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Criaturas

En un día de sol, el descubrimiento de las ruinas no lo habría afectado.

Mauro se había mudado a esa ciudad después del accidente, cansado de las miradas compasivas y de las preguntas indiscretas. No tenía amigos ni la intención de hacerlos. Apenas intercambiaba un saludo con los vecinos cuando era inevitable.

Por eso, porque no había llegado a conocer del todo el lugar, la tarde en la que caminó hasta el parque Independencia a pesar del clima hostil, sintió una conmoción al descubrir el zoológico abandonado.

La llovizna impregnaba los restos con un silencio opaco. Los escombros, los alambrados vencidos, los desvaídos carteles, contaban que desde hacía mucho ese lugar no alojaba rugidos y gritos, ni soportaba la algarabía dominical de los visitantes. Era como si un empleado negligente se hubiera olvidado de mandar una cuadrilla de demolición y los trágicos esqueletos hubiesen quedado en un sitio intermedio, ni dentro ni fuera de la tumba. Lo mismo le había pasado a él.

Enseguida supo que ese sería el escenario de su próximo libro. No intentó conocer la historia; los cuentos nacerían de la impresión que los despojos le provocaban.

Regresó al parque durante una mañana gris. Ignorando el dolor de su columna lesionada, bajó con dificultad al foso de los leones. La cueva todavía atesoraba algo de la fetidez felina.

El viejo macho estaba muriendo. Se llevaba, intacto, su odio hacia los humanos. El dueño de un circo había donado a Carlón después que el animal matara a su domador. Ahora, su memoria genética le traía los aromas de la sabana que nunca había conocido. Las hembras olían la muerte y estaban inquietas. En esos años no habían nacido crías, como si el león y su harén se negaran a legar la miseria del encierro…”.

El griterío de los pájaros que llegaban para dormir en los árboles cercanos lo desconcentró, pero no le importó. Caía el sol y ya no veía bien. Escribiría durante toda la noche; de otro modo, el insomnio no lo dejaría en paz.

Al día siguiente, Mauro volvió a las ruinas. Se acercó a una construcción cercada por un tejido de alambre. En el cartel despintado alcanzó a leer: “ZORRO COLORADO. Familia Canidae. Se distribuye a lo largo de la Cordillera de los Andes y la mitad oeste de Argentina”.

El guardia dio una última mirada a los cachorros dormidos, enroscados entre sí como una bufanda. Volvió a sentir la indignación del día en que habían llegado. Unos cazadores dijeron que los habían alertado los agudos gañidos que llamaban a la madre. También habían encontrado el cuerpo de la zorra, putrefacto y destrozado por los depredadores. Él juraría que los carniceros eran ellos mismos. Aburridos de sus vidas cotidianas, habrían salido con sus chalecos llenos de inútiles bolsillos y sus botas costosísimas para cambiar el ambiente viciado de humo de sus oficinas por el aire puro del campo. Disfrazaban de deporte lo que era nada más que un crimen. ¡Que no fueran a decirle! Seguro que habían matado a la hembra sin saber que la camada estaba cerca. Él reconocía que era imaginativo, pero creía que los animalitos todavía tenían los hocicos impregnados con el olor lechoso de la madre. Si había que ser sinceros, los que reclamaban el cierre del zoológico tenían su parte de razón. No había derecho a que lo insultaran como esa mañana cuando llegó y como cada día desde que protestaban frente a las puertas de ingreso; sin embargo, no estaban tan errados: la semana anterior, dos monos habían muerto intoxicados con algo que les habían tirado… y tampoco tenían toda la comida que les hacía falta…”.

Otro relato cobraba vida. Parecía haberse instalado un temporal; si seguía así, en pocos días habría escrito varios. Cuando publicara el libro, sorprendería a sus lectores con esos cuentos sobre animales. Sus personajes habían sido siempre seres humanos; hombres y mujeres torturados por oscuros fantasmas interiores, espejos de sí mismo. Sin embargo, los habitantes del zoológico no se diferenciaban mucho: eran también criaturas signadas por la pérdida de la libertad. Mientras dibujaban espirales en el confinamiento de sus jaulas, debían sentirse como él en los largos meses que pasó en su encierro de yeso, metal y suturas.

Llegó a conocer de memoria las ruinas, pero una construcción con el techo a medias desmoronado, algo que evocaba el Oriente de Las mil y una noches, se negaba a revelar su secreto. No quedaban carteles ni rastros. Refugiado de la lluvia en el espacio que quedaba en pie, Mauro se dejó llevar.

—Siempre hay algún inadaptado que tiene ideas brillantes. El guardia de anoche encontró a tres idiotas que trataban de subirse al camello. ¡Se habrán pensado que estaban en Arabia!
—Seguro que estaban borrachos… o drogados.
—Y eso les da pie a los que piden el cierre. Como si la culpa de estas cosas fuera nuestra.
—Si siguen así, no sé… Oí que le llevaron una carta al Intendente.
—Pero no dan ideas. Si nos cierran, ¿qué van a hacer? ¿Adónde van a ir a parar los animales?
—Y nosotros nos quedamos sin laburo…
—Si no es una cosa es otra; no sé si no hay alguno de acá adentro que está de acuerdo con los de afuera. El veneno a los monos, ¿quién se lo pudo dar?
—¿Vos decís? Pero acá nos conocemos todos…
”.

El estampido de un trueno sobresaltó a Mauro. Rengueaba hacia la salida, una vez pasado el chaparrón, cuando encontró a un anciano que se había refugiado en el jaulón de los monos.
—¿Y usted quién es? –le preguntó el hombre, con actitud de propietario.
—Soy escritor. Encontré este lugar abandonado y vine a escribir unos cuentos.
—Yo fui guardia acá, ¿sabe? ¡Si supiera la de cosas que pasaron! Le podría contar para dos libros enteros.

A él no le interesaba. Ya había creado su zoológico; había exorcizado los demonios que lo habían poseído. Sin embargo, el hombre seguía hablando a pesar de que él no se detenía.
—Mucha gente estaba en contra de que esto siga abierto, ¿sabe? Empezaron a hacer protestas y protestas, que cartas al intendente, que al gobernador, que sacar en los diarios… Nos insultaban cuando veníamos a trabajar, decían que a los animales los tratábamos mal, que pasaban accidentes, que se morían de hambre… pero la culpa no era nuestra…

Mauro no contestó, pero el antiguo guardián parecía no darse cuenta.
—Después, poquito a poco, nos fuimos viniendo abajo… ya no mandaban más plata, decían que no había presupuesto… los que no querían el zoológico se salieron con la de ellos. Al final quedaban nomás dos cachorritos de zorro, unos patos, el puma y poco más. Nos terminaron cerrando… Y yo vuelvo cada tanto por acá… uno extraña, ¿sabe? Son muchos años…

Georgina apagó la computadora y trató de relajar su cuello. Estaba cansada, pero satisfecha. Había dedicado toda la mañana a bosquejar la idea que se le había ocurrido la noche anterior. Le faltaba mucho todavía. La historia le parecía verosímil, pero tenía que caracterizar mejor a su protagonista, ese escritor traumatizado que en días de lluvia vagaba por las ruinas de un viejo zoológico. Debía encontrar el tono y el ritmo adecuados; desarrollar mejor algunas escenas; transmitir la emoción que ella misma sentía al imaginar esa atmósfera de pesadumbre. Después, tendría que borrar, corregir y volver a escribir.

Sí. Le faltaba mucho todavía, pero estaba segura de que convertiría esas páginas en un buen cuento.

Liliana Fassi, República Argentina © 2021

lilianafassi@hotmail.com

https://lilianafassi.wixsite.com/misitio

Liliana Fassi reside en Villa María (Córdoba, República Argentina). Es Licenciada en Psicopedagogía, graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto (Córdoba, República Argentina).
Leer y escribir fueron siempre sus dos pasiones. En su Tesis de Licenciatura indagó sobre los procesos creativos que intervienen en la escritura de narraciones. Su primer acercamiento a ella fue durante los años 1998 y 1999, cuando fue Coordinadora del suplemento cultural de un periódico de su ciudad, en el cual publicó artículos y entrevistas. Después de eso, hubo un largo período de silencio, aunque el deseo de escribir continuó siempre. Entre 1996 y 2011 se desempeñó en equipos interdisciplinarios de entidades oficiales: en Secretarías de Cultura, bibliotecas populares y en un Centro de Asistencia y Prevención de la violencia familiar y el abuso sexual infantil.
Desde 2004 se dedica a la reconstrucción de su árbol genealógico. En relación con esto, retomó la escritura de narraciones para ponerles palabras a los silencios, vacíos y contradicciones que iba encontrando.
Publicó tres libros, en los que recrea la historia de la inmigración en su país: En busca de un tiempo olvidado. Un viaje a mis raíces para recobrar historias de inmigrantes (El Mensú, Villa María, 2010); Pinceladas de la Pampa Gringa (El Mensú, Villa María, 2012) y Los hilos de la memoria (El Mensú, Villa María, 2018).
Entre 2010 y 2019 integró nueve Antologías editadas por Instituciones culturales de diversas provincias argentinas y de Uruguay. Recibió Premios y Menciones en Concursos Literarios organizados en Montevideo (Uruguay) y en provincias de su país. Sus cuentos fueron publicados en revistas digitales de Estados Unidos, México y Guatemala. Se encuentran pendientes de publicación dos relatos en sendas revistas de México.
Con respecto a sus libros dedicados a la inmigración, hizo presentaciones en diversas localidades de la provincia de Córdoba (donde reside) y de otras provincias argentinas; además brindó talleres y conferencias sobre el tema, destinados a niños, adolescentes y adultos.
También ha sido prologuista y presentadora de libros de autores de su ciudad y de la provincia de Buenos Aires. Actualmente, su obra trasciende el tema de la inmigración y aborda un amplio abanico de asuntos relacionados con la condición humana.

Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
En el origen de este cuento hay una vivencia similar a la relatada.
Nunca me gustaron los zoológicos ni los días de lluvia. Sin embargo, una tarde con esas condiciones climáticas me encontraba deambulando por una ciudad que conocía sólo por referencias. Llegué al arco de entrada a un parque donde hay un Jardín Botánico y una pista de entrenamiento para caballos de carreras. Si bien sabía que en ese lugar alguna vez hubo un zoológico, ignoraba si todavía existía. En el claro dejado por una arboleda di con lo que quedaba de él. Lo primero que experimenté fue una profunda tristeza: había unos pocos animales, pero gran parte de las construcciones estaban en pésimo estado. Me pareció que no había recipientes con alimentos y agua (aunque seguramente los había, pero yo no los encontré) y me pregunté por qué los habían dejado en esas condiciones de absoluto desvalimiento. Después, indagando en la web, supe que desde hacía unos días estaban trasladando a los animales al zoológico de la Capital Federal y esos pocos eran los últimos que quedaban. El contraste con la belleza del Jardín Botánico y los sonidos que llegaban desde la pista donde corrían dos caballos me resultó chocante. La idea de escribir un cuento ambientado en ese lugar no me pasó por la mente.
Por otra parte, en esa época estaba estudiando varios temas sobre escritura, en particular las distintas técnicas narrativas; me interesaban mucho, entre otras, las “cajas chinas”. Mis modelos supremos eran Las Mil y Una Noches (que había leído durante mi adolescencia) y el Quijote (muchos años después).
Los estudiosos de la creatividad sostienen que, cuando buscamos un nuevo proyecto creativo, ciertas ideas, emociones, sensaciones, imágenes permanecen en “incubación”, en un nivel inconsciente. Durante esta etapa, que puede durar días, meses o años, esos “materiales” se interrelacionan, se combinan, se aglutinan y forman una amalgama que en algún momento surge con fuerza en nuestra consciencia y nos da la certeza de haber encontrado lo que buscábamos.
Supongo que en mi caso intervinieron mis opiniones sobre el encierro de animales para diversión de las personas; mis disgustos y antipatías; mis fobias; mi interés por enriquecerme como escritora; mis lecturas y muchas otras experiencias que acumulé a lo largo de mi vida. Así ocurrió con el cuento “Criaturas”: la idea de escribirlo apareció después de más de dos años. Además, debía tener la estructura de cajas chinas. Sin embargo, hasta ahí se trataba nada más que de una intuición. En ese momento empezó el verdadero esfuerzo: largas horas de escritura, de intentos fallidos, de renuncias, de regresos después de un tiempo, de nuevos abandonos y nuevos acercamientos.
Poco a poco mis criaturas empezaron a cobrar vida. No obstante, cada vez que creía haber escrito la palabra final, una nueva lectura volvía a incomodarme y me obligaba a reescribir algunos fragmentos. Durante todo el proceso no pude desprenderme de aquella imagen gris y agobiante que me había impresionado tanto.
Hace unos meses volví a esa ciudad. Sé que los animales ya no están, pero desconozco si las construcciones fueron demolidas o si permanecen allí. Si es así, seguramente están más deterioradas por el transcurrir de estos años y deben resultar más agobiantes todavía. No pregunté y no quise revivir la experiencia.

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