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Calima

Sus ojos poco a poco se abrieron. El dormitorio lucía desordenado bajo los tenues rayos de luz que se colaban entre las rendijas de las persianas. Miró a su derecha y pudo ver el cuerpo desnudo tumbado sobre la cama. La piel morena y el cabello castaño alborotado. Tomó el despertador con la mano: eran ya las ocho de la mañana.

Comenzaba marzo como terminó febrero, con la calima azotando las Islas Canarias y con las dudas sobre su futuro aún sin resolver.

Desde el precario ático se podía ver ambas direcciones de la ciudad: el este por la ventana del dormitorio, donde el sempiterno sol canario ya había hecho acto de presencia, y el oeste por el pequeño balcón, desde dónde se podía ver la Playa de las Canteras y las líneas de las marejadas que azotaban sin piedad la costa norte de Gran Canaria. El anuncio en AlquilerEnema.com prometía un gran ático de lujo, pero aquello no era más que dos grandes trasteros de azotea que habían sido reconvertidos ilegalmente en un ático de unos cuarenta metros cuadrados situado en un pequeño edificio de tres viviendas cercano a la playa. Setecientos cincuenta euros les salía la broma, una prueba más de que el mercado inmobiliario se había vuelto loco en todo el país. Cualquier cosa por estar cerca de las olas…

Mikel se asomó por el balcón. Febrero había sido un mes muy frío en Canarias. Su familia era oriunda de la zona de Bakio, pero, desde que tenía memoria, solían pasar los inviernos en Lanzarote donde él y sus hermanos se enfrentaban a las potentes olas de fondo volcánico de la isla. Pero este invierno había sido distinto. Había conocido a Idaira hacía poco más de un año, cuando había viajado a Gran Canaria desde el retiro familiar con unos amigos para pasar el puente de la Constitución. Poco tiempo después de conocerla, comenzó una relación con ella.

Idaira era una mujer de veintisiete años, ocho años más joven que Mikel. Era monitora de gimnasio, una ecologista radical y una persona bastante independiente. A pesar de que siempre se había dicho a sí mismo que el amor no era para él, había renunciado a su Euskadi natal para irse a vivir a aquel cochambroso ático con aquella canaria.

La ciudad se despertaba cubierta a partes iguales de tierra marrón de la calima y los desechos de la Gran Cabalgata del Carnaval que se había celebrado durante la noche. El cielo seguía mostrando aquel color naranja apocalíptico. Había llovido, por lo que las calles y las azoteas de la ciudad se mostraban como un lienzo de pintura marrón y mugre lujuriosa descolorida. “Es como si Picasso hubiese vomitado desde el cielo”.

Desde el balcón miró la zona de la Cicer, el tramo de playa anexa a la barra de lava volcánica que protege la Playa de las Canteras. El Bufo, la sección central, rompía grande y glassy pero ya mostraba una creciente multitud de locales. Mikel sabía que el problema del localismo era generalizado en el mundo del surf, no sólo en Canarias. Él mismo había vivido algunos altercados en Mundaka cuando era adolescente o en Zarautz, donde vivía su problemático hermano mayor, Kepa. De hecho, en algún spot secreto de Galicia le habían abierto una ceja por creerse el dueño del pico. Salvo algunas contadas excepciones, los canarios siempre le habían parecido gente hospitalaria y con una forma de ver la vida más sosegada y sencilla que en otras partes de España, pero la cosa podía cambiar cuando uno entraba en el agua. Algunos locales podían ponerse bastante territoriales, sobre todo con los peninsulares.

Mikel volvió a mirar hacia el Bufo. Idaira le había contado que los días en que la Cicer mostraba esa cara eran raros. Hace décadas quizás pudo ser normal, pero la continua sustracción de los fondos de arena y las obras del paseo marítimo habían desfigurado la ola. Era un problema común en las olas urbanas de todo el país. La actividad urbanística corrupta en las costas españolas no entiende de conservación natural ni mucho menos de olas perfectas.

El Piti, el pico situado más al norte, tampoco estaba mal y no había mucha gente. Quizás podrían surfear allí y luego almorzar en alguno de los restaurantes del paseo de la playa, pensó, entre la masa de turistas que peregrinaban todos los inviernos desde los lugares más recónditos de Europa en busca de buen clima.

Idaira se despertó. Se puso el bikini rápidamente y colocó la mochila con los bártulos al lado de la puerta. Acto seguido se metió en el baño y corrió la cortina. En aquel ático no había puertas.
–La Cicer –anunció Mikel mientras Idaira orinaba–, metro consistente. Irá a mejor durante la mañana.
–No la llames la Cicer –ordenó Idaira desde el baño–. Cicer significa “Compañía insular colonial de electricidad y riego”, era la vieja fábrica eléctrica de la zona. No es un nombre apropiado para una playa.

Idaira había pronunciado la palabra “colonial” con signos evidentes de estar molesta.
–¿La playa de Guanarteme? –preguntó Mikel tratando de corregir su error.
– Paso –dijo ella–. No quiero pisar esa arena después del Carnaval y si está rompiendo bien, se va a llenar de gente.
–¿Prefieres el Confital?
–Ya has visto cómo se llena estos días. Además, todavía no voy bien cuando está tan grande y el otro día te miraron mal allí.

Mikel sonrió. Idaira salió del baño sujetándose el pelo para recogerlo en una coleta.
–Me miran mal por tener como novia a una canariona como tú –dijo mientras la atraía hacia si y la besaba.
–No. Es porque le saltaste la ola a uno –le recriminó Idaira mientras le mordía el labio con cierta violencia–. Menos mal que tampoco era un local…

Decidieron dirigirse a la costa norte. Entre Arucas y Gáldar hay una gran cantidad de rompientes que se pueden surfear. Mikel no suele comer mucho antes de tener una sesión mañanera, pero ese día decidió desayunar fuerte: leche desnatada con cereales, algo de fruta y una tostada de pan integral con margarina y mermelada. Básicamente, todo lo comestible que había en el ático, sin contar lo que uno podía encontrar bajo los almohadones del sofá.

Durante el viaje en coche de poco más de media hora, la costa norte se fue mostrando ante ellos inusualmente desierta y con olas potentes. La tormenta de calima le daba al paisaje norteño, generalmente tranquilo y armonioso, un aspecto crepuscular. A duras penas podían ver las grandes líneas acercarse ordenadas hacia la costa entre la espesura de la lluvia de tierra, mientras el spotify del móvil de Idaira escupía temas aleatorios de Beri Txarrak, Metallica, La Polla Records, Dikers, Eddie Vedder y una cantidad ingente de canciones de reggaetón, prueba de que, en más de un año de relación, no habían podido ponerse de acuerdo sobre qué música debía sonar por los altavoces del coche.

Decidieron parar en algún lugar entre San Andrés y San Felipe, ya pasado el pueblo costero de Bañaderos, en una rompiente escondida que parecía funcionar bastante bien. La época de olas en Canarias, la cual comienza en octubre y termina en marzo, estaba dando sus últimos y bravos coletazos. Mientras ambos se embutían en sus trajes de neopreno y daban cera a sus tablas, Mikel le pidió concentración con un gesto a Idaira. Habían realizado aquel silencioso ritual miles de veces durante el último año.

Es cierto que aquella zona de Gran Canaria no tiene tanta calidad como otros lugares míticos de Canarias, ya sea El Quemao, El Frontón, El Confital o Las Americas, pero cuando quiere puede dar sesiones memorables. En invierno hay que tener cuidado en rompientes alejadas de zonas urbanas como aquella porque pueden ser traicioneras. Más si cabe, contando con mucho mar de fondo como aquel día, la calima que no te permitía ver más allá de unos metros de distancia y olas que no tardarían en superar holgadamente el metro de altura como indicaba el parte de olas para aquella mañana.

Bajo el cielo anaranjado, bajo una neblina irrespirable de polvo en suspensión, comenzaron a surfear sobre olas de un metro consistente. El comienzo de la sesión fue productivo. Mikel agarró dos buenas derechas y en la siguiente se aventuró dentro de una enorme izquierda que cerraba. Idaira pilló dos izquierdas elegantes donde dejó su impronta con una serie de furiosos cutbacks y luego logró el primer tubo de la sesión en una derecha que acabó colapsando violentamente sobre ella.

La cosa comenzó a ponerse peliaguda a la hora de estar en el agua. Las olas aumentaban de tamaño y ya superaban el metro y medio. Ambos se ayudaban y animaban, aunque sin palabras. Una mirada entre ellos bastaba para saber lo que estaba pensando el otro. Mikel se había sorprendido del nivel de conexión que, como pareja, había alcanzado con Idaira, tanto en el surf como el día a día.

Después de que cada uno encarara dos violentos cerrojazos, Mikel bajó una bomba de dos metros que lo engulló arrastrándolo por el fondo. El golpe en el costado fue duro. Logró salir a flote sin problemas, aunque jadeaba por el esfuerzo y por el polvo en suspensión que comenzaba a infligir fatiga en sus pulmones. Se palpó la zona del golpe para ver si la roca había penetrado el traje de neopreno, pero todo estaba bien. Dolorido, pero bien.

Miró a Idaira situada en el line-up. Idaira era una gran surfera, lo llevaba en la sangre. Gracias a sus estudios de educación física y a su preparación en el gimnasio, había potenciado sus cualidades para surfear. Lograba inyectar mucha potencia a sus movimientos sobre la tabla. Con aquella musculatura y su forma de encarar la ola, a Mikel se le antojaba que Idaira era una versión femenina de Michel Bourez. Pero tenía un punto débil sobre el que llevaba tiempo trabajando: cuando la sesión se ponía realmente grande y difícil, su rendimiento bajaba ostensiblemente. El temor la agarrotaba. Era todo mental.

Él sabía que no podía ayudarla en eso. Cuando era pequeño, Kepa, que había sido su mentor en el mundo del surf, le había explicado que surfear es una lucha individual contra los propios límites. Puedes estar en el agua con doscientas personas a tu alrededor animándote, pero, a la hora de la verdad, eres tú –y solo tú– el que decide si ir o no ir. 

Idaira debía superar aquella barrera mental por sí misma.

Mikel volvió nadando al pico mientras las olas seguían creciendo en potencia y tamaño. Sabía que ella le buscaba con la mirada. Él trató de recuperar la compostura después del revolcón y mostró el mejor semblante que pudo. “Podemos con esto”.

Mikel volvió a pillar otra bomba de dos metros. Esta vez de derecha. Buen tubo, logró zafarse del cerrojazo que le esperaba a la salida. Se sumergió entre la gran espuma y, al volver a la superficie, miró hacia el pico. Idaira había dejado pasar una serie completa. Buenas olas echadas a perder. “Vamos, coño. Tú puedes”.

Entonces la vio. A través del espesor de la calima apareció una serie que parecía haber salido del puto infierno. ¿Dos metros y medio? Quizás más. Aquella serie amenazaba con barrer toda la zona. Mikel tendría que sumergirse varias veces, pero Idaira, que se había adentrado demasiado estaba en el lugar perfecto para coger alguna de aquellas bombas. Dejó pasar la primera ola, y desapareció. Mikel, antes de zambullirse, logró ver a Idaira sobre la cresta de la segunda. También la dejó pasar.

Ya pensaba que Idaira no iba a atreverse, pero cuando Mikel emergió de la tercera la pudo ver. Era la cuarta ola de la serie. Chica inteligente. La sombra que proyectaba la ola era oscura, como un agujero negro en mitad de un océano color tierra. Idaira enfiló, remó con potencia y se puso de pie para encarar una arriesgada bajada por los aires y un más que posible wipeout… pero no, en el último momento enderezó la tabla, clavó el brazo derecho en la pared, la mano izquierda se aferró con nervio al canto y, casi girando en el aire, se metió en una concavidad oscura del tamaño de una guagua.

Mikel volvió a sumergirse mientras Idaira pasaba surfeando por encima de él. La pudo ver con la mirada perdida en la pared interminable de la ola y la musculatura tensa por el esfuerzo de controlar la potencia de aquella bestia.

El tubo casi le succionó hacia atrás cuando trataba de pasarla por debajo. Emergió entre la estela de espuma y gotas en suspensión que había dejado tras de sí la ola y, mientras mantenía un ojo en la última de la serie que amenazaba con romperle justo encima, pudo ver la estela que dejaba la tabla de Idaira sobre el labio. Mikel no tuvo que hacer mucho esfuerzo para imaginar lo ocurrido. Idaira saldría del tubo y nuevamente se encontraría con un cerrojo de mil infiernos, pero en lugar de dejar que le cayera encima, habría tratado de realizar un air reverse. Un truco que llevaba tiempo practicando en olas más pequeñas. El golpe debió ser violento.

Al emerger de nuevo, Mikel perdió de vista a Idaira. Se asustó al no verla ni a ella ni a su tabla. Aprovechó la primera ola de una serie pequeña para llegar cerca de la orilla. Oteó durante unos segundos interminables la zona buscándola. Entonces, se percató de una mujer que salía del agua entre las rocas. Era ella. Había partido la tabla.

Mikel llegó a la orilla esperando a una Idaira cabreada, pero nada más salir del agua, ella corrió hacia él sonriente.
–¡¿Viste eso?! –preguntó ella eufórica.

Se abrazó a él con fuerza.
–Vi la bajada –logró decir Mikel conteniendo la alegría.

Ella se quedó con los ojos en blanco, como tratando de recordar las sensaciones. Como si intentara con todas sus fuerzas grabar aquel momento en su mente para no olvidarlo jamás.
–El tubo parecía un túnel –dijo, por fin, excitada–, pero, al salir de él, la ola iba a romperme encima. Traté de hacer un aéreo, pero aterricé mal.

Por suerte, el revolcón no fue muy dañino. Idaira lucía con falta de aíre, pero sin ningún rasguño. La tabla, por otro lado, estaba rota en tres trozos.
–Es la que me regalaste –dijo Idaira como excusándose.
–No importa –dijo Mikel–. Lo importante es eso.

Mikel señaló el mar, donde las olas comenzaban a disminuir su potencia.

Idaira le miró con ojos brillantes.

Decidieron dar por finalizada la sesión mañanera e ir a almorzar a un restaurante de la zona. Calamares, papas arrugadas, ensalada y agua mineral. Después fueron al coche, hicieron el amor a la manera violenta a la que solían hacerlo y dormitaron bajo un montón de ropa, esperando que las condiciones mejoraran un poco para una segunda sesión.

Mikel podía oler el agua salada de los trajes de neopreno tendidos sobre el capó del coche.
–¿Qué vas a hacer cuando termine el invierno? –preguntó Idaira sacándole de sus pensamientos.

Mikel dudaba sobre su futuro. En Euskadi le esperaba su familia y un trabajo seguro. Aquella era su tierra, el gran amor de su vida. No tenía estudios y llevaba toda la vida con trabajos de medio pelo que le daban suficiente para seguir viajando y surfeando. Pero con treinta y cinco años había llegado la hora de asentarse y tener un trabajo de verdad y su tierra natal le aseguraba eso. Pero, por otro lado, sentía que quería estar con aquella mujer. Sentía que, quizás, después de todo, la amaba. Pero en Canarias había poco trabajo y el que había era precario. Para añadir más incertidumbre, desde China llegaban extrañas noticias sobre una epidemia que asolaba Wuhan. Sí, el futuro se presentaba impredecible, pero aquellos momentos vividos nadie se los podría arrebatar.

Mikel abrazó a Idaira. Ninguno dijo nada.

Gabriel Domenech Cabrera, Islas Canarias, España © 2021

gabrieldomenech@gmail.com

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