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La lechuza

Elisa rasgó el silencio de la casa al abrir el sobre. El escueto párrafo no dejaba lugar a duda, ni tampoco a la esperanza, sobre la causa de sus olvidos cada vez más graves y frecuentes. El diagnóstico justificaba su memoria descosida, que perdería progresivamente por completo.

Buscó consuelo en la fotografía donde ella y Pedro paseaban sonrientes junto al mar, al poco de conocerse. Imploró no olvidar su voz ligeramente grave y acogedora, ni el recuerdo de las caricias compartidas; ni siquiera, la sensación de vacío que le dejó su muerte. Miró la imagen con intensidad, deseando fijarla en las pupilas. Las lágrimas le nublaron la mirada y todo a su alrededor se diluyó en una mancha oscura. Una inesperada ráfaga de viento movió la hoja de la ventana con un vaivén seco y machacón. Por ella se colaron voces infantiles canturreando; aquella melodía sacudió el cuerpo y la memoria de Elisa. Necesitaba seguir el hilo de aquellos acordes inesperados. Salió de la casa a su encuentro, pero sus pasos desorientados se dirigieron hacia el bosque, dejando atrás las últimas viviendas del pueblo.

El nerviosismo y la impaciencia por encontrar algo que relacionara los sonidos con retazos de su memoria, le infundió una agilidad perdida hacía mucho. Caminaba por un sendero angosto y sombrío frecuentado durante años, pero desconocido para ella en aquel momento. Cansada, se detuvo en un pequeño claro del paisaje. Ensanchó los pulmones y dirigió la mirada hacia una parcela de cielo cruzada por celajes violáceos. Hasta ella llegaban mezclados los sonidos del viento, de las hojas de los árboles y de algún animal. Sumida en la penumbra, oyó algo que revoloteaba yendo y viniendo desde un granero en ruinas hasta las copas de los árboles. Elisa se acercó a uno de ellos. Las ramas la envolvieron y se sintió arropada. Escudriñó el ramaje y allí estaba la pequeña rapaz, una lechuza sujeta a la rama con sus garras. Pétrea, los ojos frontales oscuros sin parpadear; como aurículas en aquel corazón que daba forma a su cara. Un recuerdo empezó a deambular por su mente.

Dejó caer la espalda entre los surcos del tronco hasta quedar sentada sobre la tierra fría. Algo alentó a la lechuza, que voló hacia el granero con una suave vibración del aire. Los gritos del animal, bajo el tejado casi derrumbado, desgarraron el silencio húmedo, abriendo con el mismo ímpetu la memoria de Elisa.

Entre el asombro y la melancolía, recordó como una sola lágrima, gruesa y suplicante, manaba del ojo derecho de aquel niñorapaz en que se transformó Alex.

Elisa tenía trece años cuando le descubrió en la escuela del pueblo, como aparecido de la nada. Su mutismo, solo interrumpido por algún monosílabo, y su mirada continuamente ausente, estimulaban la curiosidad innata de la chica.

Aquel niño, algunos años menor que ella, le producía un tierno temor, y su presencia, una corriente imantada que la atraía cada tarde a sentarse en el portal de su casa, en el suelo frente a él. La joven observaba a distancia y en silencio cómo daba forma a todas aquellas líneas que salían de sus dedos, como hebras infinitas. Águilas, búhos, lechuzas, quebrantahuesos; todos despedazando víctimas débiles y atemorizadas.

Las tardes que compartieron se sucedían ajenas a todo; el tiempo se deslizaba entre la producción febril de Alex y el creciente interés de Elisa hacia él.

Los sábados, cuando había mercado, o los domingos, cuando llegaba el buen tiempo y los chavales correteaban con un incesante barullo, Alex se refugiaba de tanta algarabía detrás del árbol más robusto que daba sombra en una de las esquinas de la plaza del pueblo. Un verano, en plenas fiestas, un grupo de chicos corrieron hasta su escondite y le rodearon. Saltaban, gritaban, deformaban sus caras y contorsionaban sus cuerpos como poseídos por alguna fuerza maligna; hasta que se cansaron. Cuando todos se fueron, Elisa, desde las gradas improvisadas del teatro de marionetas, vio a Alex solo y paralizado. Se acercó a él y le observó con asombro. Su nuevo amigo, convertido en una de aquellas rapaces que dibujaba sentado en el portal de su casa todos los días, a todas horas, se mantenía con una sola piernapata en un equilibrio de mármol. Sus ojos grandes y almendrados, rasos, sin parpadear. Los brazosalas ahuecados, como dispuestos a echar el vuelo en cualquier momento. Como los seres híbridos de sus dibujos: aveshumanas, humanosaves con una fiereza en los ojos, en las garras y en las acciones, que se contradecían con su cuerpo menudo, la inexpresión de su cara, el color miel de sus ojos grandes y alguna sonrisa tensa que muy de vez en cuando esbozaba.

El tiempo se detuvo para Elisa, perdida entre las ruinas del granero y el chirriar de la lechuza. Con la llegada de la noche, todo en la arboleda se volvió sigiloso, impregnándose de una tranquilidad turbadora. Cuando el silencio profundo la acorraló resonaron en sus oídos las palabras que le dijo a su compañero aquel día de fiesta lejano:
—Te acompañaré hasta tu casa, Alex —dijo Elisa, alargándole la mano.

El cuerpo del niño se volvió cada vez más rígido; solo movía las manos lentamente, curvando las articulaciones, tensando las falanges.
—No te preocupes, te llevaré con tu familia; vamos, se hace de noche.

No pudo acabar de hablar; la piel de su mano se abrió bajo las uñasgarras de Alex. Del dorso lacerado de la mano de Elisa brotó sangre. Al dolor por la herida se le añadió el de la violencia inesperada de su compañero. El niñorapaz replegó de nuevo sus brazosalas fijando sus ojos en los suyos con rabia y con miedo. A Elisa no le fue difícil imitar el ronquido de una lechuza; de ella salieron unos gritos cadenciosos. Esperó impaciente, tensa. Un sonido casi imperceptible salió de la bocapico del niño; ella entendió la respuesta y le contestó con la misma baja intensidad. Él le devolvió un chirrido más firme y sonoro; ella volvió a contestarle. Después otra vez él, más seguro, más vibrante. Elisa siguió respondiendo; se sumergió en una comunicación enloquecida elevando los brazos, revoloteando a su alrededor. El cuello del niñorapaz inició un movimiento lento, a un lado, a otro. Un leve parpadeo.
—Tus crías te esperan en el nido, tienen hambre —el parpadeo se intensificaba—. Podemos volar juntos hasta el pajar de la casa donde anidan; estaremos protegidos —dijo Elisa.
—No pu-e-do. No pue-do —contestó Alex, mientras otra lágrima volvía a resbalar por su mejilla. Intentó seguir hablando, pero de su boca solo emergieron articulaciones mudas. El cuello palpitaba ahogando su propia voz, convirtiéndola en un alienígena dentro de aquel cuerpo infantil cubierto de plumas, que solo él percibía. Y dejó de respirar.

No respira, NO RESPIRA. La luna creciente proyectaba una luz anaranjada y cálida. La joven Elisa evocó la canción con la que su madre la protegía de los miedos nocturnos. E inventó una melodía para Alex, y para ella; sentía miedo y necesitaba consuelo. El pecho del niñorapaz se bombeó. Res-pi.-ra, respi-ra, RESPIRA. No dejó de tararear aquella melodía y el cuerpo de Alex se desentumeció. Los movimientos de la cabeza, las piernas y los brazos empezaban a recordar a los de Alex, su nuevo y singular compañero. La chica acarició la punta de sus dedos sintiendo la mano del niño agarrarse como un náufrago.

Abrigos, gorros y bufandas, camisetas y pantalones cortos continuaron abrigando o refrescando muchas más tardes compartidas en el portal. Hasta el día en que la mayoría de familias decidieron emigrar, privándoles de su tiempo en silencio. Nunca supo nada más de él.

Elisa, al recordarlo, junto al granero en ruinas, sintió mucho frio y buscó refugio en la tierra. Sentada sobre sus piernas, el círculo luminoso que proyectaba la luna le indicó el camino. Sus dedos apartaban la tierra alrededor del cuerpo. Las uñas se alargaban y endurecían; diez garras afiladas que cavaban cada vez con más ahínco. Los poros de la piel se le abrieron para dejar crecer un pelo grueso que la cubrió con rapidez. El cuerpo, extendido sobre el suelo, se le estiró. Sintió que la cabeza se le empequeñecía. Ya no tenía frio, solo unas inmensas ganas de que la tierra la acogiera. Sus poderosas uñasgarras cavaban cada vez más rápidas y ágiles. El hoyo coronado de tierra era profundo. Sumergió su cabeza en él.

El resplandor de la luna se fue haciendo cada vez más y más pequeño; un punto diminuto en su pupila, hasta desaparecer.

Esperanza Castro Villoria, España © 2024

mcastr29@xtec.cat

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