Durante el tiempo que viví en la aldea, el viejo y yo nos habíamos acercado bastante y pasábamos largas horas juntos en su choza. En silencio cada uno, o hablando para distraer al otro. Al viejo le gustaba oir historias de mi tierra, de mi pueblo, de mi gente, aunque no las entendiera. A mí me hacía historias sobre sus antepasados, sobre leyendas y míticos encuentros entre los hombres y la divinidad.
Nunca me enseñó nada, pero a su lado descubrí muchas cosas. Nunca hablamos de filosofía ni de cosas profundas, aunque ambos advertíamos en el otro elaboradas concepciones del mundo y la vida como la base de nuestra forma de ser.
Él no creía en la enseñanza y pronto comprendí que lo que apreciaba era el descubrimiento individual e interior de un camino para cada cual. No hay religión salvadora ni libros sagrados, cada hombre tiene dentro de sí los elementos y conocimientos necesarios y su vida es el camino.
Una de esas tardes, extrañando los debates y conversaciones que mantenía antes frecuentemente con mis amigos, me animé a exponerle mis ideas sobre lo perenne y lo pasadero. En tono rimbombante le dije:
"Con toda nuestra insignificancia nos paramos al borde de la eternidad y no podemos advertirla, mucho menos comprenderla o alcanzarla. Aún el Universo entero, con sus miles de galaxias y millones de estrellas, es insignificante para la eternidad. Si lo que dicen los científicos es cierto y tuvo un principio, entonces tendrá fin. La eternidad no existe en nuestro mundo y nosotros no existimos para la eternidad. Debemos olvidarnos de Dios y de lo eterno. Para cruzarnos o entendernos, deberíamos dejar de ser uno u otro, ya que no se puede ser eterno y comprender lo temporal, el inicio y el fin, el tiempo; y tampoco se puede ser perecedero y comprender algo sin principio ni fin. Para lo eterno no existe el tiempo, igual que para nosotros no existe nada fuera de él. Si tuvimos principio, tendremos fin. Aquello que no tuvo principio, tampoco tendrá fin. Tan sencillo como esto. Uno y otro nos excluímos mutuamente."
Tal vez hablé muy rápido, atropellé los conceptos y repetí mucho las mismas las palabras; quizás decepcioné al viejo. Pero lo cierto es que no me respondió ni opinó nada. Se limitó a esperar que callara y luego de un rato de silencio me hizo la historia del Valle de la Nada, describiéndola con lujo de detalles. Nunca comprendí, por qué un hombre tan desentendido de los detalles y las cosas materiales, me explicó minuciosamente las direcciones y los signos que hacía allí llevaban. Nunca, hasta hoy.
Creí que todo era fantasía y más con indicaciones tan casuales e improbables como un ave violeta sobre un árbol rojo, atardeceres sin nubes y mañanas sin Sol.
Con el paso del tiempo e inconforme con mi vida y las respuestas que no llegaban abandoné finalmente la aldea. Luego de varios días de camino, el paisaje empezó a cambiar, la vegetación desaparecía y las aves eran cada vez más escasas. Pasé junto a un hombre que araba la tierra, haciéndole el amor con cada golpe y tratando de preñarla con sus semillas. Pero aquella tierra, como una mujer cansada y usada, no sabía ya de amores ni de preñeces, hacía tiempo que lo había dado todo y ya no sentía nada.
Tres días después el aire era diferente y el ambiente cada vez más vacío. Crucé el último arroyo una tarde de un día, despreocupadamente sin ni siquiera tomar agua de reserva para el resto del camino. Seguí caminando ansioso luego del atardecer. En la aldea la comida siempre fue frugal, pero cuando se anda deambulando solo y comiendo lo que aparece, extrañamos cualquier comida por pobre que sea, en especial si la recordamos caliente y en compañía. Cansado, me acosté bien entrada la noche junto a unos árboles.
Al amanecer, todo se notaba distinto e inmediatamente supe dónde había llegado. No se escuchaba un solo ruido y nada se movía allí. Apenas una brisa que inexplicablemente parecía venir de todos lados y no tocaba nada en el valle.
Un sendero borrado llevaba hacia arriba en las montañas a una cueva cuya entrada estaba cubierta con rocas. Caminé todo el día hacia allá hasta divisar en la parte superior de las rocas una apertura del ancho justo para un hombre. Cuando llegué, me introduje por el hueco sin pensarlo mucho, buscando infructuosamente el piso con los pies. Al soltarme caí unos cinco metros y, aunque afortunadamente no me pasó nada, me dí cuenta en ese momento de que ya no podía salir. Miré a mi alrededor y vi unos hombres tirados en el piso, durmiendo algunos, con los ojos abiertos otros, todos sin moverse.
En el centro hay un libro abierto y una pluma. Más que un libro, es como un diario, en el cual escribo ahora. Aparentemente contiene la historia de estos hombres, escrita por ellos mismos, quizás a manera de epitafio. Hojeé el libro y empecé a leer en la primera página: "Estás en el Valle de la Nada. Estos hombres una vez lo supieron y lo hicieron todo. Hoy es como si no supieran ni hicieran nada. Nada nuevo que ver, nada nuevo que aprender. Ahora tú serás como ellos."
Aparté el libro de mi vista y pude comprobar que mi percepción de la realidad cambiaba vertiginosamente. Por momentos me sentía enorme, me sentía pequeño. Tenía uno y mil nombres. Aunque lo recordaba, el nombre con el que había venido hasta aquí no importaba ya. Yo era uno y todos los hombres a la vez. Me sentía lejos, me sentía cerca; en los confines del Universo, en lo más íntimo de mi ser, respondiendo todas mis preguntas; libre de todo y de todos en un instante, encerrado en el útero de mi madre al siguiente.
De pronto estuve cansado y me recosté a dormir, consciente de que el proceso continuaría y de que definitivamente sería otro al despertar . . .
. . . He abierto los ojos, mas ya no veo con ellos. Quizás fui demasiado osado ambicionando encontrar respuestas y saber más. Quizás mi ansia profana me castiga ahora con lo que no puede ser otra cosa que locura extrema, apenas puedo escribir, me cuesta trabajo mantenerme en pie, dormiré un poco más . . .
. . . Siento unas manos que me tocan, pero no puedo ver. Me halan, me empujan, me acarician, algo obsceno quieren de mí. Un susurro me sopla al oído y un murmullo llena el lugar, insoportablemente bajo, casi imperceptible. Cientos de idiomas juntos, idiomas creados por el hombre, por la necesidad, idiomas aún sin crear, idiomas de animales, de plantas, de rocas y de cosas inertes. Todos forman parte del murmullo. In crescendo, aumenta el volumen. El susurro se transforma en gritos de violencia y el murmullo en lamentos. Me contraigo indefenso, inútil en posición fetal, refugiándome nuevamente en la inconsciencia, en la nada liberadora . . .
. . . Por el largo de mi pelo, la barba y las uñas, parece que llevo meses durmiendo en esta cueva. Pero para mí bien podrían ser segundos o minutos. Todo se confunde y nada importa ya. Me temo que este será mi último momento de lucidez. Pararé de escribir ahora y volveré a dormir, esperando ya sin esperanza olvidarlo todo y volver algún día a mi ignorancia anterior, tan pobre, tan libre. Abandono el lápiz y juro no escribir nunca más en estas páginas. Si algunas líneas aparecen luego de éstas, pertenecen a otro o será simplemente que habré perdido por completo la razón y olvidé esta promesa.
El sonido del viento al escurrirse entre las rocas me hunde y me arrastra consigo hasta las puertas mismas del infierno. Me empuja hacia adentro y me encarcela en las paredes de éste el más oscuro de los misterios: el imperio del mal, el mundo del castigo. El sufrimiento eterno me aterra y su fantasma me persigue. La libertad era mi lema y lo prohibido mi fantasía. Desde que tuve este sueño ya no duermo de noche y es oscura mi poesía. Escucho gritos y lamentos, promesas y condenas; oigo gente que sufre, esclava y con cadenas. Sé que no soy igual a estos que sufren y merecen ser castigados, pero en cierta forma los considero mis hermanos.
Hace calor y siento arder mi piel. Me miro y veo que soy sólo huesos y no tengo ya piel. Se escucha una risa burlona y me siento desfallecer. Recobro el conocimiento y todo está oscuro; estoy perdido en la nada. Escucho otra vez la risa y vuelvo a caer. Abro los ojos y todo es blanco. Me siento lleno, al fin conozco el placer. Estoy ciertamente en un lugar seguro y comprendo aquella risa burlona no volverá a aparecer. Después de todo y de tanto, he llegado, siento la paz. Pero no veo a nadie, no hay nadie aquí conmigo, ni siquiera los otros como yo. Soy incapaz de verlos o sentirlos al igual que ellos a mí. Sí, tengo lo que anhelaba, pero estoy solo y parece que ya siempre lo estaré . . .
Carlos Miranda Levy, República Dominicana © 1996c.miranda@codetel.net.do
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