"...y porque más me asombre,
en el traje de fiera yace un hombre...
desde aquí sus desdichas escuchemos..."
(La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, 1636).
Un día se encerró en aquella covacha húmeda y obscura, tanto que sólo era visible un poco de luz, hasta allá, por donde había entrado. Víctor estuvo allí muchos años, en el fondo de aquel antro, sentado sobre sus propias piernas y la cabeza oculta sobre s us rodillas, excepto una vez, cuando salió a dormir sobre el césped al aire libre. Cuando se metió allí, los demás se preguntaban más de la cuenta, porque la gente sabía, pero luego, todo se hizo costumbre y así, Víctor ocupó un sitio silencioso e insensi ble en aquel pequeño pueblo costero. Cuando entró, Víctor estaba decidido a morir; entonces deseaba un fin sin dolor, la verdad porque nadie recuerda el suplicio de su propio nacimiento y, claro, acabar así, deshecho en la inconsciencia de la clausura, no es morir, es como nacer hacia adentro.
Así fue, Víctor se metió en aquel lugar después de ver una mujer desnuda, porque ya había cumplido los 12 años y ya estaba en la edad. Allí, es importante para todos: para los hombres y para las mujeres, sobre todo para las mujeres, porque así dejan de un a vez cierta sonrisa forzada y compasiva, como la que todos dedican a un niño desvalido: ¡Pobrecito, todavía no puede! y Víctor ya podía, aunque no lo hubiera demostrado sino a sí mismo. En la costa esas cosas suceden pronto, demasiado pronto, tal como cr ece la manigua, con prisa.
Víctor sabía que el cuerpo de las mujeres era diferente al suyo y al de sus compañeros con quienes se había bañado muchas veces en el río, cerca de la playa; además, los que ya habían ido a esa casa, se lo habían contado todo con fruición. Por cierto, ese sitio estaba lejos del pueblo, pero cerca de todos: el lugar de las pruebas, de las pruebas de la hombría, como la llamaban en la cantina, el lugar necesario, decía el alcalde, el lugar del pecado, lo promocionaba el cura.
Decidió ir allí porque los amigos lo instigaron y tenía ya que satisfacer esa enorme curiosidad que aparecía, sobre todo en las mañanas, muy temprano cuando despertaba. Víctor también tuvo miedo, aunque jugó consigo mismo muchas veces, sin problema, imagi nando que esas sensaciones eran sólo ensayos para la hora de la verdad; pero nunca había visto el cuerpo de una mujer desnuda, salvo en el taller del mecánico que tenía la pared tapizada de recortes de revistas.
Siempre pensó que aquel gran anhelo se haría muy grande si iba, pero no fue así. Para explicarlo pronto: cuando fue al lugar de las pruebas de la hombría, el cuerpo desnudo de aquella mujer lo dejó yerto. No sólo eso, también se decepcionó y tuvo miedo; e so es, su desinterés lo decepcionó y entonces tuvo miedo, o quizás, lo que realmente sucedió fue que sintió miedo, se volvió indiferente y se decepcionó. Víctor sufrió en el intento y vio claramente en la cara de la mujer desnuda, aquella sonrisa compasiv a, tan temida por él, y ahí mismo quiso morir. Estuvo seguro que todos notarían su fracaso y que todos los hombres y todas las mujeres, sobre todo las mujeres, dirían: "¡pobrecito Víctor, no pudo!", y la verdad era que si podía, aunque no lo hubiera demos trado. Salió corriendo de ese cuarto y se enclaustró.
Víctor ya no volvió al pueblo, ya no salió de aquel lugar del pecado necesario. Conocía un escondrijo en la parte de atrás del solar, un poco alejado de la casa, por el lado del pantano, cerca del mar: un lugar obscuro y húmedo en una bodega medio derruíd a, donde, algunas veces, había ido solo, a hurtadillas; precisamente a imaginar su primera vez. Víctor corrió hasta allá procurando no volver la cara, se detuvo un momento ante la puerta maltratada de aquella covacha y entró. Cuando estuvo dentro, se sent ó en el piso de tierra, en cuclillas contra una pared pegajosa y verde por el moho y escondió la cara sobre sus rodillas. Ahí lloró, gimiendo, durante días y meses y, quizás, durante años. Un día, mucho tiempo después, Víctor dejó de sollozar y cerró sus ojos. Ya no derramaba lágrimas, no le había quedado ni una sola. Había derramado lágrimas desde los 12 años, desde que vio, por primera vez, una mujer desnuda. Cuando cesó su llanto, todo q uedó suspendido, latente, como si nada existiera; se hizo un silencio extraño, poco natural. Ahí encerrado, Víctor estuvo oyendo ese silencio, sin saber realmente lo que oía, porque en ese antro no se movía ni siquiera un pensamiento. Víctor vivió en comp leto silencio su inmovilidad, su parálisis, y así estuvo más días, más meses y más años.
Tanto tiempo pasó, que Víctor se cubrió de polvo, de telarañas y de una especie de costra cubierta con un cardenillo obscuro, marrón, que hizo que su cuerpo se confundiera con la apariencia de aquel espacio negro y húmedo. Todos esos años hicieron que su cuerpo se hiciera redondo, parecía un costal gelatinoso arrumbado en un rincón. La escara alrededor de su cuerpo era tan gruesa, que le cubría hasta sus propios pensamientos que se devolvían hacía dentro y aumentaban lo duro de aquella cáscara. Pero la naturaleza siguió su mandato, y la biología de Víctor cambió, y así, poco a poco, le aumentó todo a través del capullo de polvo, de telarañas y de aquella masa verde. Cuando un día abrió los ojos y se vio, habían pasado ya muchos años, porque, com o todos, Víctor creció despacio, en silencio, sin hacer ruido; tan discretamente, que él mismo no se dio cuenta. Y así, súbitamente, Víctor se descubrió grande y, otra vez, con la posibilidad de su propio placer. Se olvidó de todo y de todos, por eso lleg ó un momento en que ya no pensaba en la muerte, ni siquiera sabía por qué se había encerrado; todas aquellas razones estaban abandonadas adentro de él mismo.
Víctor había estado ahí metido y no tenía ningún otro punto de comparación y, por eso, no notaba la suciedad, el polvo, y las costras húmedas en su cuerpo blancuzco por la falta de luz. Se veía y se veía a sí mismo y su juego favorito era aventurarse por las veredas que descubría de su propio organismo y se encantaba con los cambios que se podía provocar, como un niño hace con un juguete favorito. No se supo de cierto quién lo alimentaba, aunque de vez en cuando aparecía una pequeña mujer, encorvada por resignación, que le traía, como abrazado, un pequeño bulto pegado al pecho... siempre pegado al pecho. Un día, la vieja ya no volvió. Pasaron más d ías, meses y años y Víctor sintió hambre y decidió acercarse hasta la hendedura de luz que había estado contemplando a lo lejos. ¡Cómo le costó esa decisión! Le atraía la claridad, pero cuando intentaba un movimiento, su cuerpo pesado lo jalaba hacia abaj o a causa de toda esa rémora que tenía acumulada. El esfuerzo era tal, que pareciera que tiraba de un montón de fierros viejos.
Al fin, después de horas, se incorporó como pudo y dio el primer paso y luego el segundo y luego el tercero, y, poco a poco, muy despacio, salió. Estuvo un momento en el umbral de la entrada de aquel lugar, casi ciego, hasta que sus ojos se empezaron a ac ostumbrar a la luz. Primero distinguió siluetas, pero luego, cuando se afinaron sus ojos, reconoció árboles, pasto, yerbas y, a lo lejos, el inmenso sonido del mar. Víctor había hecho un gran esfuerzo y estaba muy cansado, por eso se recostó sobre el césp ed un buen rato y, por primera vez, después de años, estiró todo su cuerpo y se quedó dormido.
Mientras tanto casi nada ha cambiado. La casa del pecado ha seguido allí, probando, aprobando y reprobando a todos los hombres que entran. Ha sido una mañana muy temprano cuando Víctor ha salido a la luz. No lo han visto, porque a causa de ese horario tan especial de trabajo, nadie madruga. Pero aquel día, un poco antes del mediodía, una de las mujeres, ya decolorada de la cara, vistiendo una bata suelta, transparente y desteñida, ha pasado por el sitio donde Víctor está dormido y lo ha descubierto. Está desnudo, con la barba crecida como ermitaño: las uñas largas, como ganchos, lleno de pústulas de humedad por todo el cuerpo blancuzco y de una capa de mucílago verde. Víctor no está nada agradable de mirar y ella ha pensado que está muerto. A pesar de eso , Jan -su nombre completo es Janet- ha logrado reponerse del sobresalto y ha seguido su propia curiosidad: ha rodeado a Víctor despacio, sin hacer ruido, lo ha mirado por todos lados, se ha acercado y se ha alejado, ha comprobado que está vivo y que es un macho y, por fin, ha decidido quedárselo y componerlo. Pero no es algo que se pueda hacer fácilmente, sobre todo en aquel sitio lleno de mujeres secretamente deseosas de posesión. No lo expresan tan claro, pero Jan lo sabe; ella misma no es diferente a las demás y quiere lo mismo: un hombre sólo para ella. Ja n ha pensado que aquello que parece el engendro de una bestia puede ser la oportunidad de cumplir ese deseo tan arcaico y tan frustrado. Cada noche Jan busca tener un hombre, y cada noche, se decepciona, porque cada cliente es efímero, a pesar de las fant asías de dominio que se producen en esa clase de trabajo. Jan no ha podido quedarse con nadie para siempre. No se ha apropiado de alguien por no pertenecer ella misma a alguien y su pasar se ha convertido en una rueda sin principio ni fin. Ella piensa que su vida es eso, una rueda de la fortuna, con muchos carritos en donde se acomodan los que pagan, y ya no importa quién es primero y quién es último, porque la maldita víbora de luces siempre se está mordiendo la cola.
Jan se ha parado un momento a pensar, tiene que actuar rápidamente antes que las demás descubran lo que ella ha descubierto.... a fuerza de jalar a aquel hombre, lo ha escondido en el mismo sitio de donde salió. Y así, Víctor, está otra vez en un rincón d e aquel lugar cerrado, húmedo y obscuro pero, esta vez ha penetrado dormido, porque no se ha despertado ni se ha dado cuenta ni ha sentido nada.
Pasó el tiempo y Víctor siguió durmiendo y Jan, como pudo, escondiéndose de las otras mujeres, lo limpió, le cortó el cabello y las uñas y, todas las noches, lo cubrió para que no sufriera fríos. Poco a poco se curaron las costras y las marcas de humedad en el cuerpo de Víctor. El agua limpia fue haciendo lo suyo, hasta que brotó un cuerpo nuevo de aquel manchado y blancuzco, porque Jan, como podía, lo acercaba, de vez en cuando, a la hendedura de luz para que se asoleara un poco. Lo visitaba temprano en la mañana o cayendo la tarde o entre cliente y cliente; se quedaba un buen rato, mirándolo primero, después admirándolo, como un escultor que se aleja de su obra y se asombra de lo que ha salido de la piedra. Esos cuidados la indujeron a quererlo como suy o y a mimarlo como si fuera un juguete vivo, aunque inerte. Jan, por fin, poseía su hombre, de ella y de nadie más.
Ella se había acostumbrado a entrar al escondite, sin hacer ruido, sin ser notada, para no despertar a Víctor. Pero Víctor despertó porque, por segunda vez, en todos esos años, volvió a sentir hambre. Abrió los ojos y recordó que había salido a la luz con mucho trabajo y que se había quedado dormido en el césped; todo lo supuso un sueño, porque allí estaba dentro de aquel lugar. Miró a su alrededor, y cuando se empezaba a reconocer como un hombre nuevo, entró Jan. En la media obscuridad, ella atrapó los o jos abiertos de Víctor y los miró fijamente. En aquel momento Víctor sintió que algo se movía en su interior, como la rotura de una costra, como un desprendimiento que le producía dolor y placer al mismo tiempo; por eso aceptó la mirada de Jan y a su vez la miró interrogante, asombrado, como hallando otro mundo.
Jan había estudiado, con mucho detalle, durante mucho tiempo, al hombre de su propiedad, por arriba y por abajo, de cerca y de lejos; conocía cada centímetro de su cuerpo. Lo había limpiado, lo había puesto al sol y hasta, alguna vez, lo perfumó. Pero ell a no había penetrado en el interior de Víctor porque eso sólo se puede hacer por los ojos, con una mirada fija, decidida y sin parpadeos y él había estado dormido.
Cuando Víctor se repuso del asombro, dejó de lado a Jan y continuó examinándose a sí mismo y descubrió su piel limpia, palpó su barba rasurada, se tocó el resto del cuerpo y lo sintió grande y fuerte. Con muchos trabajos se incorporó ante la vista de aque lla mujer desconocida. Jan contemplaba todo aquello entre asustada y pasmada, al punto de no pronunciar palabra. Quizás sintió miedo de perderlo pero ella siguió su instinto y esperó a que Víctor estuviera de pie para tocarle una mano con timidez, con cui dado, como se atrapa un pájaro temiendo que vuele. Víctor sintió la mano de Jan y, en ese preciso instante, se le vino encima, con violencia, el recuerdo de aquella primera mujer desnuda, cuando decidió morir naciendo al revés. Hizo un breve intento de hu ir otra vez pero vio que los ojos de Jan lo miraban diferente y se quedó.
¿Han notado cómo se acerca una mamá a su hijo pequeño cuando está enojado y triste?: lo ve con ternura, se aleja, se acerca otra vez, se vuelve a alejar, hasta que logra tocarlo, abrazarlo y calmar su llanto. Esa fue la escena que siguió, y así fue como J an empezó a darle amor a Víctor. Durante muchos años lo siguió haciendo y lo conservó en aquella bodega porque era su propiedad y, a escondidas de las demás mujeres, lo visitaba, hablaba con él y le llevaba el alimento que traía como abrazado en un pequeñ o bulto, siempre pegado al pecho. A Víctor le agradaba aquello y como ella reía cuando él jugaba consigo mismo, no extrañaba nada de su vida anterior. Jan siguió trabajando en el negocio de tocar y dejarse tocar y ahora con una verdadera razón para perman ecer en esa casa de las pruebas del pecado necesario.
Pasaron muchos años y Víctor siente hambre otra vez; pero en esta ocasión, no es un hambre común: desea probar algo diferente de lo que Jan le ha venido trayendo todo este tiempo. Víctor quiere volver a ver la casa y a aquella primera mujer desnuda. Nadie sabe por qué ese día recordó esa primera experiencia, porque ya se había olvidado de todas las mujeres desnudas: la primera lo dejó indiferente, se decepcionó, y también tuvo miedo.
Pero esta hambre nueva, a pesar del temor, es tan intensa, que Víctor sale por segunda vez: es de noche y huele a yerba y se ven las estrellas y se oye el gran mar y él lo siente todo y respira profundo; por eso siente que se ha rasgado un poco más la cos tra que trae metida abajo de la piel. Camina por el césped, poco a poco, muy despacio, trabajosamente pero erguido, hasta llegar a la casa que ahora también recuerda bien: todavía están de pie las columnas neoclásicas de madera pintada que dan entrada a u na terraza a media luz y que contrastan con la línea simple de la playa de donde viene el sonido de las olas.
Adentro hay gente y mucha bulla y Víctor tiene ahí un momento de duda, pero, poco a poco, se atreve a entrar, porque entre tantos y tantas, piensa que no lo van a notar. Busca con la mirada a aquella mujer desnuda y como no la encuentra decide salir. Otra mujer, a la que no recuerda, lo toma de la mano, suponiendo que aquel hombre desnudo ha bebido demasiado, y con palabras que él no oye bien, lo lleva arriba, a una de las habitaciones...
Esa noche en el lugar de las pruebas, de las pruebas de la hombría, la fiesta se acabó temprano: no está la música, ni los hombres. Ahí sólo están las mujeres; tienen más aflicción en la cara que maquillaje porque murió un cliente. Arriba en esa habitació n, una mujer encorvada por la resignación y por los años, llora bajito y acaricia con ternura la mano de un anciano. Ella, porque ya está muy vieja, sólo atiende que haya toallas en los baños y papel higiénico sobre las mesitas de noche de las habitacione s. Mientras tanto, abajo, una de las jóvenes, todavía a medio vestir, explica a las demás: "era un hombre muy viejo, lo encontré desnudo en la terraza y me lo llevé arriba; yo estaba con él cuando murió" y, con cierta sonrisa forzada y compasiva, como la que dedicamos a un niño desvalido, agrega: "¡el pobrecito, ni siquiera pudo!"
Tepoztlán, Mor. México,
febrero de 1994
Jorge Morfín, México DF © 1997
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El autor no ha sido un escritor profesional; su interés, relativamente reciente, por el cuento es la manera que ha encontrado para llenar aquellos huecos emocionales que siempre quedan en la vida por más plena que se viva. Es consultor de empresas, especi almente en los procesos de su dinámica emocional, y profesor en las materias relativas de la Universidad Iberoamericana, de la Universidad Nacional Autónoma de México y del Instituto Tecnológico Autónomo de México. Quizás por eso su interés por la narraci ón simbólica de las emociones humanas mas arcaicas. Este cuento, "Víctor", pertenece a una serie de cuentos llamada "Los espejos". Como el autor mismo dice: "he puesto a los personajes frente a su otro-yo-mismo, sin una intención de crueldad. Podría pare cerlo, porque los procesos internos frente a un espejo son terribles y dramáticos. Simplemente les he colocado el espejo en frente para multiplicar su interior y trasmitir mejor lo que están viviendo".
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