No era nuevo aquel recelo: ya de niño, en el confortable y acaramelado hogar familiar, había percibido Anselmo Valdés a las diversas fámulas, mucamas y asistentas que se sucedieron en el servicio doméstico como presencias extrañas, estrafalarias en ocasiones, surgidas de un mundo que le era ajeno y que oscuramente intuía que podría poner en peligro el suyo.
Ahora, cuando muchos años después, tras el difícil parto, no hubo otro remedio que requerir los servicios de una empleada de hogar que auxiliase a Susana, su convaleciente esposa, ocupándose del bebé durante sus primeras semanas, ese recelo, acaso aletargado, revivió.
Bajo una apariencia bondadosa, atribuible tal vez a su corpulencia, su ruidosa risa y sus mejillas excesivamente coloradas (vestigio genético quizá de la dedicación agropecuaria de sus ancestros), a Anselmo Valdés le pareció hallar en el rostro de la asistenta resquicios que denotaban cierta bajeza, cuando no franca crueldad: en su deteriorada dentadura, apuntalada aquí y allá con piezas metálicas y empastes varios, se mantenían incólumes los puntiagudos colmillos, justificando así tal vez su indisimulable voracidad. Esa potencial brutalidad se le hizo patente a Valdés la tarde en que contempló horrorizado con cuánta delectación la mujer, provista de un enorme cuchillo, degollaba en el suelo de la cocina a un asustado conejo, obsequio de su prima la del pueblo (toda criada tiene siempre una prima en el pueblo que regularmente la provee de conejos y dulce de membrillo, constató Valdés, a modo de ley sociológica). Ejecutado el degüello, creyó hallar una sonrisa sádica en la mujer mientras esta llenaba una palangana de plástico con la sangre espesa y muy roja, casi negra, que brotaba del animal muerto.
Desde el primer momento, Anselmo Valdés, aún siendo consciente de sus propios prejuicios, presagió en la mujer el propósito deliberado de arrinconarle, de alejarle del hijo recién nacido: apenas tomaba a Anselmito en brazos para mecerle o le alzaba al aire para arrancarle una sonrisa, ella se lo quitaba de las manos, reprochándole su ineptitud para esas labores, instándole a que se pusiera a leer el periódico o a mirar la televisión, a que asumiera, en definitiva, el papel de pater familias decimonónico, para quien la crianza de los niños, hasta bien entrada la pubertad, era algo exclusivo de las mujeres. Si no soportaba ese exclusivismo, menos aún soportaba el alborozo con que al llegar cada mañana buscaba en seguida a Anselmito y recorría la casa estrujándole contra sí y proclamando sus deseos de comérselo a besos. Para colmo, la criada era un caso claro de ubicuidad: si Valdés precisaba acudir al baño, la encontraba limpiándolo; si quería visitar a Susana en su dormitorio ella lo impedía so pretexto de que estaba amamantando al niño (acto alimenticio este que no incumbía a los hombres); si pretendía la exigua evasión de la prensa diaria en la salita, ella se presentaba allí ipso facto con su fregona en ristre dispuesta a limpiar el piso.
Transmitir sus quejas a Susana era clamar en el desierto: tendrá muchos defectos (todos los tenemos), pero quiere mucho al niño y le cuida perfectamente, y eso es lo que importa ahora, sostenía ella. Si Anselmo insistía era mucho peor, esgrimiendo ella entonces el argumento social: lo que ocurre es que eres un clasista, no soportas a la gente sencilla, sin estudios, ruda, si quieres (un poco bruta sí que es), pero con buen corazón.
También era cierta, y Anselmo Valdés lo reconocía, su propensión a desvelar en los objetos cotidianos lo escabroso y terrorífico. En un cuchillo de cocina, antes que el utensilio culinario en sí, veía Valdés el arma blanca de un crimen posible; la almohada era, más que el complemento adecuado para el reposo, el instrumento ideal (silencioso y sin huellas) para la asfixia del durmiente; una inofensiva radio en la repisa del lavabo, convenientemente dejada caer en una bañera llena de agua y sales de baño, era sobre todo una invitación a electrocutar al bañista.
Por eso no era de extrañar el pavor que sintió Valdés aquella vez en que al llegar a casa a mediodía vio a la mujer poniendo al fuego un descomunal perol. No era necesario mirar y calibrar al bebé, que dormía plácidamente en su moisés, ubicado junto a la mujer que troceaba rítmicamente, con sádica precisión, unas zanahorias, para calcular que dentro del perol cabría perfectamente Anselmito y aún quedaría suficiente espacio para la hipotética guarnición. Aprovechando que ella había entrado en la despensa, en busca tal vez de algún condimento que proporcionara más sabor al guiso, tomó al niño y precipitadamente lo trasladó al dormitorio.
Qué idiota eres Anselmo, le dijo Susana cuando él expuso sus temores, está haciendo cocido y quiero que congele lo que sobre. Estás enfermo, Anselmo, las manías te pueden, deberías ir a un psiquiatra.
Anselmo Valdés razonó que quizá no conviniese oponerse frontalmente a la mujer. En espera de tiempos mejores trató de olvidarla; procuraba no cruzarse con ella, no mirarla ni escucharla (lo cual resultaba harto difícil cuando ella proclamaba diariamente sus antropófagas ansias de comerse a Anselmito a besos). Las horas en que coincidían en la casa se encerraba en su despacho, entregándose a su renovada afición filatélica, o bien salía a la calle a buscar en los comercios especializados rarezas enológicas (un Chateau Lautrec del 79, un Martín Codax, gran reserva, del 82) con las que engrosar su bodega. Susana ya se estaba recuperando y pronto volvería al trabajo. Intentó entonces convencerla de que podían prescindir de la asistenta, se comprometió a colaborar: haría las camas, limpiaría los cristales, iría al hiper, se ocuparía de la ropa de Anselmito. Acordaron reducir paulatinamente sus horas de servicio, pero Susana no aceptó prescindir totalmente de ella. Intentó también, con relativo éxito, alterar su horario en la oficina para evitar que, cuando Susana se reincorporase a su trabajo vespertino, Anselmito permaneciera a solas con la criada, pero aún así quedaban en medio un par de horas, entre las tres y las cinco, en que eso no sería posible.
Mientras tanto el bebé ganaba peso y altura. Sus carnes se hicieron más tersas y bruñidas, más apetitosas para los besuqueos incontrolados de la doméstica; su cara adquirió más consistencia y pronto Anselmito comenzó a provocar exclamaciones admirativas en las consultas pediátricas.
El día en que Susana se reincorporaba a su trabajo Anselmo Valdés trató de mantener la serenidad, pero la figura siniestra y rolliza de la mujer, la silueta afilada de sus colmillos sobresaliendo en su caótica dentadura, le impedían concentrarse en sus tareas: a cada rato venían a su mente escabrosas historias oídas tiempo atrás de mucamas que dormían a los bebés haciéndoles inhalar gas butano o rellenando el chupete con brandy. A las tres menos cuarto simuló un repentino malestar y consiguió que el jefe le dejara salir antes de tiempo, pero una inesperada manifestación de airadas amas de casa contrarias al alza de precios retuvo su vehículo casi tres cuartos de hora en mitad de la calle. Apenas faltaban cinco minutos para las cuatro cuando entró en el ascensor. Ya arriba, conteniendo la respiración, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Al principio no oyó nada, tal vez hubiera sacado el niño a pasear, el día era soleado. Pero a medida que avanzaba por el corredor identificó el murmullo sincopado de un ronquido: una a una recorrió las habitaciones desiertas. Finalmente abrió la puerta del despacho: esparcidos sobre la alfombra yacían los álbumes de sellos y una botella vacía de brut Veuve Cliquot; tendida en el sillón (en el confortable sillón de cuero donde tantas y tantas tardes se dejaba caer él con sus álbumes de sellos para no verla) roncaba sosegadamente la mujer, con la boca abierta. Su falda negra, subida por encima de las rodillas, dejaba ver unas piernas fofas y sudorosas, irregularmente afectadas por varices. Sostenía en una mano el Chateau Lautrec del 79, casi vacío; en la otra, lo que al principio identificó con un muslito de pollo. Pero una breve mirada al fondo del cuarto, frente a los doce tomos color púrpura de la colección Joyas de la Literatura Gótica, le confirmó cuán equivocado estaba: desperdigados alrededor de la papelera aparecieron el otro muslito y las paletillas (aún con adherencias de masa muscular), trozos de pellejo, un globo ocular, restos de pelo, y un sinfín de huesos de muy diverso tamaño; parece mentira, se dijo Anselmo Valdés con fatal resignación, un ser tan pequeño y qué gran complejidad anatómica la suya.
Rafael Orihuel Iranzo, España © 1998
rorihuel@fvmp.es
Nacido en Gandía, junto al Mediterráneo, el mismo año en que Buddy Holly se enfrentaba a Elvis en las listas y la cercana Valencia era anegada por las míticas aguas del Turia, Rafael Orihuel ha sido un escritor intermitente. En 1984 ganó el concurso Ciudad de Villajoyosa, con un relato negro y cortazariano: Dennis, Blake y los pasos en la escalera. Hasta el 88 ahondó en ese género completando también dos novelas cortas cuyo personaje central era un enamoradizo detective de provincias, Artemio Maúser. Tras una larga pausa, motivada en parte por el nacimiento de sus hijos, y en parte por la necesidad de interiorizar otras experiencias, en 1997, acaso espoleado por la célebre crisis de los 40, regresa a la escritura activa, compaginando esta tarea con su trabajo como asesor jurídico en un Ayuntamiento.
Orihuel cifra su apego al género por la tensión que concentra en pocas líneas: "Una frase, incluso una sola palabra mal colocada, puede malograr un cuento". Borgiano confeso, reivindica la figura de Bioy Casares. Pero si le fuera permitido salvar más autores de un supuesto Diluvio, por si acaso, antes que a otros, se llevaría al arca a Bernhard, a Monterroso, a Calvino, a Marías, a Mutis, a Martín Garzo, a Kafka, a Poe y desde luego a Marcel Proust.
Comentario del autor sobre el cuento:
Debo La Doméstica a la feliz coincidencia de dos elementos: la reflexión sobre una frase metafórica, cuyo uso tan frecuente ha amortiguado acaso la atrocidad que esconde, y mis recuerdos acerca de las variadas chachas (ese era el término utilizado en esa época, menos eufemística que la actual) que tuvimos en casa, una familia con seis hijos. Por supuesto, y como poco, el primer párrafo es autobiográfico. Una vez producida esa conjunción, el cuento surgió con una rapidez inusitada en mí; luego vendrían las interminables revisiones, las supresiones, los retoques, pero el esqueleto del relato lo completé en una sola tarde. Y juro que me lo pasé en grande: al llegar al último párrafo ya me partía de risa.
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