Regresar a la portada

La verdad de Cherubino

El ejército. Nada podría ser peor. Si el ejército fuese posible. Una carta que me presenta como oficial. La ironía es grande. Si fuese posible. Que fácilmente resuelve el conde todos sus problemas: los que no consigue eliminar, tranquilamente los aleja. Y para él todo es posible. Menos esto. Porque yo no puedo ser militar. Ni siquiera como oficial. Ya que ha tenido, la bondad, de elevarme a ese honor. ¡Yo oficial! Para marchar a América, a Holanda, a que se yo que lugar perdido y alejado de mi bienquerida Sevilla. A marchar con brutos indecentes, a disparar sobre villanos y beber como polacos. Pero no. Nada de ello debo pensar, porque es pecado de soberbia pensar en lo que no puede ser, y que no es voluntad de nuestro señor. Y ante la voluntad de nuestro señor, hasta la potencia del conde debe ceder. De ese modo, yo no iré al ejército. Y, si es necesario, continuaré con mi conocida farsa y contraeré matrimonio con Barbarina. ¡Jesucristo!, que ella está bien dispuesta. Y la condesa me ayudará para mantenerme cerca de ella. Y Susanna, que desea probar alguna de mis virtudes, no dejará de hacer que ese liante de Fígaro interceda por mi. Los demás, nada pueden. Y me son indiferentes. Porque ningún placer pueden ofrecerme. Hombres son y nada de ellos puede interesarme. Solo la potencia del conde es atractiva, como un monstruo de feria. Como un animal extraño y desconocido, que nos hace observarlo con asco. Aunque su letal ferocidad, sus garras, colmillos o su veneno nos indiquen, cuidado: es preciso vigilarlo. Su altiva presencia de rey de la selva, su pomposa esencia de demonio de Africa, ese, en fin, desagradable desamparo de quien está fuera de casa y quiere comportarse como si mantuviera una repugnante y desconfiada dignidad carente de lugar en la alegre vida de las mujeres. Esa desgraciada impertinencia del que se presenta sin haber sido llamado y sin que nadie desee su compañía.

¡Oh! Como lloraba Barbarina, anoche, cuando llamó a su puerta y tuve que escabullirme.Y él tomando mi lugar sin deseo, sin arte y sin ciencia. Con la vulgaridad de su barba y su peluca descompuesta, de sus manos grandes y sus brazos venosos, como las patas de un caballo. Barbarina, que es simple como el placer, con piel de melocotón y sincera como una campesina no lo deseaba. Pero ambas cedíamos ante la tormenta. No importa. La mayor parte del tiempo es nuestro. Como antes fue de la condesa. Y luego será de Susanna.

El conde pretende a Susanna. Todos lo saben. El tramposo Fígaro también. Y con ese no hay que jugar. Pero el conde está demasiado lejos del mundo, cree, como para darse cuenta. Todo debe ceder a su deseo. Así ha sido siempre, es cierto. Pero la verdad es que nada ha conseguido. Jamás el placer extremo de comprobar como el cuerpo de sus amantes se estremece, ni como sus mujeres lloran cuando el placer se agota por cansancio, satisfechas y contentas de que el mundo sea como es. En paz con dios y con la ley de los hombres. Nada de esto, que a mi se me da porque lo merezco ha logrado él con su poder.

Nada logrará de Susanna. Aunque la goce. No podrá darle el placer que me está confiado solo a mí. La llama, la cita, la ronda y la persigue. Pero no la tendrá como la tendré yo. No puede eso. Yo la seduzco a distancia, por oídas, por canciones que no son para ella, aunque se las hago saber y se las canto de modo oblicuo. Ella será de Fígaro porque de alguien ha de ser. Y es lo normal y lo adecuado. Pero su placer, será mío. Al menos próximamente. Así será. Sin duda. Cuando le entrego canciones para la condesa es ella quien las lee. Y es a ella a quien seducen y hacen soñar. Y es mi aspecto de niño la que le hace no temerme. Abrazarme y besarme. Y jugar. Cuando ella me desnudó delante de la condesa, era un juego. Yo miraba a la condesa, que quiere que la llame Rosina, pero yo prefiero condesa. Es mejor amar a una condesa que a una Rosina embarrada por las intrigas de Fígaro y los ataques del conde. De modo que yo siempre la llamo mi condesa. Y ella solo me reclama su nombre cuando le acariciaba el cuello con mis labios. Después, no. Así que cuando Susanna me desvestía, la condesa me observaba como si me estuviera viendo nacer. Y yo la miraba a ella. Pensaba en el lujo de su lecho y en su carne blanca. Y ella me miraba con la lengua entre los labios. No intentaba siquiera el disimulo de la ignorancia. Susanna me despojaba de mi casaca de paje y mis senos se improvisaban debajo de la camisa. La condesa mantenía en sus manos mi última canción, pero no la leía. Susanna me deshacía el lazo de la camisa y yo dejaba que hiciera como si hubiera muerto. Solo miraba por la condesa, que agitaba el tobillo con el zapato en equilibrio sobre la punta de un pie que yo había besado cien veces. Se que ella pensaba lo mismo. Su placer era mil veces mayor que, por ejemplo, el de Barbarina. Porque ella vivía para el placer y se dedicaba a él. Sin embargo Barbarina es diferente: su goce es primitivo y está repleto de sensaciones. La condesa no gozaba de sensaciones, sino de promesas de felicidad. La condesa necesitaba un ambiente para ser feliz. Barbarina no: a ella le basta con el placer inmediato. Que no es poco.

¿Y Susanna? Oh, estará a medio camino entre las dos. Como campesina reclamará el placer pronto. Pero de igual modo que los amos marcan a sus animales, también entre los criados sucede algo similar. Después de servir a la condesa, de estar a su lado y cuidar de sus vestidos, de su baño y de sus perfumes, algo de la sutileza desesperada se le habrá contagiado. Al menos un punto de ese sentimiento de insatisfacción permanente, de ansía de novedad, porque lo nuevo puede ser mejor que lo viejo, de vicio eternamente alimentado. Es por eso por lo que al desabotonarme los pantalones ceñidos, celestes y sedosos, al estirar de ellos y dejar flotando la camisa ya deslazada ha podido subir el revés de mis piernas con sus manos alcanzando suavemente mi desnudez encubierta por la camisa. Y no es por otra cosa que me ha besado en la cara cuando se ha puesto en pie, para continuar con su tarea. ¡Oh! ¡Virgen Santa! Yo estaba perdiendo el sentido. La condesa me observaba mordisqueándose el dedo. Un dedo bien conocido y respetado. Y Susanna me desvestía en un juego. Un juego de ida y vuelta, que se trataba de travestirme de mujer cuando estaba vestido de hombre. Y de ese modo, en el engaño, recuperar mi estúpida condición. Susanna se defendía. Contaba cosas de vestidos, de sombreros y de medias. Pero ni ella misma se escuchaba. Todos sus sentidos, menos, quizá, el tacto, estaban puestos en un inesperado refrendo por parte de la condesa. Esperaba estar a la altura. Y sobre todo, no perderse nada.

Yo sabía que la condesa le había contado. Era normal. Todos en el castillo sabían de mi. Y las palabras de las mujeres eran demasiado hermosas y limpias cuando hablaban de mi como para que todos las entendieran. Pero bajo mi disfraz yo me sentía a salvo. Esa verdad ya era algo más secreta. Aunque no para Susanna. O al menos no desde el precioso momento en que me sacó la camisa. Yo ya no podía seguir mirando a la condesa y estaba de espaldas a ella. Miraba a Susanna. Y Susanna fingía no estar haciendo nada interesante. Ni siquiera mi peluca empolvada le hacía conmoverse. Yo había amado mucho a la condesa, con mi peluca; y con mi cabello, que, por cierto es sobre todo claro, sin llegar a rubio. "Cualquier vestido de vuestra excelencia le sentará bien", decía Susanna. Y la condesa y yo no podíamos menos que sonreír. Apretaba mi talle con sus manos, como si estuviera midiéndolo para hacer costuras. Pero debajo de sus manos yo notaba su curiosidad, su presión amable, como si tuviera que sostener un flan. Su bo ca cerca de la mía. Esperaba. Esperaba algo que ella misma se negaba. Seguramente temía a la condesa. Y algo de ella misma también la sujetaba. Esperaba que yo hiciera algo. Pero yo ya me encontraba suficientemente feliz. En un estado de equilibrio tan perfecto que cualquier movimiento no haría sino disminuirlo. Un estado de equilibrio que yo sabía que no podía durar demasiado porque lo excelente de su vértice lo hacía infinitamente poco estable. Aunque absoluto.

De ese modo me estremecí bajo las manos de Susanna apoyadas en mi cintura. Y mi estremecimiento no fue sino una de esas promesas de felicidad que aficionaban a la condesa. Llegará Susanna a tanto. No lo sabía, todavía, pero intuía que bajo mi escalofríos e escondía una invitación, un regalo.

La condesa abrió sus labios. Pero nada dijo. Ella también había encontrado en soledad el momento de la cima desde la que solo se puede descender. ¡Ah! Que injusta naturaleza la nuestra, que nos niega el suave valle.

Se que suspiré. Nada estaba mal. Así es el mundo y así son sus cosas valiosas: esforzadas y fugitivas. ¡Oh, dios! Eso es lo que hace que posean valor. Susanna debe aprender esta verdad. Su boda con Fígaro no es más que el natural transcurso de la vida. Pero ella puede entrar en lo extraordinario con su curiosidad. Ni las intrigas de su prometido ni el poder de su pretendiente podrán hacer que vuelva atrás. Porque no es en su mundo donde se juega la partida. Barbarina, sin embargo, creo que nunca llegará a comprenderlo. Y es así porque está demasiado apartada del lujo. Y este es imprescindible para mi amor. La condesa lo sabe. Y por eso no se intranquilizó cuando vio su cinta cubriéndome la herida que la voracidad de Barbarina me había hecho en mi brazo. Antes se preocupó por la higiene del arañazo que por su origen, evidente, por otro lado. ¡Ay, Barbarina! Me casaré contigo y te educaré para que ambas seamos felices. Y no me arañes en los momentos feroces que nos incluyen, cuando gritas y te evades y me aprietas hasta dejarme sin resuello, ignorante de tus actos y celosa como una leona.

Me casaré con Barbarina. Y antes amaré a Susanna. Y me deslizaré cuando el conde se marche para sus insensatas excursiones de mentecato. Todas me aman y yo las amo a todas.

Amo a Susanna desde ese momento: desnuda yo, frente a ella, que me estudiaba y al tiempo me reconocía como un espacio común, sus labios cerca del pecho sus ojos en mi vientre. No había podido despegar las manos de mi cintura. Y seguía hablando de trajes, pero su deseo soñaba otros ropajes.

Me casaré con Barbarina. Seré permanente en el castillo y mi vida será en él. Mantendré, nada más fácil, mi engaño ante el conde. Y ante los señores doctores y profesores, y hasta delante del astuto Fígaro, que será el más difícil al menos mientras dure mi amor con Susanna. Esconderé mi verdad debajo de trajes de sirviente, de levitas y pantalones y nadie que sepa la verdad querrá decirla. Porque con ella perderían no solo a su amiga, sino la mejor parte de su vida.

Así que está decidido. El ejército no. Sevilla y el castillo de Almaviva me ganan y me retienen. La condesa me ayudará y no dejará que sellen la orden. Barbarina será la excusa mejor y más dulce en su simplicidad que nadie ha tenido jamás. Amaré a Susanna y su amor hará que el malicioso Fígaro se encuentre en mi favor. Así, nada podrá el conde. Aunque recele de todas esas simpatías. Y aunque crea que me ofende con sus cacareos con la que será mi esposa. ¡Jesús! ¡Que simplicidad! Cuanta elegancia en el resultado. Que brillante paradoja se prepara. El mantendrá toda su fastuosa impertinencia con el resabio de estar realizando aquello para lo que ha nacido. Para aquello que desde su cuna ha estado despiadadamente solicitado. Mientras yo, juego con la condesa, con sus perlas y sus plumas.

Esa era mi felicidad. En el momento en que la condesa se levantó de su sillón, y se dio la vuelta adentrándose en el vestidor buscando mi disfraz más verdadero, yo acerque la cara de Susanna a la mía. Y puse mis labios sobre los suyos. Sentía la humedad de su boca y el temblor de su cuerpo. Susanna creía estar ante un beso robado. Los más dulces. Y robado a la condesa. Los mejores de todos. Y tenía razón cuando pensó que en ese momento mi amor era todo para ella. Porque así era, sinceramente. Se apartó discretamente cuando la condesa volvió con las medias. Ella misma me las calzó, siguiendo como si fuera un juego. Pero yo sentía sus manos sobre mis muslos. Arrastrándose mientras estiraban las arrugas de la seda. Me tuve que sentar en el sillón. Ya no podía sostenerme en pie. Solo después nos dimos cuenta de que lo mojaría todo. Susanna ya solo observaba. Trataba de aprender, y yo no podía soportar el placer de ser observada por mi amada mientras la condesa me ponía las medias. En un instante de infinita brevedad sus dedos me rozaron. Susanna aprendía que no hay que temer a nada. El sentimiento producido por mi beso todavía la mantenía encandilada.

La condesa acabó de vestirme, con uno de sus vestidos. Y el goce íntimo se transformó en risas de mujeres contentas. Una alegría que nada tenía que ver con la broma ni con el carnaval. Que nadie sino nosotras podría comprender. Una alegría sencilla y radiante, refugiada en el engaño que todas mantenemos.

Entonces supe que mi causa estaba ganada. No iría al ejército, contra la voluntad del conde. Como Cherubino desposaría a Barbarina. Y como yo, amaría a todas. Y a todas daría la alegría y el festín de una vida secreta.

Rubén Goig Valiente, España © 1997

rgoigarrakis.es

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:

El origen del relato, es evidente para quien conozca mínimamente el mundo de la ópera. La base temática se encuentra en una escena de "Las bodas de Fígaro" de Mozart, en la cual, tres mujeres se dedican a juegos que podrían interpretarse como profundamente eróticos. Mas aun, teniendo en cuenta que las posibilidades de engaño son bastante atrevidas: una de las mujeres es una mujer que se disfraza de hombre para la representación de la ópera y que en ella se disfraza de mujer por mor del argumento. En la ópera, Cherubino es un hombre. Pero realmente, el interprete es una mujer. Y la situación de juegos en espejo propician que la carga erótica del momento se trasforme en una estimulante situación de inocencia. Tal fue mi interpretación al contemplar la ópera y así he querido reflejarla en en relato.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada