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El crepúsculo nunca viene solo

A Pedro Almodóvar

"Escribir que no se puede escribir, también es escribir."(Robert Walser)

El inicio del verano no se había mostrado alentador: muchos problemas en la oficina y un dolor de espalda me agobiaban decididamente. Siempre que el estrés laboral se ensaña con mi salud, sigo la misma receta liberadora: indago sobre algún hotel con vista al mar que pueda convertirse en mi morada itinerante por un buen fin de semana. Un compañero del trabajo me habló mucho acerca de un acogedor establecimiento de hostelería a punto de cerrar luego de más de medio siglo de actividad. Estaba ubicado en Mejía. Para convencerme me envió, vía correo electrónico, algunas fotos de su espaciosa terraza que él mismo las había tomado, durante su estancia, el año pasado. Luego de revisarlas, alisté un pequeño equipaje de mano y decidí conocer ese ignoto paraje enclavado en las costas de Islay.

Siempre que entro a la habitación vacía de un hotel pienso que ya no vive nadie en esa alcoba. Mucha gente ignora que los hoteles son, para los buenos viajeros, como las casas en donde crecieron (y a veces están por encima de ellas en los estamentos afectivos). Por eso, cuando me encuentro en un dormitorio que yace despoblado, siento una extraña nostalgia que evoca – aún sin haberlos conocido en absoluto– a todos los viajantes que ya han partido. Es en ese momento que entiendo con insondable nitidez lo que quiso decir aquel bardo peregrino: cuando alguien se va de un hotel, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado.

Dejé mis cosas encima de la cama, puse las llaves de la habitación en mi bolsillo y, luego de solicitarle información al amable conserje, salí a conocer los alrededores. Llegué a un pub de seductora barra que estaba atestado de gente vocinglera que parecía pasarla muy bien. Su nombre jugaba con un lugar casi sagrado, en términos históricos: La Rocka del Moro. Uno de los dueños – un extranjero que debía ser catalán porque vestía un polo del Fútbol Club Barcelona– me despachó diligentemente un cubalibre con hielo y me recomendó visitar la playa cuando cayera la tarde:

– Lo mejor de acá son los crepúsculos – me informó convencido, entregándome una servilleta con el logo del local– . Se lo digo yo que ya llevo acá más de veinte años. No se pierda el de esta tarde: todos son distintos, cada uno tiene una tonalidad peculiar, sorprendente.
– He visto tantos atardeceres que esas cosas me dejaron de llamar la atención hace una punta de años – le confesé, y apuré el vaso de trago recordando mi maldita escoliosis. Me puse de pie y alargué la mano para entregarle un billete. Hice una venia de despedida y regresé al hotel. Estaba muy cansado por el viaje: quería echar una larga siesta. Cosa que hice apenas llegué a la habitación 107.

Luego de algunas horas, desperté. Y, al mirar hacia la terraza, lo primero que hice fue recordar las palabras del sujeto del bar: moroso, entraba por mi ventana, el crepúsculo del atardecer con el tibio aliento de esa lejana esfera flotante y cortada por la mitad, que ardía cada vez menos anunciando el arribo de la noche más triste de la temporada. La postal que tuve ante mí se insinuó en mis entrañas, rotulando un mensaje invisible que sólo podía entenderse como un mandato a volver a escribir: lo que fuera, cualquier cosa, inclusive garabatos, cifras, rúbricas, malas palabras, adagios, títulos de novelas, aniversarios de cumpleaños, números romanos, capitales de países, direcciones de correos electrónicos, equipos de fútbol o nombres de personajes famosos... pero escribir... hasta que, ¡por fin!, se fatigue el sol.

Recordé que llevaba años sin hacerlo, prácticamente desde que me fui de Lima para convertirme en un autómata embrutecido por la rutina de una ciudad pequeña y aburrida. Al notar cómo la fuerza del sol se desprendía por el firmamento como jugo de naranja derramado con exquisita simetría, sentí que yo mismo estaba derramando mis fuerzas en raciones imperdonables y absurdas: me encontraba en una fase declinante de mi existencia. ¿El crepúsculo de mi juventud? ¿O se me estaba dando una última oportunidad para corregir mi vida y llevarla por el sendero que siempre quise?

Ahí estaba otra vez ese estremecimiento interno del impulso creativo que se presenta cuando menos lo esperas – y que yo creí haber perdido para siempre– , pero que no te deja tranquilo hasta que lo acojas echando a andar el lapicero sobre la hoja o, en todo caso, haciendo danzar los dedos sobre el teclado del computador.

Cogí el primer papel que encontré a la mano: se trataba de una servilleta de La Rocka del Moro. Empecé a desdoblarla y la estiré pacientemente sobre la cama, aplastándola con las manos, antes de escribir la fecha con letras mayúsculas:

30 DE ENERO

Traté profundamente de dilucidar cuál era la motivación de esta nueva empresa. Habré estado sumido en esa cuestión alrededor de treinta minutos. Luego, empecé a echar cabeceadas, hasta quedarme otra vez dormido. Fue cuando me encontré con él: vestía un traje modesto, como siempre. Un raído pantalón de corduroy del mismo color nuez de sus ojos, una camisa blanca de manga corta como las que alguna vez usé para ir a la escuela y unos zapatos mocasines a los que parecía haber acabado de embetunar. Estaba erguido, como perdiendo en el ocaso su mirada de mascota aburrida, con esa palidez tan suya que resaltaba la tonalidad lechosa de su tez de oso polar. Después de un rato me volvió la mirada, sin amor: parecía tragar su propia saliva porque su manzana de Adán ascendía y descendía frenéticamente como ascensor malogrado. Me miraba ansioso, tratando de reconocerse en mí como si yo fuese un espejo. Juntó el entrecejo y sus cejas oscuras parecieron formar olas sincronizadas que chocaron formando un par de arrugas que atravesaron su frente, verticalmente, hasta perderse en su pelo.
– ¿Cómo estás, Alonso? – preguntó sin abrir mucho los labios, con un semblante distraído pero al mismo tiempo inquisitivo.
– ¿Papá? – reclamé en forma de pregunta.
– Me siento como agarrotado – confesó frotándose los hombros– . Es raro: estoy como cansado de dormir, de no hacer nada. ¿Te imaginas? ¿Alguien se puede cansar de dormir?
– No sé – respondí sin saber de lo que hablaba– . Todo cansa, dicen... hasta la belleza cansa.
Se apartó con una impresión tristona, comenzando a caminar en círculos como si estuviera esperando que algo sucediera.
– Ya lo peor ha pasado – sentenció como tratando de esclarecer un asunto de enrevesada naturaleza– . Esto de no verlos es un suplicio que se hace costumbre y la costumbre está hecha de tiempo... y el tiempo destruye...
– ¿Qué destruye? – inquirí sorprendido.
– El tiempo lo destruye todo – dijo sin mirarme y sentí sus palabras como una estocada a mis sueños de reencontrarme con él en otra vida.
– ¿Qué se siente, papá?
– Eso es lo extraño.
– ¿Por qué?
– Porque yo siempre me pregunto eso: ¿qué se siente? Pero, aparte de esa rara sensación de cansancio, nunca siento nada.
– ¿Y acaso sabes en dónde estás?
– Al final no importa, hijo – me dijo, derrotado por una penosa resignación.
– ¿Por qué?
– Porque no estoy con ustedes.
Nuestro diálogo fue preciso y rápido. Cargado de confesiones de su parte, y de escepticismo de la mía. Había una ineluctable carga onírica que nos apresaba y le restaba realismo a nuestro encuentro.
– ¿Cuándo volverás a casa con tu madre? – reinició él, tratando de robarme alguna confesión reveladora.
– No lo sé.
– ¿Te acuerdas de lo que me decías?
Y lo recordé: sabía muy bien de lo que hablaba, pero negué en silencio moviendo la cabeza. Él insistió:
– Lima es el Perú...
– Y el Perú es Lima – completé avergonzado.
Durante unos instantes nos miramos consternados.
– Es que no encontré trabajo, papá – le informé– . Se me presentó la oportunidad de venir a Arequipa y me vine sin dudarlo, ¿hice mal?
– ¿Por qué me lo preguntas a mí? ¿O acaso soy el dueño de la verdad?
– No es eso – repuse– . Sino que debes estar más cerca de ella, papá.
– Si de algo estoy seguro, Alonso, es de que la verdad no existe. La verdad es un mal necesario que nos ayuda a tratar de entender lo que nos pasa, pero siempre nos pasarán cosas nuevas, cosas que nadie entiende... como lo de ahora, como lo que estamos haciendo en este mismo momento.
– Pero todos tenemos una verdad personal, papá.
– Otros no somos capaces de conservarla y la perdemos: yo la perdí en Jauja, la dejé ahí, la abandoné y nunca me lo voy a perdonar.
– Y yo la dejé en Lima, ¿eso me tratas de decir?
– Hijo, ni tu madre ni yo tenemos respuestas para tus tribulaciones: tú eres el único que sabe cuál es su verdad. No trates de buscarlas en hoteles sino en ti mismo, no lo olvides.
– Si tu intención es ayudarme, no lo estás logrando – le confesé abiertamente.
– ¿Vas a ponerte a escribir? – preguntó, y no tuve tiempo para ensayar una respuesta porque en ese preciso momento desperté.
El rumor de la noche ya se colaba por la entrada de la terraza.
En la cama del hotel descansaba la servilleta que, sin darme cuenta, había llenado en ambas caras. ¿En qué momento? ¿Cuando dormía? La empecé a leer, estupefacto:

30 DE ENERO

El crepúsculo nunca viene solo: esta tarde vino con papá. Al parecer, él decidió volver de la muerte sin avisarlo con antelación. Fue una visita repentina y edificante. Habló conmigo de muchas cosas en tan poco tiempo. Lo vi bien: entero y saludable. Aunque un poco aburrido. No sé si después de morir uno puede volver a estar así: cansado de no hacer nada, decía él.

Me dijo, siempre entrelíneas, que si quería escribir lo hiciera. Que era normal sentirle miedo al fracaso. Pero que sólo el tiempo y la escritura me ayudarían a deshacerme de ese temor que, como la luz del crepúsculo, irá desapareciendo de a pocos. Me advirtió, también, que lo más probable es que yo fracase muchas veces; pero que, si persisto y sigo escribiendo, nada catastrófico pasará. Es decir, que debo escribir sin prever terribles consecuencias ni tampoco aplausos atronadores.

Vivir, para algunos, no consiste en esperar la muerte con actos que la despisten, sino en combatirla simbólicamente con palabras. Creo que lo primero que haré es escribir sobre papá. Sé, desde ya, que no será nada magnífico ni tampoco horrible: simplemente una historia hecha de palabras, nada más. ¿No estará hecha de sólo eso la literatura? No lo sé, pero no quiero irme de acá. Talvez me atreva a hablar con el dueño del hotel y pedirle que no lo cierre, que me lo venda o alquile durante el verano, cualquier excusa será válida... Me creerá loco si le digo que a su hotel le estoy infinitamente agradecido, porque el crepúsculo no vino solo: trajo consigo a mi padre.

Papá ya ha partido del hotel, pero en el fondo se ha quedado conmigo. Y no es el recuerdo de mi padre lo que queda, sino él mismo. Y no es, tampoco, que él se quede en este recinto, sino que continúa por estas paredes que tienen el sabor de esa verdad que todos los viajeros encontramos en los hoteles que nos saben arropar.

Orlando Mazeyra Guillén, Perú © 2008

mazeyra@gmail.com

URGENTE: Necesito un retazo de felicidad (Lima: Bizarro Ediciones, 2007), es su primer libro de relatos. Estudió en el Colegio De La Salle y en la Universidad Católica de Santa María. Con Todo comenzó en la Universidad ganó el Primer Premio Nacional Universitario NICANOR DE LA FUENTE (2003), organizado por la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo de Lambayeque (los jurados nacionales fueron Oswaldo Reynoso y Óscar Colchado). Es columnista del diario El Pueblo de Arequipa y colaborador de la revista literaria Hermano Cerdo de México y el diario Noticias de Arequipa. Ha publicado en El Parnaso (Granada), Cervantes Virtual (Alicante), El Hablador (Lima), Letralia (Venezuela), Destiempos (México) y en el Proyecto Patrimonio de Santiago de Chile. Dos de sus relatos han sido seleccionados por el Proyecto SHEREZADE (Canadá). Otras de sus producciones aparecen el PROYECTO QUIPU que promueve el crítico Gustavo Faverón y en la bitácora GAMBITO DE PEÓN del escritor Ricardo Sumalavia.
Su ensayo "¿Peruano, yo? Arequipeño tampoco" ocupó el tercer lugar en el Primer Certamen Literario organizado por la Alianza Francesa de Arequipa y el Semanario de política y cultura El Búho.
Administra la bitácora Manuscritos de un diletante: http://orlandomazeyra.blogspot.com/

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