La sastrería era legal, con los papeles impresos y todo, aunque la mayoría de los trabajadores no lo fueran, pero no les hacían falta los permisos porque no sabían leer. ¿Para qué serviría un papel manchado de tinta si uno no le podía sacar ni una pizca de significancia? Además de ser un estorbo de comprensión, costaba dinero su sello de autentificación.
Mientras dormitaba, el dueño de la sastrería vigilaba el sonido de las máquinas y pronosticaba sus ganancias. También tenía un oído tendido a las contingencias del populacho, siempre presto para arreglárselas con sus empleados, los señores uniformados y los espías. Todo se podía descoser, enmendar, modificar y, más que nada, eliminar con un tijerazo bien dado. Era consabido por estos sastres de poca educación y mucho trote por el mundo que no existía un documento ni infracción que resistiera el tijeretazo de un billetazo.
La vida corría a la par con la aguja. Ambas dejaban sus huellas, una en las historias contadas, la otra en las vestimentas acabadas. Todo tenía su continuidad y lógica, que los sastres comprendían y compartían encorvándose sobre las prendas. Pero apenas caían en la cuenta de que los años calaban sus vidas al igual que las agujas sus telas. De repente, sus hijos estaban casados, unos idos y otras robadas. Qué cosas tan raras cosían sus agujas, de imprevistos enhebradas.
Cada prenda cosida tenía su valor contante y sonante. Tres, acaso cuatro veces al día, el dueño vaciaba las canastas en las que los trabajadores echaban las piezas terminadas como si fueran monedas insertadas en el cochinito de ahorros. Luego, el jefe hacía el conteo de las prendas y lo registraba en un cuaderno guardado bajo llave. Le estaba conferida la responsabilidad de adicionar, revisar y finiquitar las cuentas de sus sastres. A ninguna cabeza agachada se le ha ocurrido cuestionar sus cuentas a menos que tuviera otro trabajo apalabrado en alguna calle vecina y piernas mozas para evacuar sus carnes y huesos antes de que los alcance el bastón del jefe.
El dueño de la sastrería solía pasar horas arrimado a un brasero que devoraba cuanto carbón se le echaba. Al otro costado del dueño, yacía un calentador eléctrico con dos barras encandecidas. La barriga obligaba al jefe a recorrer sus sentaderas hacia el borde del sillón y rellenar con su espalda la concavidad que moldeó a su medida con su peso y el paso de los años. Justo detrás del soñoliento jefe, se erguía un enorme bastón apoyado contra la pared. Según este hombre de mando y contabilidad, el bastón servía de resguardo contra los ladrones y estafadores de todo tipo y colores que se atrevieran a incursionar en su territorio. Sin embargo, su único uso fue atestiguado en los momentos en que el jefe había perdido la paciencia con el atrevimiento o la torpeza de sus empleados de confianza.
El jefe solía jactarse de la paliza que aplicó a un representante de la cámara de comercio quien registraba desde la calle su producción y distribución, que obviamente estaban honradamente administradas. Sin embargo, esta historia permaneció sin confirmación a diferencia de la otra que la comadre Selma contaba año tras año cuando el jefe roncaba regado con aguardiente o estaba en el almacén revisando la merca.
–Me parece –Selma solía iniciar su relación con lentitud– que los del gobierno –y pronunció esta palabra con la punta de los labios para que no llegase a algún oído traicionero– quisieron presionar al jefe para que soltara más billetes y apalabraron con un golpeador que le suministre una advertencia.
Alrededor de Selma, los trabajadores tendieron oídos sin levantar cabeza. La mayoría se acordaba de la historia, pero estaban al acecho de algún detalle que se les había escapado o se les había olvidado. La historia de Selma sabía a un postre prometido y una y otra vez postergado por la vigilia inusual del jefe para esta época del año.
–Le dijeron al jefe –prosiguió Selma con cautela– que vaya en persona a explicarse con la gente, ya saben, sobre la nueva mensualidad. Cuando el jefe se arrimó a ese edificio, ya lo esperaban con su encargo. Dos uniformados estaban parados en la banqueta y solo le mostraron al hombre de camisa blanca a quién debía racionar su aleccionamiento. Y ya lo saben ustedes, a quien le tocaba una ración gorda.
–¿Quién era el hombre de la camisa blanca? –murmuró un joven al tiempo que enhebraba la aguja.
–Era uno de nuestras tierras. Les debía un favor o estaba en broncas con el jefe y se fijó el arreglo de ganar-ganar con los uniformados –Selma asintió para confirmar la veracidad de su historia.
–¿Y luego? –alguien llamó la atención de la comadre que parecía distraída por una manga que salió tantito más corta que su gemela.
–¿Luego qué?
–Pues, que pasó cuando se enfrentó el jefe con el... Camisa Blanca.
–Camisa Blanca no le dio tiempo de entrar –reanudó Selma–, se le dejó venir encima, miraba al jefe a los ojos y le decía a la cara lo que le esperaba. Mientras le predecía su mala fortuna, tenía los dientes apretados y sacudía la cabeza como un perro rabioso. Se le acercaba así, de paso largo de... ya saben –la mujer volteó de nuevo la manga, pero esta no creció ni un ápice.– ¿Qué pasó con esta manga? –se preguntó Selma.
–¿Le arrancó la manga al jefe? –preguntó alguien.
–Qué manga ni que nada –respondió Selma–. El jefe se dio a la fuga y el hombre lo persiguió gritándole cosas en nuestro idioma. El jefe corrió como un ganso despavorido. Luego, Camisa Blanca se paró y estalló a carcajadas, los uniformados rieron también y la gente se volteaba para ver el ganso espantado por el castigo de ser despluma’o.
–¿No habías dicho la última vez que nuestro jefe lo había enfrentado? –se escuchó una reclamación sobre la veracidad de lo contado.
–Sí, así fue. Cuando se dio cuenta de la vergüenza que lo perseguía, se paró y se dirigió hacia el hombre doblado de la risa. Pero este tomó vuelo, saltó como en las películas y le dio con los pies en la cabeza y el pecho. Se cayó el jefe, rodó, se le reventó el pantalón y se le salieron las sentaderas. Camisa Blanca soltó otro chorro de groserías que hilvanó con la punta del pie, ya saben dónde.
–¿Dónde? ¿Dónde? –chisporroteaban las preguntas a diestra y siniestra. La mujer apuntó con su mano hacia la parte inferior de su espalda y risas quedas cundieron en el taller.
–Pero eso no fue de risa, fue de serio la paliza. Llovían los golpes y patadas. Cuando el jefe protegía su retaguardia, le daba bofetadas y uno que otro puñetazo. Cuando trató de huir, lo molió a patadas. Se le abrió el pantalón de par en par y dejó escapar ruidos sucios. El de camisa blanca decía todo lo que le iba a suministrar y sin dilatación alguna pasaba a la obra, paf, paf.
La comadre Selma sonrió y reveló unos huecos entre sus dientes. Había gastado sus años y dientes trabajando “solamente un año más” para cubrir primero la infancia y luego la juventud de sus tres hijos. Cuando empezaba el oficio de costurera indocumentada pero guapa, hubo una primavera en la que los siete empleados, con los que contaba el taller en aquel entonces, no podían salir más que para cumplir con las necesidades de baño. Habían de coser, comer y dormir día y noche hasta perforarse un dedo con la maldita aguja o agotar la tanda de vestidos azules con cinturones blancos destinados a una importante casa comercial. ¡Qué cosa tan fea fue aquella primavera!
Entre risas y murmullos de la sastrería, alguien preguntó sobre el uso del bastón por el jefe para apaciguar a Camisa Blanca. La comadre se apuró a desenredar la confusión y confirmó que, efectivamente, intentó recogerlo tras la caída, pero el hombre lo pisó y machucó los dedos del jefe.
–Por eso, en días helados como estos –explicó Selma–, no se da abasto para calentar la mano derecha en el brasero. Dicen por allá que el calor de brasas quita el frío mejor que los calentadores eléctricos. Sabrá dios, pero fíjense nada más en su mano derecha, cómo oculta sus dedos machucados a hueso.
La puerta estalló contra la pared y la barriga del jefe destacó en el umbral. Se volteó a la izquierda, a la derecha y soltó una letanía de groserías cuyo filo dejó en ridículo el de las agujas.
–¡Les dejo un momento y se ponen a comadrear y holgazanear! –los gritos estremecieron el taller y el miedo puso un alto a la respiración de los sastres–. ¿Les caliento la sala y pongo agua corriente en el baño para que sean útiles o unos inútiles? Trabajen calladitos o se largan de aquí y rapidito –lanzó otra mirada a su alrededor y esta se resbaló sobre tres filas de nucas agachadas–. Debería echarlos en cadenas, como a esos orientales a la vuelta de la esquina, para que aprendan lo que significa trabajar de a de veras. Cada vez más tiendas me cierran sus puertas en las narices por sus tratos trabados con los orientales, mientras ustedes babosean y desperdician mi inversión. Ah, les daré su... –y su bastón dio un porrazo contra el piso de concreto.
Las máquinas avivaron su trote para amansar al jefe, pero sus dedos tiritaban. Los recuerdos de la vida sin trabajo se descosían del pasado y venían a espantar el presente. Sin paga, no hay comida ni cama, pensaron. Poco a poco, el ruido de las máquinas aplacó la rabieta del jefe y este se recostó en su sillón con una copita de licor casero.
Al salir de la sastrería, dos trabajadores cruzaron palabras sobre el berrenchín del jefe. El veterano dio a entender al novato que esa gritería del jefe no era más que una chispa de lo que hacía unos diez o quince años atrás. Cuando se le subía el aguardiente y agarraba su bastón, cualquier desgracia podía acaecer.
–Oye, lo de los orientales encadenados, ¿qué fue eso? –curioseó el novato.
–Cállate, no digas esa palabra por acá –lanzó su mirada al otro lado de la calle–, allí está su fortificación. Tampoco andes pisando su banqueta. Nosotros por acá, ellos por allá y calladitos somos los mejores vecinos.
–¿Por qué no mencionar la palabra orien... esa palabra? No entienden nuestro idioma.
–Mira, cuando quieren entender algo, lo entienden en cualquier idioma. Y si no quieren entenderlo, en ninguno.
–¿Es cierto que están encadenados? –la imagen siguió revoloteando en la mente del novato.
–No sé, todo es posible y nada es seguro, pero si te arrastran allá adentro, nunca más volverás a ver la luz del día. Te lo aseguro, y no hay muchas cosas que te puedo asegurar en esta ciudad de luces, mafias y sexo –y el veterano de la sastrería se apuró a cambiar de tema para pasar a algo provechoso–. Oye, me trajeron unas salchichas de la casa el mes pasado y tengo pan para una semana. ¿Tienes tomates que prestarme?
–Compré tomates y los escondí bajo la cama –confesó el novato–. A ver si siguen allí, comparto la habitación con un holgazán dedicado a la comelón-manía.
–Si tienes, me prestas un par y te los regreso en la próxima, para que no echen raíces bajo tu cama.
Los tomates fueron prestados y el novato se acostó con la panza vacía y la cabeza repleta de imágenes. Caras orientales y cadenas se sucedían en sus sueños. Se estremecía, pataleaba, despertaba y se dejaba llevar de nuevo por las pesadillas.
–Ya me tienes harto con los rechinidos de tu cama –le gritó el compañero de cuarto al novato–, vete al baño de una vez.
El siguiente día, la rutina retomó sus derechos, tantito más lenta que de costumbre. El novato se movía con indolencia pensando en cosas ajenas a las prendas que cosía. Luego de una jornada de doce horas de vibraciones e hilos enredados, no tenía otras ganas que las de zambullirse en la oscuridad de su cuarto y hacerse bolita en su colchón ahuecado. Pero en el sueño, cosía y recosía una prenda que se descosía. No la pudo acabar ni desechar.
A la vuelta de un par de semanas que lo llevó a los albores de las fiestas navideñas, el novato se dio el gusto de tomar a pequeños sorbos una copita o dos en un bar subterráneo que llevaba un compatriota de buena onda. Regresaba a su cuarto de paso alegre y mente aligerada. Por primera vez en su vida, llevaba dinero en el bolsillo y este le hacía cosquillas. Sonreía planeando los deleites que le proporcionaría su presupuesto de hombre hecho y derecho.
Cayó en la cuenta de que no había movimiento en la calle de los orientales, que los compañeros de la sastrería apodaron La Lámpara de Aladino. Su angostura desmotivaba el tránsito y solo un par de luminarias amarillentas parpadeaban por encima de su cabeza. El novato dejó rodar con discreción un par de vistazos por ambos costados del callejón, sin toparse con ningún impedimento para una indiscreción.
Sin pensarlo dos veces, el novato cruzó la calle e incursionó en la cuadra de los orientales por la primera entrada que se presentó a su paso. Al otro lado de la cortina que camuflaba la entrada, se desplegó un dédalo con paredes de lienzo. Se sintió flotando entre aquellas telas que ondulaban en el aire de los abanicos ubicados al otro lado. Tuvo ganas de ser niño y jugar a escondidas. Avanzó oscuridad adentro por la derecha, dobló a la izquierda y reparó ante un pasillo de tierra batida. De ambos lados, colgaban cortinas de lienzo que por aquí y por allá dejaban escapar angostas franjas de luz.
Invadido por la sensación de libertad, el novato reanudó su paseo con desenvoltura. Después de todo, pensó, es tiempo de compras. Si me cachan, pediré que me vendan unas prendas orientales para regalos de Navidad. ¿Quién puede reprochar algo a un potencial cliente de cara bonita? No se dice por nada que la cara del santo hace milagros. Al transitar por el camino de sombras, el novato pulió mentalmente su justificación por el allanamiento como preámbulo de la retirada exprés: ¿no es así, compadre oriental?, no entender, ¿la prohibición de qué... de entrar?, perdón, perdón. Y córrele mano, pon a salvo tu pellejo.
De improviso, se dio cuenta que su pecho vibraba debido al trote de las máquinas de coser. A tal punto este alboroto se volvió parte de su vida que a menudo pasaba desapercibido. En el laberinto de Aladino, el zumbido metálico era llano, sin altibajos ni sonidos dispares. Su uniformidad recordó al novato el ronroneo del camión en el que dormitaba al lado de su padre mientras este enfilaba las carreteras que llevaban hasta los confines del mundo y de regreso a casa.
Una silueta apareció al fondo y estremeció al novato. Este empujó una tela, se escabulló en el interior y quedó cegado por el resplandor. Al recuperar la vista a medias, quedó atónito ante hileras de ojos rasgados. Lo observaban sin parpadear. El tiempo y el sonido fueron cortados de tijeretazo. Los cuerpos de los sastres orientales quedaron congelados en la postura de trabajo, solo sus cabezas se desviaron hacia él. Vio caras embarradas, ropa cayéndose en pedazos, llevaban sandalias y zapatos en su tercera edad. Se parecían a personajes de alguna película que se desprendieron de la cinta cinematográfica y se amontonaron en el dédalo de Aladino.
Huyendo de los ojos azabaches, la mirada del novato se deslizó por el piso de tierra batida que se abría paso entre las máquinas de coser y la pared de tela. Una fila de tobillos estaba enredada en la telaraña de cadenas, esposas y cables. Las ataduras fijaban la carne humana a cualquier objeto sólido que encontraban a su alcance: tubos, máquinas, barras. El novato sintió un retorcijón en sus entrañas y pensó que iba a echar sus tripas por la boca, pero logró apaciguar la conmoción y juntar las manos como si estuviera rezando para manifestar su miramiento por las personas provenientes de otros territorios.
Un par de sílabas petardearon en el taller. Las cabezas se agacharon y las máquinas retomaron el zumbido acostumbrado. Enfrente del novato, una mujer de cabello grasoso levantó la mirada hacia el intruso y la bajó hacia su tobillo encadenado. El novato quedó absorto por el cuerpo arqueado de la mujer, una curva continua se proyectaba desde la base de su espina dorsal hasta la nuca. Sus vértebras se dejaban contar una por una bajo la camisa desgastada.
El intruso tardó en percatarse que los ojos de la misma mujer le señalaban, ahora más enfáticamente, el fondo del recinto. Allí, un hombre chaparro de rasgos orientales hizo un ademán con el dorso de sus manos para ahuyentarlo como si fuera un perro callejero que se introdujo en su patio.
El novato se volteó, falló y, luego, acertó en dar con la cortina que servía de puerta. Descaminó el pasillo, desembocó en la calle y se despidió del taller de Aladino dando talonazos a punto de desprender las tapas de sus zapatos. Afiebrado, sintió la relatividad de la distancia. En un abrir y cerrar de ojos, una cosa tan cercana como su cuarto podía alejarse hasta lo infinito. Por un momento, fue preso del espanto de nunca llegar a tirarse en su catre ahuecado.
El siguiente día, la mente del novato trazó en un parpadeo una nueva ruta de desplazamiento. La calle de los orientales permaneció vedada por un tamborileo en su pecho que se avivaba cada vez que por allí su mirada se desviaba. Cambió el lugar de aprovisionamiento para permanecer a distancia segura del dédalo de Aladino. Empero, las noches se volvieron calurosas y se dieron a la tarea de ensoparlo en sudor tan pronto como este se dejaba vencer por el sueño. En lo más hondo de su dédalo nocturno, se encendía la lámpara de Aladino y alumbraba caras embarradas.
Para reponerse de los estragos nocturnos, el novato decidió tomar todo un día de descanso que el jefe autorizó con una expresión de desdén. Seleccionó el miércoles y celebró su atrevida solicitud de descanso con papas fritas, caminatas por las avenidas y la vista de escaparates con luces navideñas. Poco a poco, adquirió la costumbre de echarse en el bolsillo una botellita de aguardiente conseguida a precio de amigo, que lo acompañaba a lo largo de sus excursiones.
En un parque velado por un campanario gótico, se estiraba con gusto sobre una banca oculta entre matas y arbustos. Anestesiado por el aguardiente, nunca sintió una pizca de frío que se asentó en la ciudad junto con la nieve. En una ocasión, no pudo resistir las ganas de tirar una pedrada, pero no muy fuerte, a un perrito blanco sin un pelo de pudor que se complacía en cumplir con sus necesidades justo enfrente de él. Y como si fuera poco, el perro se puso a rasgar su baño campestre con las patas traseras para compartir sus contenidos con el novato. Quién hubiera pensado que ese perro enclenque y medio rasurado era capaz de lanzar gemidos y ladridos de tanta resonancia por una pedrada de la nada.
Un gendarme ocioso se percató del delito y, motivado por su amargura profesional, se puso a perseguir al infractor. Huesudo pero veloz, el representante del orden público obligó al novato a dar lo mejor de sí mismo. Este voló más recio que su pedrada, se escurrió entre las defensas de coches, cruzó las calles y se perdió entre las esquinas. Salvo este perro mal portado y un gendarme mal humorado, los miércoles eran un oasis de paz que culminaba con la caída brutal en la cama. El sueño le cerraba los ojos antes de que tocara el colchón.
Durante un miércoles de excursión, alterado por una disputa sobre la calidad y el costo de una torta de carne tendinosa que puso a prueba sus dientes y paciencia, el novato tomó más tragos de lo acostumbrado de su botellita escondida y se metió en unas instalaciones gubernamentales para denunciar al dueño de este establecimiento fraudulento y, por encima de todo, insalubremente grasoso. Uno podía patinar sobre el piso y estrellarse contra la pared. Peligro e insalubridad, insalubre peligro, según cualquier norma de esta ciudad de luz y honra.
Dentro del establecimiento gubernamental, sus palabras de extranjero e inexpertas en asuntos administrativos se toparon con caras severas, palabras incomprensibles, escritorios cubiertos de archivos y, en un estado de mareo, cruzó palabras con alguien que se autonombró traductor oficial. Este llevaba corbata y saco, también prestaba atención a todo lo que el novato le contaba salvo su deseo de interrumpir esta lluvia de preguntas para regresar a su casa porque el siguiente día tenía que madrugar como toda la ciudadanía honrada.
No pudo zafarse de este cerco de corbatas, ni al baño lo dejaron ir solo. Empezaron a pasarlo de una oficina a otra como si estuviera de visita. Les contó sobre su oficio y al hablar de su sastrería se acordó de los orientales encadenados. Irritado por el palabreo críptico y sonrisas sarcásticas, les sugirió que se pusieran a investigar ese negocio de encadenados, en lugar de molestarlo a él, persona trabajadora y honrada hasta el tuétano.
Al escuchar su amable sugerencia, un señor volteó la cabeza como si hubiera recibido una bofetada, otra cara salió retorcida como si hubiera engullido diez chiles a la vez, y alguien preguntó algo adicional sobre los orientales. El palabreo del traductor avanzó con rapidez y a medio entender. Pensó que iba a dar al calabozo por el mal sabor de boca que le habían dejado estas entrevistas insoslayables, pero de un portazo terminó expulsado al frio de la noche.
El golpeteo de las máquinas de teclear y las voces parecidas al gorjeo de tecolotes lo desorientaron a tal punto que deambuló hasta altas horas de la madrugada buscando su apartamento. Todos los edificios se veían igualitos, oscuros y cuadrados, pero su llave no encajaba más que en una cerradura de la puerta de entrada y falló una y otra vez antes de atinar con la correcta.
Un par de noches tras su paseo por las instalaciones gubernamentales, despertó sobresaltado. Pensó haber escuchado unos vocablos entre extraños y familiares, pero no llegó a concluir si provenían del sueño o de la calle. Titubeó hasta la ventana y desempañó el cristal. Abajo, una fila de personas manaba de la calle La Lámpara de Aladino, efectuaba una curva perfecta para doblar la esquina y subir al primero de dos camiones estacionados en la avenida. La curva parecía hecha con compás y la distancia entre los caminantes ni más ni menos de dos pasos. Sus pies se posaban en las huellas dejadas en la nieve por sus compañeros. Parecían sonámbulos e imperturbables en su paseo nocturno.
El novato se preguntó si seguía soñando y, para comprobar su presencia en el mundo de seres de carne y hueso, pinchó el bulto de su compañero de cuarto quien respondió con una patada. El novato bajó a la calle descalzo y observó los cuerpos encorvados que seguían compactándose en el camión. Una persona de la fila se volteó y su rostro lanzó una señal de destreza que ninguna aguardiente sería capaz de deslavar de la memoria del novato. Que el destino no sea demasiado cruel contigo, le deseó en sus pensamientos.
El novato quedó en suspenso ante el desfile cuando un vigilante se le acercó y le compartió, junto con su vaho, todo un abecedario de fonemas y sílabas orientales. El novato se retiró a su cuarto y se encerró en un sueño de escalofríos. Se estremecía una y otra vez, pero se rehusó a abrir los ojos antes de que amaneciera.
Cuando se levantó, se vistió tembloroso, bajó a la calle, notó un par de ojos felinos de dudosas intenciones, se alejó lo más posible de la zona peligrosa, rodeó un par de edificios, subió por una rampa y entró en su sastrería.
Pocas personas levantaron la mirada para responder a su saludo. Los atrevidos se ingeniaron para emitir sonidos con bocas cerradas y miradas ocupadas. Desde el fondo, el jefe lo conminó a acercarse. El novato cumplió con la orden, puso la cara de santo y esperó el milagro. El jefe se volteó hacia la puerta de entrada. Allí estaba parado un hombre alto, rubio, de traje. Este asintió y se retiró.
–Muerdes la mano que te da de comer –comentó el jefe intentando controlar el desasosiego que se apoderaba de sus cuerdas vocales.
–¿Qué hice? –la duda cundió en la voz y la cara del novato.
–Claro, el joven no sabe qué ha hecho de malo –sonrió el jefe y lanzó una mirada hacia sus trabajadores–. Fue al edificio del gobierno, delató a los orientales y, ahora, todos se preguntan si no lo hubiera planeado yo para deshacerme de estos...
–No quise, jefe –alzó la voz el novato–. El traductor se enredó y quién sabe qué dijo. Yo solo quise denunciar al... que me había cobrado lo doble por una torta de carne tiesa y papas asquerosas...
–Bueno –el tono y la expresión del dueño dieron muestras de su comprensión–, lo que tú debes hacer es no pensar ni hablar. Eso no fue hecho para ti. Lo bueno es que ellos saben que yo sé cómo funcionan las cosas y que nunca te enviaría a ese lugar para que tú delataras a los orientales. Sin embargo, tengo que mandar una muestra de buena fe y compensar sus pérdidas por la mudanza que tú ocasionaste. ¿Me entiendes? No digas nada, por favor, solo mueve tu cabeza –el jefe se inclinó hacia el novato y este asintió.
Sin previo aviso, el bastón se estrelló con la furia de todos sus nudos contra la cara del novato. Mientras se detenía a una máquina de coser, otro bastonazo dio contra su nariz y el novato escuchó un crujido de chapulín pisado. Sus piernas se doblaron y el novato quedó sentado al pie de una máquina, como si estuviera gozando de un descanso en plena jornada. Un chorro de sangre bajó de su nariz haciéndole cosquillas, embarró sus labios y se escurrió por el mentón.
–Bueno, como somos del mismo pueblo y buena gente, te dejo ir así –con una expresión de bonachón, el jefe se volteó hacia dos hombres parados a su lado–. Llévenlo a su cuarto por La Lámpara de Aladino, pero sin pedir disculpas a nadie y sin limpiar la nariz de este mocoso. Que pase lo que pase –y lanzó una mirada severa hacia los hombres encargados de la tarea–, llévenlo derecho a su cuarto sin una palabra a nadie. No queremos más equivocaciones. La palabra no fue hecha para todos.
Pol Popovic Karic, México © 2025
pol.popovic@tec.mx
Pol Popovic Karic nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió en Marruecos, Estados Unidos y ahora radica en Monterrey, México. Es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, miembro del Sistema Nacional de Investigadores e integrante de la Academia Mexicana de Ciencias. Ha escrito artículos académicos, libros y cuentos en serbio, francés, inglés y español. Sus autores favoritos de la lengua española son Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Gabriel García Márquez y Luis Martín-Santos.
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