de los sauces. Se giró hacia mí, hizo una promesa y luego desapareció en la oscuridad. Yo andaba tras ella, la seguí hasta este mismo recodo pero la perdí de vista en cuanto giró. No me atreví a continuar caminando. En pie, sin llegar a tomar la curva, me quedé gritando su nombre varias veces, pero no obtuve respuesta alguna. Poco a poco, la niebla fue disipándose y la visibilidad mejoró, pero no la encontré ni esa noche ni los días siguientes en que bajé a la vereda. Solo el invierno, la noche y los sauces que habían sido testigos de nuestra pasión deben saber donde se encuentra ahora porque Vera desapareció sin dejar ninguna huella y aunque en un principio pensé que aquella era una más de sus muchas bromas, cada vez estoy más convencido de que no se producirá el milagro de todos los años por el cual ella aparece en el pueblo, de improviso, sin ninguna carta previa. Resignado, vuelvo sobre mis pasos hacia la casa tan llena de recuerdos que me parece completamente vacía.

Samuel Sebastian, España, © 2018

sam@samuelsebastian.com

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Samuel Sebastian es un cineasta y dramaturgo valenciano, hijo de la pintora Ester Rodríguez Ro. Desde los 12 años escribe artículos sobre cine y arte. Licenciado en Historia del Arte, obtuvo el premio extraordinario de carrera. Después comenzó su carrera como cineasta y ocasionalmente como profesor de cine, fundando la productora sinCasa. En 2014 fundó GAMANprod para realizar proyectos internacionales. Sus tres primeros largometrajes son El primer silencio (2006), La pausa de los muertos (2011) y La larga noche de la imaginación (2016). En la actualidad se encuentra preparando su siguiente película, La utopista. Igualmente, Samuel Sebastian es un hábil contador de historias, como atestiguan sus premiados relatos Un invierno sin Vera y La ciudad de la Luz, y su primer guión de terror, SandWoman.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
Creer en Vera es creer en lo imposible. Y creer en lo imposible significa que puedes seguir haciendo tu vida como si lo imposible fuera a suceder en cualquier momento, aunque nunca ocurra. Y eso es lo que me sucedió. Sabía que nunca más iba a volver a Vera y sin embargo me comportaba como si fuera a verla de nuevo, como siempre. Y gracias a esa estupidez surgió la inspiración para este relato.

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