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Fuencarral abajo,
cuadro matritense de principios del XXI

Bajar por la calle Fuencarral desde la glorieta de Bilbao un domingo por la mañana temprano es convertirse en voyeur de la noche del sábado sin tener que arriesgarse a participar. Cuando el azul de la mañana del domingo se anuncia en la ancha calle de Sagasta desde el Este, en la estrecha calle de Fuencarral, que corta la glorieta desde el Norte, sólo se ve el cielo negro estrellado de la noche del sábado. Los camareros del Café Comercial empiezan a sacar las mesas a la glorieta mientras que, a unos pocos metros, en el Starbucks de Fuencarral todavía están echadas las persianas metálicas cubiertas de graffittis negro-rimel corrido de meadas cinco-estrellas. Casi no pasan taxis. Los pocos que pasan llevan la lucecita verde-esperanza apagada para no tener que recoger a alguno que les vomite la tapicería o les monte bronca. Circulan samures con la sirena en silencio pero la luz ámbar destellando a borbotones.

Las bocas de metro de Bilbao y de Tribunal están cerradas, sus entradas tapiadas con atillos de periódicos de hoy –o mañana, según se mire– para los kioscos de prensa, que tampoco han abierto. Tenemos que zigzaguear entre latas de Mahou arrugadas como frutas a las que se les ha exprimido la última gota y entre vasos de plástico en los que los cubitos de hielo se resisten a transubstanciarse en rocío mañanero. Junto al Cajamadrid con tatuajes antikapital de la plaza Barceló se besan dos lesbianas –una guapa, pensamos con cierta pena usando el juicioso nosotros de flaneador costumbrista, de mirón incorpóreo e indubitablemente heterosexual. La lesbiana fea desengancha el piercing de su lengua del de su novia para meter la cabeza en la hornacina del cajero y confesar el número secreto. El cajero hace arcadas y regurgita euros que permitirá a las dos jóvenes detener la llegada del día una hora más. De las bocacalles que dan a Pelayo salen grupos con voces enronquecidas de gritar en locales de copas, música y pastillas de diseño. Cruzan Fuencarral y se meten hacia Malasaña, pasando así instantáneamente de los 90 –Nuestra Señora del Desencanto– a los felices 80 –Nuestra Señora de la Movida. Cada pocos metros algún ensimismado, mirando al suelo con un movistar en la palma ahuecada de la mano se lo aplasta contra la oreja en gesto de imam o mufti que se prepara a llamar a la primera oración de la mañana pero sólo grita joder tíos, dónde os metéis. Un poco más abajo una china balancea bolsas de plástico de ambos brazos mientras vende, sin pregonarlas, cenas-desayunos de arroz tres delicias. El mismo grupo que un par de bocacalles arriba había cruzado en dirección a Malasaña sale ahora, más ronco, desde la plaza de Chueca-San Jaco para cruzar hacía Hortaleza-Santo Sida. Dos travestis suramericanos grandes como montañas –como los Andes?– empujan calle arriba sus aconcaguas de silicona tras toda una noche de chupar profesionalmente en Desengaño y Ballesta. La nuez de Adán se les transforma por segundos en un erizo de cañamones que brotan entre el maquillaje cuarteado. Un perro de la noche anterior al que ya no le interesa nada se deja olisquear por detrás por uno al que sacan a mear por la mañana y al que le interesa todo. Pasa un coche del 092 con dos policías municipales jóvenes en su burbuja de funcionarios de la comunidad del oso trempamadroños. Se niegan a mirar a las aceras y, sobre todo, al punkoso de pelo verde pinchón que llevan esposado y poseso en el asiento de atrás.

Muy cerca del entronque con Gran Vía sube una cuadrilla de barrenderos que van desactivando con sus mangueras las vomitadas cuajadas al relente de las aceras. En vanguardia va uno eufemísticamente subsahariano, esbelto, aniñado y superdotado, que sabe usar la manguera con ritmo. El chorro de las mangas produce un oleaje con rompiente de latas de cervezas, vasos de plástico y cajas vacías de condones con sabores latinos. En el trozo casi llano de Fuencarral que desemboca a Gran Vía ya no queda nada de la noche anterior. El sol se refleja en el suelo recién lavado y confirma que hoy es mañana. Detrás, en Fuencarral, los del sábado noche vuelven al polvo. Se habrán ido a consumarlo en la cama-hasta-las-doce de una pensión que antes regentaba un gallego pero que ahora lleva un sobrino argentino, che. Los que tienen tolerantes padres monovolúmenes se habrán llevado el ligue a casa, agarrando de camino un recién calentito País-cum-dominical-plus-sandaliasdeplaya-plus-cupón-libro como ofrenda propiciatoria de los manes paternos. Algunos consumirán la penúltima en locales que abren cuando las marujas en ayunas bajan al Día a por la chapata o la pistola y, de paso, arrebatan de las manos de ochocientos mil repartidores ecuatorianos 20Minutos para todas las vecinas del inmueble. Al otro lado de Gran Vía, en el McDonald que desde fuera parece un café decimonónico, la resplandeciente mañana madrileña ya se ha sentado a desayunar. Por sus vigiladas puertas salen desayunados al huevo jóvenes mochileros típicamente rubios con guías doing-all-europe bajo el brazo. Se cruzan, ignorándose, con un grupito lacoste-burberriano que se prepara a iniciar el jacobeo comulgando con un whopper que, a pesar de los veranos en Irlanda y Canadá, pronuncian joper, con jota bien fuerte, no susurrándolo con una h suavecita de beso o mamada. Ellos lucen frentes prematuramente profundas de memoriones no-históricos, opositores a notarías de cuyos brazos cuelgan, como accesorios para caballero de la quinta planta del Corte Inglés, novias mileurasténicas aletiziadas. Apenas les dirige una mirada el vigilante de seguridad privada de la puerta, asturiano cuyo abuelo fue picador allá en la mina y su padre sereno de chuzo. Es en ese momento cuando sentimos un placentero cosquilleo en las plantas de los pies que nos revela que ya pasa el primer metro. Descendemos entonces por el paso subterráneo urinario-dormitorio del metro de Gran Vía Números Pares y tomamos la línea azul para llegar, sin transbordos, hasta la estación de Atocha-Nuestra Señora de la Cloratita, donde esperamos poder encontrar un tren que de una puta vez nos saque de este Madrid.

Enrique Fernández, Canadá, España © 2007

fernand4@cc.umanitoba.ca

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