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Vaciamientos

En una tarde atípica para la estación del año marcada en los almanaques, Inés, la tía de Juana, desde la reposera en la cual tomaba baños de sol con desgano, en el amplio jardín de uno de los barrios cerrados de la costa del río Tigre, escuchó el relato de Antonio, quien al terminar quedó esperando alguna respuesta, parado y dando vueltas al sombrero entre sus manos indecisas. A la tía Inés le molestaba, especialmente, la acentuada falta de carácter del marido de su sobrina. Se podría decir que casi lo detestaba.
—Ahora tendrás que desarmar la casa —le dijo ella, aplastando el cigarrillo en el cenicero, en forma de despedida, y suspirando con fastidio.

Antonio recordó el desinterés contenido en las seis palabras pronunciadas por la anciana a quien había venido a visitar para darle la noticia de la muerte de su sobrina. La insípida respuesta lo dejó más solo de lo que estaba. A pesar de la orden de aquella mujer desalmada, durante la semana siguiente, lo único que Antonio atinó a hacer fue aquel periplo indignante escondiéndose de todo, como una forma de desaparecer, como si el muerto hubiese sido él y no Juana, su mujer.

Antonio recorrió las islas y los arroyos, desordenadamente, bebiendo, tocando la flauta, llorando detrás de los troncos atardecidos de las encinas, fugado de su propio hogar, hasta que cayó en la cuenta de que solamente había sido una artimaña vergonzosa a fin de ocultarse a sí mismo la obligación indeclinable de regresar a su casa y cumplir con el mandato expresado de soslayo por la tía.

No sabría decir de dónde había podido sacar fuerza, hoy, para mover los remos del bote y acercarse al embarcadero con el sigilo adecuado, a fin de no espantar a los pájaros del fresno, por temor a alertar a los vecinos más cercanos con el inevitable chillido de las cotorras.

Al fin, tantas previsiones no fueron necesarias. Antonio no recibió visitas y encontró todo tal cual como lo había dejado, menos el pasto, que había crecido hasta tapar la parte baja de las ventanas. Lo primero que hizo fue llenar con gasolina el tanque de la cortadora y quitó todas las malezas y luego las quemó en el fondo del terreno, cerca del alambrado.

Durante ese periodo, no bien despuntaba el alba saltaba de la cama, tomaba unos mates y se ocupaba de algo carente de importancia solo con la finalidad de gastar el tiempo, y, a pesar de eso, le llevó menos de una semana poner un poco de orden dentro de la casa.

Colgó las frazadas y las mantas de abrigo en la soga, y allí las sacudió, a los golpes, para quitarles el polvo. Al colchón lo sacó afuera, lo apoyó sobre dos caballetes y dejó que el sol hiciese el trabajo de remover la humedad del relleno. A la funda la lavó con energía en la pileta del cuartito del fondo hasta que, de tanto fregar, la piel de las manos empezó a sacar ampollas. Colocó las sábanas en el fuentón lleno con agua y las dejó en remojo un día entero con creolina para exterminar las chinches y los ácaros. Y del mismo modo saneó las habitaciones, incluso el dormitorio.

Esparció detergente y sacudió los pisos a escobazos hasta sacarle brillo.

Lo más duro fue vaciar el ropero, los cajones de la mesa de noche con las pulseras de nácar, el anillo y las cadenitas. Por momentos le resultaba difícil tocar la ropa de Juana, tropezarse con los botones de los vestidos, palpar las puntillas o los elásticos de la ropa interior. Tal vez algo malo podría suceder si no hacía todo esto. Quizás fuese una manera de sostener la presencia vital de los recuerdos de su esposa. Quizás así podría recobrar el sonido de su respiración trabajando en los pulmones agujereados. Quizás así podría darle lugar a la manifestación del sonido de su voz, a reanimar algún aroma íntimo, a revivir un aliento inesperado. Quien sabe.

Al principio, cuando fue tomando las labores con ímpetu, se encaramó a la escalera para talar, bajo la galería techada, los sarmientos artríticos de la madreselva, y con la tijera de podar le dio forma a la ligustrina y a los macizos de las azaleas. Le puso mantel nuevo a la mesa, pasó barniz a las banquetas, destapó los picos de gas de la cocina, frotó los quemadores con la esponja de virulana, pasó el cepillo de acero por las hornallas forjadas, cambió las lamparitas envejecidas del velador por unas flamantes y removió el óxido de los flejes de la cama. Quitó con la escoba las telarañas adheridas al cielo raso. Refregó con la escobilla de cerda los azulejos pálidos, la pileta de lavar y los anaqueles donde descansaban los platos. Quería poner todo el entorno luminoso. Era un hombre pulcro por naturaleza y el entusiasmo lo empujaba al orden.

También se ocupó de pintar la casa por dentro y por fuera. Con espátula quitó los cascarones de las puertas y luego les pasó laca sintética brillante. Barnizó las cenefas, el recubrimiento externo de tablas de cedro, las columnas de nogal de la galería, las persianas, los marcos y hasta las barandas de la escalera del embarcadero. Y también, una vez limpias a fuerza de restregarlas con lija gruesa, a las vigas de pino de la cubierta a dos aguas de la cabaña.

Luego preparó un tacho de seis litros, lo llenó con agua, echó una palada de cal y revolvió hasta lograr el punto justo de la mezcla. Sumergió la brocha gruesa y blanqueó las paredes y los techos de la cocina, la sala de estar y el pasillo interno. En el dormitorio, en cambio, se atrevió a agregar un poco de color y logró un tono celeste innovador que el cuarto jamás había tenido durante los años de su matrimonio. Repasó los bordes difusos y arregló todos los detalles pendientes con el pincel angosto.

Corrió la cama dejándola en posición, acercó la mesa de noche, puso encima la lámpara y colgó el crucifijo. Y al terminar de desplegar la alfombra, la frenética actividad de Antonio cesó de repente. Se sentó en el taburete a recuperar el aliento. No era que se hubiese cansado de mover los muebles de un lado a otro para hacer espacio. No. Una ínfima metamorfosis comenzaba a teñir de melancolía su entusiasmo. Se entristeció. Pateó la pata del ropero con desgano y dio dos pasos.

De pie en medio de la habitación observó con detenimiento la superficie de las cosas y percibió el deseo de entrar que demandaba el bulto de luz atorado en la ventana. Escuchó a lo lejos la alegría de los pájaros, olfateó el aire íntimo del silencio del cuarto y acaso oyó una queja en el chapoteo del arroyo.

Con todo eso se puso a pensar en profundidad, casi al llegar a la reflexión en estado puro, y se dio cuenta de que la casa no había quedado vacía, sino que estaba más llena que nunca. Llena de ganas por mantener en secreto los recuerdos, como si fuese una presencia viva y, además, desde los cimientos a las tejas, fuese capaz de contar con la conciencia de una mirada, con la sencilla potestad de contemplar el sendero de tierra, al costado de la barranca suave, y más allá, la franja clara de la playa donde sobresalía la rama pelada de palo santo, sosteniendo la cruz gallarda, sobre la tumba austera de Juana.

Allí comenzó a trabajar la memoria de Antonio. Encima del sillón, entre los almohadones, apareció un recuerdo en el cual no se había detenido: un bolso, negro, de cuerina blanda, con un reborde cromado y dos largas manijas de colgar. Por supuesto, moldeados a la forma de los hombros de Juana, pero sin el cuerpo de Juana.

Antonio deslizó el cierre con interés, el olor era agradable y se atrevió a observar por dentro. De los tres bolsillos internos emanaban olores vivos, los rayos de luz de la lámpara de techo provocaban destellos en el arco de la polvera, brillaban en los dorados del monedero mínimo, rebotaban en la tapa roja del lápiz labial. Tan cerca de todas esas pertenencias estaba la cara de Antonio que él mismo se embriagaba con la mezcla de perfumes.

Un gato entró en la habitación, y antes de que Antonio se levantase del sillón para espantarlo, ya se había ido, asustado. Seguramente se trataba de un animal perdido en los humedales del Delta. Le pareció extraña la aparición, miró en derredor, nadie había sonreído ni hubo voces, cerró la puerta de entrada y continuó examinando la cartera.

Había una fotografía vieja y ajada, papeles plegados, escritos con la letra de Juana: la «a» y la «o» perfectamente redondas, el pliegue alargado del bucle inferior de la «j», inconfundible, la tinta negra, el trazo suave. Pero no se atrevió a leer, no se atrevió a cometer tamaña infidelidad. Sus dedos se quemarían. Si leía esos papeles se quedaría ciego. Estaba seguro.

¿Qué otra cosa había? Pegado a la funda, volcado en uno de los rincones del fondo, un pequeño elefante blanco con un billete en la trompa, y en el otro, un pañuelo gris, un dije con una cadenita de oro y una pulsera de plata grabada. ¿Se animó a sacarla? Por supuesto que no. Antonio era valiente pero no tanto como para exponerse al infierno de la añoranza. A lo sumo pasó la yema sobre el grabado y, como un ciego con cierto entrenamiento, leyó su propio nombre y la paz lo liberó, al fin, del cansancio de los trajines de los últimos diez días.

Como en los viejos tiempos, recordó el trayecto del perfume, del sillón a la cama, junto a su mujer, para seguir conversando, o para lo que fuese. Los cigarrillos en el cenicero, el ron en los vasos, el amor golpeando en la boca del estómago. Afuera, entre las islas, el escándalo de los grillos, el croar de las ranas, el incesante fluir del agua por el cauce del arroyo, los empujones sordos del cuerpo del bote contra los pilotes. Una bestia nocturna o un arrullo inorgánico. Un ruido torpe menos temible que un puma viajando entre la maleza.

Pero esta noche, Antonio, sin quitarse la ropa, abrazó el bolso de su mujer (el de contornos cromados con los papeles secretos dentro) dispuesto a estirarse sobre el colchón limpio y la frazada aseada a los garrotazos. Y así pudo dormir, al lado de la almohada intacta, luego de un insomnio que se prolongó fundiéndose con el inicio del alba, aferrado a ese objeto con olor a cuerina, soñando tal vez con las manos sudorosas de Juana, cerca de su pecho, entre las sábanas.

Antes de que lo venciera el sueño juró que ni los roces de las cobijas lo despertarían hasta haber dormido todo lo necesario, porque esa noche, transpirado y sin lavarse las manos, dormiría bajo el signo de la luna, sin mirar a los duendes, con la casa limpia, vacía de demonios, respirando profundamente los únicos olores verdaderos que le quedaban: los del bolso de Juana, como si esos benditos olores tuviesen la magia de conservarse puros y para siempre en la orilla de la eternidad.

Raúl Ariel Victoriano, Argentina © 2023

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Raúl Ariel Victoriano nació en la ciudad de Lanús, provincia de Buenos Aires, Argentina. Ha obtenido diversos premios en concursos literarios realizados en Argentina y España. Algunos de sus cuentos han sido incluidos en antologías de estos mismos países y en revistas literarias de Argentina, España, Estados Unidos, México y Costa Rica. Ha publicado los libros: El sonido de la tristeza (2017), Páginas barrocas (2018), Escarcha (2018), Cielo rojo (2019), La rotación de las cosas (2020), Azul profundo (2021) y Fotos viejas (2022).

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