Yo no quería cumplir quince años. Yo sólo quería morirme. Pero como morirse no es un trámite sencillo de llevar a cabo, acepté con resignación cumplir quince años mientras los otros se entusiasmaban y mi única labor consistía en calzarme el vestido y poner la cara para la foto con total naturalidad. La vida es como un diapasón completamente hueco si nos proponemos seguirle el tren y conocerla a fondo. Yo me dejaba flotar en el agujero de la vida, sin quejarme demasiado pero con la falta de esperanza de aquellos que saben cómo viene mal encaminado el asunto.
Mamá fue a comprar el plumetí del vestido tres meses antes. Semejante anticipación a los hechos fue más que nada un recurso desesperado de parte de ella, un elemento de coacción que no pude evitar. Aquella tela blanca doblada dentro de uno de los cajones del ropero era la prueba fehaciente de que las cartas estaban echadas. Por el entusiasmo que reinaba en casa con los preparativos de la fiesta parecía que yo en vez de cumplir quince iba a casarme. La vida dentro de su vacío permanente, por lo visto, estaba intentando distraerme al colocar sobre mi pecho una flor muy roja, con la que yo después no sabría qué hacer.
Hacía poco que gente desconocida había dejado de llamarme nena. Ahora escuchaba señorita, y la palabra señorita resonaba en el centro de mis senos de un modo conmovedor.
La modista que iba a confeccionarme el vestido tenía cejas anchas y unos ojos saltones que daban ganas de pincharlos con uno de esos alfileres que ella traía adheridos a la almohadilla de seda cruda. Era parsimoniosa en su modo de actuar, me midió de arriba abajo y me miró fijamente. Dijo:
—Vos no tenés ilusión con tu fiesta, ¿no?
Asentí y tuve una ilusión verdadera: que esta mujer con cara de sapo fuera mi salvadora o al menos mi cómplice en las ganas de huir, de estar fuera de la escena. Pero no. Ella formaba parte del entuerto conspirativo, y el vestido era un punto esencial, nada podía yo esperar de ella. Mostré un rasgo de abnegación y le dije que siguiera tomándome las medidas. Sus manos sobre mi cuerpo me parecieron cálidas por momentos o a lo mejor yo necesitaba pensar en otra cosa.
Por una misteriosa razón la vida se fue ahuecando más y más en aquellos días y, dentro de ese hueco, las palabras y mis pensamientos refunfuñaban con sonidos de percusión chocando contra lejanas paredes que hacían las veces de límites, límites sumamente distantes, por supuesto. Entonces yo no le podía apostar ni un centavo a la vida, ni un penique, ni un miserable rublo, nada. ¿Qué podía valer una caja inmensa, inmensa que sólo repetía mecánicamente los ecos de los ecos de los ecos?
Organizar el lunch no fue menos trabajoso que la confección del vestido de plumetí. Lo dulce y lo salado en su tiranía intransigente coparon el tema de nuestras conversaciones durante el almuerzo y la cena. A mamá siempre le ha gustado hablar de las comidas, de sus aromas, de la manera de presentarlas sobre la mesa, de su textura y sus sabores. Algo no cuajaba en esto de relatar lo que se resiste a ser relatado. Quizá por eso mi madre se esforzaba tanto en procurar la verosimilitud de sus descripciones. Cuando alguien habla de comida, la boca se me llena de agua. Agua en mi boca dentro de la caja vacía de la vida, demasiado estupor para una muchacha de mi edad. Y, por supuesto, habría una torta, una torta muy grande, de varios pisos como un edificio de departamentos y tendría un adorno en la parte superior y oropeles, rulitos y vericuetos en los lados laterales de los pisos.
El tiempo siguió pasando, como no podía ser de otra manera. El vestido fue confeccionado con su obligado ajuste bajo los senos, esa moda imperó aquel año: estilo princesa o corte Napoleón. Una rosa realizada con la misma tela se adormecía bajo uno de mis senos. Pollera hasta la rodilla, nada de jactancias ni pomposidades con vestidos largos, después de todo eran mis quince, ¿qué me quedaba entonces para el día de mi casamiento? Casamiento: palabra monumental y absolutamente ilusoria que se perdía en los confines de mi despoblada vida sin producir ni el más debilucho de los ecos. Este era un secreto que jamás compartí con mi madre.
A todo esto papá ni abría la boca, no era su función al fin de cuentas. Él se preparaba para bailar el vals conmigo el día de la fiesta con adelantada solemnidad. ¿Qué otra cosa se le podía pedir a un hombre además del dinero necesario para la ejecución del evento? Mi hermano se reía. Lástima, era menor que yo y sus amigos no servían ni siquiera para sacarnos a bailar, petisos hasta decir basta. Petisos y sin experiencia, hombres efímeros. Las compañeras del curso y unas cuantas amigas del barrio más los parientes obligados iban a llenar el salón. Yo, que ya me había convertido en carnero degollado antes de tiempo, no dije ni mu, resistirme o quejarme hubiera resultado inútil. El entusiasmo de mamá había ido creciendo de una manera proverbial. A ella no le habían festejado sus quince, ahí residía el problema. Y ahora era lo mismo que si los hubiésemos festejado las dos juntas. Será por eso que yo me sentía como con treinta años, con la vida multiplicada pesándome igual que esa enorme flor de plumetí bajo uno de mis senos.
Llegó por fin el tan esperado día y allí estaba yo subida en unos zapatos altísimos, envuelta en plumetí, soportando la tortura de cumplir quince años. A mamá se la veía notablemente más nerviosa que a mí. En los últimos meses la vida había ido alejando los tabiques de sus límites hasta extremos impensados. Mis granos en la cara no se pudieron ocultar pese al maquillaje y a los remedios, tampoco la ortodoncia fija en mis dientes superiores. Y encima creo que había engordado porque sentía una opresión bajo los senos que la flor enorme no lograría disimular en lo más mínimo. Aquel mismo día papá vino con una caja. A las claras era mi regalo. Bastante grande la caja. De la caja salió un cachorrito de perro juguetón. Mucho ruido, mucho voy y vengo con el perrito. Mucho ladrido de animal histérico y revolcadas sobre la alfombra. Festejo previo al parecer. El perrito tenía dos ocupaciones fundamentales: corretear y morder. Poco tiempo tuvimos aquel dichoso día para ocuparnos del simpático perrito. Sólo que a la noche cuando fui a ponerme el vestido noté que algo no estaba en su lugar. La flor. ¡Falta la flor! Gran revuelo de una punta a otra de la casa. La flor estaba, como era de suponer, entre los dientes del perrito. Mamá se consoló a sí misma diciendo:
—Sólo la flor, hija. El vestido está intacto. Menos mal…
Las últimas esperanzas de salvarme de la fiesta se habían apagado. Si el perrito hubiera sido más persistente, si hubiera empezado por el ruedo o el torso del vestido, alguna clase de oportunidad de huida habría habido para mí. En fin. Hacia allá partimos todos. A primera vista el salón alquilado me pareció tan grande como la vida. Para mi desgracia, en el salón había una escalera que yo debía descender, en lo posible con elegante desparpajo, frente a la vista de los invitados. ¿Algún sacrificio más se esperaba de esta pobre persona enfundada en plumetí? Lo hice, digamos que lo hice bastante bien, y hasta sonreí sin preocuparme del brillo que iban a producir los metales de mis dientes, que terminarían estampados inevitablemente en la foto con todo lo demás. Hasta allí el panorama se presentaba casi perfecto, según la opinión de mi madre. Entonces llegó el momento de la torta. Cuando la vi quise caer de espaldas. En la cúspide había una muñequita tallada, muy estilizada, rubia, con la piel tersa y una sonrisa blanca insoportable. Yo tenía los ojos clavados en esa imagen rodeada de velitas. Mamá se dio cuenta de mi aire hipnotizado, me preguntó si me sentía bien. Se ve que siguió el derrotero de mi mirada que iba hacia la perfecta muñequita tallada. Con una sonrisa comentó:
—Esa también se puede comer como la torta, está hecha de confituras.
Mi mano fue sola hasta la figura tallada y la sacó. Al despegarla, pedazos de torta se desprendieron también. Ante la vista de amigos y parientes, fotógrafo incluido, antes de apagar las velas, me tragué de un saque a la muchacha, mientras todos me miraban atónitos. Era dulce la muchacha, con sabor a frutillas. Después, apagué las velitas como se esperaba de mí.
Irma Verolín, Argentina © 2016
irmaverolin@gmail.com
irmaverolin@hotmail.com
https://irmaverolin.blogspot.com.ar/
Irma Verolín es una escritora nacida en Buenos Aires que comenzó a publicar cuentos y novelas en 1988. Contando con el apoyo de instituciones oficiales de su país mediante el sistema de concursos dio a conocer relatos que giraban en torno a la órbita familiar con una fuerte construcción de atmósferas y depurado lenguaje. Durante algunos años publicó libros del género infanto-juvenil. A partir de 2014 comenzó a publicar poesía y obtuvo el primer premio que la Fundación Victoria Ocampo otorga a ese género. Recibió importantes galardones nacionales e internacionales entre los que pueden citarse el Emecé de novela, el Internacional de novela Mercosur y el Internacional de Puerto Rico y el primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea. Algunos de sus textos han sido traducidos al inglés, alemán, italiano y ruso. Es también ensayista literaria.
Lo que la autora nos contó sobre el cuento:
Hace poco tiempo escribí un libro de relatos con cuentos sobre la relación entre hombres y mujeres y este formaba parte de ese conjunto, pero me di cuenta
de que no había ninguna pareja en el asunto, así que lo deseché, ya que intentaba que existiera una fuerte unidad temática en el libro. Con respecto a la
peripecia en sí de este relato, una vez más partí de cierta experiencia personal. Fui una de esas muchachas que padecieron la edad ingrata de la adolescencia
en el aspecto físico: en mi foto de cumpleaños de quince tengo los dientes con ortodoncia y granitos indisimulables. Necesité volver a esa sensación de opresión
de los adultos como emblema de tantos otros sometimientos propios de la vida moderna, luego todo siguió la ruta de la pura invención, aunque debo confesar que
en la vida real también mi vestido fue de plumetí. Teniendo en cuenta que el arte se nutre de los contrastes y de las oposiciones, no hay nada más sustancioso
que el enfrentamiento entre dos deseos, en este caso el de una joven y el de los adultos. El acto final del relato en el que la muchacha realiza una acción que
hasta podría calificarse de chocante, tiene para mí muchas implicancias que, tal vez, conduzcan a un cuestionamiento sobre el culto al cuerpo perfecto de la
mujer o al anhelo de devorar un ideal como si se tratara de un simple alimento. El sentido del desenlace, quisiera creer, invita a varias lecturas. Por otra
parte intenté trabajar a través de la narradora en primera persona esa percepción de extrañamiento que tantas veces he experimentado en la vida.
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